Editorial
Ver día anteriorLunes 22 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Detener la violencia
E

l asesinato del ex gobernador de Colima, Silverio Cavazos Ceballos, perpetrado ayer por la mañana, establece una nueva cota en el descontrol y la descomposición en que se encuentra el país, no sólo por la relevancia política de la víctima, sino también porque coloca de lleno a esa entidad del Pacífico como escenario de las confrontaciones violentas que azotan a otras regiones del territorio nacional.

Uno de los elementos insoslayables del contexto en el que ocurre el crimen es, por supuesto, la imparable violencia que día a día se cobra decenas de vidas, personas de variadas edades y condiciones sociales y económicas. Todas ellas inocentes en principio, de acuerdo con el postulado de presunción de inocencia que fundamenta la legislación penal del país. El otro es la inminente visita a Colima del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, prevista para mañana.

Si en el marco de una sociedad diezmada por la inseguridad el homicidio de Cavazos Ceballos es sólo uno más, tan condenable y exasperante como los cerca de 30 mil perpetrados del primero de diciembre de 2006 a la fecha, en la coyuntura política del momento constituye un mensaje inocultable de desafío al Estado, de control territorial por parte de la delincuencia y de impunidad.

A la luz de este atentado, de las frecuentes masacres de jóvenes, de las muestras de poderío delictivo –como los narcobloqueos efectuados ayer mismo, y por enésima vez, en Monterrey–, de los éxodos producidos por el asentamiento de grupos de sicarios en diversas partes de la franja fronteriza del norte, y del creciente número de atropellos contra la población de las fuerzas del orden policiales y militares supuestamente encargadas de hacer cumplir la legalidad y preservar la seguridad pública, es necesario reconocer que, por el camino actual, se corre el riesgo de perder lo que queda de normalidad en la república, y actuar en consecuencia.

Las peticiones abiertas o veladas del poder público a la sociedad para que ésta se acostumbre y se resigne a una perspectiva de violencia continuada son tan cínicas como inadmisibles, sobre todo si se toman en cuenta los múltiples indicios que apuntan a la imposibilidad de que el gobierno federal gane la guerra contra la delincuencia que él mismo decretó hace casi cuatro años.

En esta lógica, el esfuerzo básico y principal de las autoridades debe concentrarse en impedir los asesinatos, los levantones, los atropellos que todos los bandos cometen contra la población y la inseguridad, y no dentro de unos meses o dentro de unos años, sino de inmediato. De hecho, en los menguados márgenes de acción que le restan a la actual administración, difícilmente se puede demandar otra cosa, salvo una rectificación general y de fondo en dos terrenos: el de la política económica, cuyas consecuencias son, entre otras, el fortalecimiento de la delincuencia, y el de la estrategia de seguridad pública y reforzamiento del estado de derecho, la cual ha tenido como resultado el baño de sangre en que se debate el país. Es preciso empeñar todos los recursos necesarios para detenerlo, así sea porque cada nueva muerte violenta es una ratificación adicional del fracaso gubernamental en su guerra contra la delincuencia.