Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de diciembre de 2010 Num: 823

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

México, tradición
y violencia

MARISOL SALMONES

Dos poemas
ANESTIS EVANGELOU

Óscar Hagerman, arquitecto
ELENA PONIATOWSKA

Demetrio Vallejo
en su centenario

ÓSCAR ALZAGA

Demetrio Vallejo,
ética y sindicalismo

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

La decepción
de los optimistas

BERNARDO BÁTIZ V.

Los pasos del
cine mexicano

RICARDO YÁÑEZ entrevista
con DANIEL GIMÉNEZ CACHO

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

La Otra Escena
MIGUEL ÁNGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Foto: Raúl Rodríguez Baut

Óscar Hagerman, arquitecto

Elena Poniatowska

Lo primero fue la silla. No la de Van Gogh, pero parecida porque las sillas honestas, las tradicionales, las puras se parecen entre sí. El arquitecto Óscar Hagerman se alejó de la arquitectura monumental, de las torres que perforan el cielo, de proyectos aterradores, de malls y conjuntos marcianos. En cambio, eligió una humilde silla de palo que le gustara a un campesino pero también a un príncipe Claus.

Hagerman, nacido en La Coruña en 1936, de ascendencia sueca, eligió trabajar entre los más pequeños, los que hacían ataúdes para difuntos en una cooperativa y ganaban tres centavos. Les regaló el diseño de la silla, que gustó tanto que recibió un premio del Instituto Mexicano de Comercio Exterior. En la cárcel de Tenango del Valle los presos tejieron el asiento de palma y así la silla se abarató aún más, y ahora se vende en todos lados, en las aceras, en los mercados, al borde de la carretera. Cientos de miles de estas sillas entraron a las casas más humildes y los mexicanos se sentaron en la noche alrededor del fuego, del relato, a comentar los sucesos del día, en el descanso bien ganado en una silla generosa que los recibía y los arrullaba. Cientos de miles de mexicanos vivieron de la fabricación de esta silla que ahora es parte de nuestra vida cotidiana.


Silla Jiquipilas. Producida por Cooperativas de Carpinteros en Chiapas


Sistema de sillas para salas Náhuatl. Producidas por Cooperativas en Zautla, Puebla


Silla Vicente Guerrero chica. Producida por Cooperativas en Vicente Guerrero, Chiapas

Modesto, a Óscar le interesó el mobiliario porque sintió que era la más pequeña de las arquitecturas. En los cincuenta, la carrera de diseño apenas empezaba en la Universidad de México.

Óscar Hagerman es a la arquitectura lo que John Berger a la literatura: esencial. Desde que se recibió como arquitecto de la Facultad de Arquitectura de su queridísima UNAM, se unió a los que están cerca de la tierra y viven de ella, es decir, a los más pobres. Óscar Hagerman vino a México cuando tenía quince años, después de una larga estancia en Cuba. Olvidó su parte escandinava, pero eso no quita que haya viajado varias veces a Suecia, la patria de su apellido: Hagerman.

En México, la silla cambió su vida porque lo acercó a los que nada tienen. Descubrió entonces que lo que quería era compartir su vida, sentarse junto a ellos, calentarse las manos frente a su fuego, guardar su silencio o hablar despacio de los sucesos del día, adquirir su ritmo y no el de la ciudad más grande del mundo, México. No tuvo miedo a trabajar en situaciones difíciles. Tampoco le tuvo miedo a la injusticia y a la pobreza. Para él la arquitectura no fue una forma sino un servicio. Encontró en el campo la paz que no le daban las atestadas calles de la capital, la ambición mercantilista de anuncios y celebridades. El barro, la madera, la palma, las hojas de los árboles son sus materiales. El hierro, el aluminio, el polietileno, el plástico nada tienen que ver con su entrega a los demás. Porque Óscar Hagerman es un hombre entregado sobre todo a los indígenas, los olvidados de siempre, los que viven en la sierra, los que no tienen agua ni luz, y acarrean leña sobre su espalda para calentarse.

