20 de noviembre de 2010     Número 38

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Marco Peláez / La Jornada

Los edificios tienen cimientos, las ciudades –como los árboles– tienen raíces. Raíces rurales. La red que interconecta por el ciberespacio los nudos urbanos del planeta es la dimensión horizontal de las ciudades modernas, pero hay también una dimensión vertical que las vincula con sus orígenes. Simultaneidad informática y genealogía histórica, velocidad y parsimonia, espacio y tiempo, son las dualidades que nos hacen a la vez cosmopolitas e identitarios.

La ciudad se alimenta de los sedimentos culturales acumulados en el lugar donde hunde sus raíces pero también de la cultura de los avecindados: inmigrantes que llevan consigo olores y sabores de sus lugares de origen. La ciudad es remolino, hoyo negro, sumidero que compila y amalgama la diversidad.

En náhuatl, México significa en el ombligo de la luna: un ombligo que no atrae pelusas multicolores sino que convoca multiplicidad humana. Terruño de terruños, el defe es caldero de culturas cuyo origen es directa o indirectamente rural.

Delgada es la capa de asfalto que separa del México profundo a los chilangos imaginarios, como delgada es la capa de cultura urbana que recubre nuestra entrañable cultura rural. La imagen es socorrida pero cierta: en esta ciudad de ciudades con poco que escarbes encuentras huesos, tepalcates, monolitos, pirámides…; pero también consejas, leyendas, mitos ancestrales…

Las brujas de Parres que salen de noche a espantar cristianos y chupar criaturitas, despiden por las axilas una luz verde, como de semáforo. Eso me platica el taxista, un vecino de San Andrés, que tiene familia en El Guarda, como le sigue diciendo a Parres. “¿Baja a México?”, le había preguntado al abordarlo. Él abrió la puerta asintiendo y apenas subí se soltó hablando de las brujas del rumbo que además de aluzar verde son ahorrativas pues cuando salen con sus escobas a revolotear llevan sólo la parte superior del cuerpo.

Rústicas historias que aún se cuentan en los pueblos de Tlalpan pese a que allí son escasos los sembradíos y pocos hablan lengua. En cambio numerosos milpaltenses viven aún de las nopaleras y hace unos meses, en la inauguración de la Casa del Movimiento en Defensa de la Economía Popular, la maestra que nos recibió se soltó un discurso en náhuatl. Un poco más arriba, en San Pablo Oztotepec, donde Zapata tenía cuartel, se habla de Miliano, como de un vecino que se acaba de ausentar.

Y es que en las delegaciones del sur y el poniente aún se hace milpa. En cambio los vecinos del centro han sido por generaciones gente de banqueta. Lo que no impide que domingo a domingo los avecindados rurales llegados a México de toda la República, conviertan la aristocrática Alameda en bulliciosa plaza de pueblo donde van a echar novio o novia mientras celebran a los juglares, se emboban con los merolicos y comen tamales, huaraches, esquites o siquiera una nieve de limón.

Pero si caminas hasta el Zócalo, la patria de López Velarde deja paso al México ancestral: concheros renegridos bailando al ritmo del huehuetl y el teponaxtle, curanderos y yerberas que ramean y hacen limpias en medio de humos de copal.

La ciudad colonial con un centro reservado a los españoles y la ciudad porfirista vitrina del progreso afrancesado, le hacían feos a la indiada. Pero durante el siglo XX, tomada por inmigrantes provincianos muchos de ellos campesinos, la capital deviene congregación multicolor donde reverdecen el habla, los usos y el imaginario del México pueblerino. Diversidad entreverada donde la plebe y el mediopelo urbanos conviven en buen plan con el avecindado paisanaje rural, mientras la aristocracia del dinero se amuralla en fraccionamientos exclusivos: feudos rodeados por la otra ciudad: el defe prángana, la urbe irredenta del peladaje.

Con 500 automóviles por cada vaca, 300 por cada borrego y 14 por cada gallina, la capital es un ámbito netamente citadino donde apenas a uno de cada mil habitantes se le puede considerar rural. En cuanto a la economía, sólo cinco de cada mil chilangos se ocupa en el sector primario y sólo uno de cada mil pesos que se generan proviene de la agricultura. Y sin embargo el defe urbano depende vitalmente del defe rural.

Como sucede en el plano nacional, la minimización del campo chilango es un espejismo. Un espejismo peligroso pues lleva a subestimar la importancia de un territorio que ciertamente sólo ocupa al 0.5 por ciento de la población económicamente activa y sólo genera el 0.1 del producto interno bruto, pero del que dependen el aire, el agua y el clima de la metrópoli, así como su paisaje y su cultura.

En Xochimilco se siembran hortalizas, hay una cuenca lechera, y ahí y en Tláhuac se cultivan plantas de ornato, mientras que en Milpa Alta se produce nopal y en Tlalpan forraje. De estos módicos aprovechamientos agropecuarios, llama la atención el nopal, no sólo porque al generar ingresos anuales por alrededor de 500 millones es una actividad económicamente relevante, sino también porque documenta la capacidad de los pueblos del sur para resistir con relativo éxito la arrasadora expansión de la mancha urbana.

Y han resistido a la ciudad utilizando a la ciudad, no dándole la espalda en un impracticable ensimismamiento autárquico, sino aprovechando las “ventajas comparativas” que les dan sus condiciones agroecológicas y sobre todo su privilegiada ubicación junto a las ávidas fauces del monstruo.

Un cultivo ancestral de talante campesino, pues se siembra en pequeña escala, es intensivo en mano de obra y no demanda demasiados agroquímicos ha sido –con el mole de San Pedro Atocpan– la clave de la preservación del territorio y las formas de vida de la única delegación del sur donde los originarios siguen siendo mayoría. Y es que la fuerza de nuestras comunidades agrarias no proviene sólo del maíz, el autoconsumo y la autarquía, se finca también en la lucha por ofertar con prestancia su producción comercial. Así, los náhuatl de Milpa Alta hicieron del nopalverdura y de la insoslayable cohabitación con la megalópolis la piedra de toque de su excepcional resistencia a la asimilación y la aculturación.

Cuestión importante porque dramatiza la necesidad de redefinir la relación entre el México urbano y el México rural, la urgencia de un nuevo acuerdo entre la ciudad y el campo.

Para que los pueblos del sur puedan persistir y continuar siendo los guardianes del campo defeño y de los ecosistemas indispensables para la sobrevivencia de la capital, hace falta que los chilangos urbanos y los chilangos rurales lleguemos a un nuevo pacto. Un apalabramiento inédito por el que los capitalinos de banqueta nos comprometamos no sólo a pagar bien los nopales y el mole de Milpa Alta, también a reconocer, ponderar y retribuir las múltiples aportaciones ambientales, sociales y culturales de los polifónicos pueblos del sur. Porque el jardín milenario que son las chinampas de Xochimilco y Tláhuac, no sobrevivirá para siempre de la venta de plantas, verduras y servicios recreativos domingueros si no las reconocemos como tales y si no asumimos su preservación como asunto de Estado, como asunto de todos.

Los gobiernos derechistas del edomex se empeñan en jalar a su territorio el vórtice demográfico de la urbe induciendo el doblamiento irracional de los municipios conurbados. Que con su esmog y su estrés hídrico se lo coman. En cambio la capital gobernada por la izquierda debe trabajar en la preservación de la condición rural de la mayor parte de su territorio, debe trabajar por que el defe sea cada vez menos ciudad y más campo.