Opinión
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Calidad de la muerte; otras reflexiones
S

e habla de calidad de vida. No se habla de calidad de muerte. La primera ha mejorado mucho en todos los países de-sarrollados y algo en las naciones pobres. Cuando se padecen enfermedades crónicas, o se es viejo, con frecuencia, la calidad de la muerte es, además de mala, vergüenza en la sociedad contemporánea.

La calidad de vida es un tópico frecuente. Se interesan en el tema los médicos por ser ése su oficio y leitmotiv de sus esfuerzos; los políticos para presumir sus logros y mentir cuando sea necesario, es decir, todos los días; los ciudadanos, porque vivir más y mejor, aun cuando es el deseo de la inmensa mayoría, no lo es de todos. Quienes ven la vida como un derecho y no como una obligación consideran que se debe fallecer con calidad. Cuando la muerte es inminente, la vida indigna y el sufrimiento insoportable es necesario hablar. Como lo hizo Tolstói.

En una conversación con Lev Tolstói aparecida en el periódico Rus, de Petesburgo, el 28 de julio de 1904, al referirse a la muerte reciente de Chéjov, el gran escritor comentó: “Vea usted, cuando estamos ante una tumba, y si queremos hablar, en absoluto recordamos cómo vivía el difunto y qué hacía… Queremos hablar de la muerte, y no de la vida. ¿Comprende? La muerte es un acontecimiento tan importante que, al contemplarla, pensamos ya no ‘cómo vivió’ la persona, sino ‘cómo murió’”. Tolstói entendía como pocos los significados de la vida: sus escritos desmenuzan los vericuetos más complejos del alma y desnudan las alegrías y las fracturas del oficio de vivir; ésa es la razón por la cual Tolstói consideraba que la muerte y su proceso eran tan importantes como la vida. Muchas divergencias, grandes reflexiones e incontables preguntas, tendría el pensador ruso si se asomase al indigno proceso de morir contemporáneo.

Hablar de calidad de vida y no de calidad de muerte encierra varias contradicciones. Es absurdo bregar por una buena vida y no continuar esos esfuerzos para construir una buena muerte. La calidad de la muerte debe emerger de la sabiduría de la calidad de la vida. Dignidad, control del dolor y compañía son algunos de los elementos indispensables para humanizar el proceso de muerte; gracias a ellos es posible proveer a los moribundos con los instrumentos necesarios para acomodar su vida a su muerte –¿o su muerte a su vida?

Preocupada por la ausencia de índices sobre la calidad de la muerte, la Lien Foundation, organización filantrópica afincada en Singapur, encargó a la revista británica The Economist efectuar un estudio sobre el tema. Hace unos meses, un suplemento, intitulado The Quality of Death. Ranking end-of-life care across the world (La calidad de la muerte. Clasificación de los cuidados hacia el final de la vida de un lado a otro del mundo) expuso las conclusiones de la investigación. Destaco algunas ideas y sugiero otras.

La medicina moderna y sus múltiples éxitos han caído en una trampa. En los países ricos hay cada vez más personas longevas, más pacientes víctimas de enfermedades crónicas, como diabetes, males del corazón o del pulmón y más portadores de procesos tan complejos como la enfermedad de Alzheimer o las demencias seniles. Aumentar la longevidad e impedir las muertes tempranas por enfermedades crónicas son logros de la medicina; lidiar con las secuelas del envejecimiento y de las enfermedades crónicas son retos muy complejos. Por primera vez en la historia de la humanidad las personas mayores de 65 años superan a los menores de cinco años. Ante esas realidades la calidad de la muerte es tema ineludible.

En los próximos años, sobre todo en los países desarrollados, los viejos y los enfermos crónicos aumentarán. El estudio, The Quality… calcula que en 2030, en el primer mundo, más de 75 por ciento de las muertes será a consecuencia de enfermedades crónicas. Esa población y los seniles enfermos requerirán atención de calidad hacia el final de la vida. Es moralmente inadecuado mejorar la calidad de la vida y no preocuparse por la calidad de la muerte.

Mejorar la calidad de la muerte implica, sobre todo en Occidente, modificar algunos de los propósitos de la medicina. En enfermos graves, sin esperanzas, en lugar de prevenir la muerte será menester ayudar –quitar el dolor– y acompañar –escuchar– a los enfermos. Para lograr esos propósitos es imperativo crear una nueva actitud de los médicos in útero. Es en las escuelas de medicina donde deben desarrollarse esas ideas; es en las aulas, con los jóvenes y frente a los primeros enfermos donde el dogma no escrito, pero vigente, de medicalizar la vida, debe ser sustituido por el contacto íntimo con el enfermo.

Crear una cultura colectiva donde pacientes y médicos dialoguen sobre el proceso de morir podría mejorar la calidad de la muerte en esos largos y penosos casos donde sufrir inútilmente sigue siendo cruda realidad.