Opinión
Ver día anteriorDomingo 28 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Leer
H

ace algunos años tuve una experiencia excepcional. Durante siete días viví encerrada en una celda en la que no tenía otra cosa a la que dedicarme que a leer.

Referirme al sitio en que esto tuvo lugar no debe malentenderse, aunque ya no era una celda propiamente dicha, lo había sido siglos atrás. Ahora se había transformado en el departamento de un pintor y su esposa, que en una especie de comodato eran propietarios también del resto de la edificación que había sido cárcel, antes de ser manicomio y hasta convertirse, si no en el único, creo que en el primer Museo de Arte Abstracto en el mundo, éste, en la ciudad de Zacatecas, México. Y describirme ahí como encerrada tampoco debe interpretarse mal. El taller de grabado que forma parte de las actividades del museo había invitado a W, de quien soy pareja, a hacer un grabado en sus instalaciones, y los fundadores y dueños del museo, viejos amigos nuestros, durante nuestra estancia pusieron a nuestra disposición su departamento personal. W pasaba horas en el taller y yo lo esperaba en el domicilio temporal.

El encierro tampoco era tal en un sentido estricto, pero sí una condición voluntaria y, en aquellos momentos, confieso que incluso necesaria para mí. Yo había enviudado poco tiempo atrás y estaba pasando por una situación emocional delicada y, por más que pudiera abrir los candados de las rejas y salir a la calle, prefería, à la Bartleby, no hacerlo. Si he de sincerarme todavía más, de hecho me hice a la idea de que no podía abrir los candados y zafar las cadenas y salir, pues quedar encerrada o recluida era lo único que parecía reconfortarme. Salía, por supuesto, pero acompañada de W. En los alrededores, comprábamos fruta, pan y algo más de comer y beber, jugos, café, luego W seguía camino hacia el taller y yo regresaba a mi acogedora, a mi protectora celda, que me recibía luminosa, cálida y silenciosa, sin ninguna clase de amenaza, las condiciones ideales del lector y su lectura.

Para la duración de nuestra temporada yo había llevado para leer solamente un libro, pero se trataba de uno grueso, de unas 700 o quizás 800 páginas, de tipo pequeño y de formato regular, calculé que en el estado en que me encontraba, si acaso lograba leer, no iba a ser capaz de hacerlo mucho más. Pensé, aparte, que por idénticas razones se me facilitaría más concentrarme en un solo tema que en varios. Lo cierto es que esto, aunado a que esperaba que en esos momentos esa fuera la mejor lectura para mí, incluso benéfica, determinaron que el libro elegido fuera una biografía de Freud, la de Peter Gay. No diré que tal vez la zona más saludable de mi ser no hubiera pensado, también, que semejante lectura, en circunstancias menos críticas, seguramente no habría sido la más deseable de las lecturas a las que yo habría recurrido por gusto. Es decir, de haberme encontrado con mejor de ánimo sin duda me habría llevado algún otro de los libros que siempre había querido leer, pero que, por extensos o arduos en un sentido u otro, no me habría sido posible leer bien o por lo menos de una vez, de forma entregada y concentrada. ¡Son tantos! Y eran más en aquel momento. Pero pondré un par de ejemplos, Guerra y paz o Los miserables, para centrarme en lecturas literarias.

Es más, ahora que he recuperado mi bienestar emocional, con frecuencia sueño, dormida o despierta, con que la situación se diera para que W y yo pudiéramos volver a la celda de Zacatecas, de modo que mientras él grabara en el taller del museo yo leyera encerrada, encadenada, sin otra cosa a la que entregarme que a la lectura feliz. No que yo no me procure las condiciones ideales para leer sin interrupción todos los días, cuatro o cinco horas, lo hago y leo feliz. El cómo, el cuándo, el dónde, se encuentran, se forjan, se arrebatan, se consiguen, cada lector se las averigua y lucha y triunfa, a su modo y a su costo, para leer, leer. Así que no es eso a lo que me refiero. La celda de Zacatecas me dio algo más.

Anoche me dormí preguntándome qué pudo haber sido este algo más, y amanecí con la respuesta, pues, a manera de la coda del sueño que habré tenido, me repetía el lema latino de la primaria francesa en la que me alfabeticé o aprendí a leer y escribir, Veritas liberabis vobis. Que mejoré, como: La lectura te hará libre. Me ha hecho a mí.