Los indígenas de Chiapas, de Puebla, de Jalisco, de Oaxaca, de Guerrero son su familia, la tierra de su tierra, la madera de su árbol de la vida, el agua salada de sus lágrimas, la blancura de su risa. También lo son sus miles de alumnos universitarios a quienes les ha enseñado la armonía del diseño industrial. Sus dibujos tienen voz y, a veces, en medio de la noche, cantan como cantó la casa de Mariana Yampolsky, la gran fotógrafa con quién viajó por todo la República para ver cómo era la vivienda rural hecha con los materiales que da la tierra.

Según Hagerman, la arquitectura debe ser un canto a la vida, el canto de los que la habitan, porque lo más hermoso es que el proyecto salga de la gente.

“En Diseño Industrial –dice Óscar– nos enseñan a buscar formas originales, pero la riqueza más grande es hacer un mundo que le pertenezca a la gente y lo sientan suyo, porque eso es lo que da felicidad. Si tu casa no tiene que ver contigo no es nada. En la escuela debería de haber una materia que nos enseñara cómo relacionarnos, cómo comprender lo que la gente necesita, y para eso hay que aprender a escuchar. Los proyectos no están nunca solos, siempre tienen un entorno, los acompaña un paisaje, una situación económica, una cultura, las costumbres de cada gente. Creo que he sido un arquitecto muy feliz, y esto es lo mejor que le puede pasar a uno en su trabajo profesional.”

El arquitecto Óscar Hagerman construye escuelas, hospitales, maternidades, albergues, viviendas, puentes, muebles para niños y para adultos, y diseña objetos diversos: cajas, marcos para que carpinteros, alfareros, costureras y otros artesanos puedan mejorar su vida.

Óscar Hagerman es un hombre que camina. Extiende sus ramas de árbol y abraza como la tierra. Se cubre de lodo y recibe en el campo la lluvia del cielo. (Dos veces ya, corrió el riesgo de morir de pulmonía). Habla con los indígenas que descubren los secretos de la naturaleza. Nadie conoce mejor que él el valor de la piedra y de la paja. Hace casi cincuenta años que se dedica a las comunidades indígenas y es el arquitecto más sabio de México. Trabaja con lentitud, porque nunca hay dinero más que para levantar un cuarto tras otro y Óscar jamás cobra su trabajo. Hombre asoleado por todos los soles de México, sabe mejor que nadie que el sol es la cobija de los pobres.

El caso del arquitecto Óscar Hagerman es muy distinto, porque Óscar se lanzó a lo grande a través de lo más pequeño. Se acercó a otro tipo de gigantes, a los que cada día sobreviven. No pretendió levantar las Torres Gemelas (que miren lo que les pasó en 2001), ni siquiera la Torre Latinoamericana de Leonardo Zeevaert y Augusto H. Álvarez que se inauguró en 1956, sino que al salir de la UNAM, de la que ahora es un maestro muy bien amado, fue a ver qué es lo que necesitaban en Ciudad Netzahualcoyotl, entonces una de las colonias más pobres de Ciudad de México. Allí se fue derechito a lo más humilde. ¿Qué es lo que hacemos todos, burócratas o no, artesanos o no, trabajadores o no, arquitectos o no, maestros o no, escritores o no; qué es lo que más hacemos durante todo el día? Sentarnos para leer, sentarnos para dibujar, sentarnos para escribir, sentarnos para diseñar, sentarnos para tocar el violín, sentarnos para amamantar al hijo, sentarnos para escuchar, sentarnos para la más elemental de nuestras actividades, sentarnos para comer. Por eso, lo primero para Óscar Hagerman fue la silla. En la cooperativa de trabajadores Emiliano Zapata que hacía cajones de muerto, ataúdes, mejor dicho –y ganaban muy poco, porque en México son muy pocos los que tienen la fortuna que cuesta enterrar a su muerto–, Óscar Hagerman se apareció con una silla. Les hizo varios diseños de mobiliario durante seis años, y no sólo eso, sino que les ayudó a conseguir proveedores, cuidar su maquinaria y a encontrar clientes. Hizo diseños de casi todas las piezas de una casa, comedor, sala, recámara, pero la silla fue la providencial, la que recibió el premio del Instituto Mexicano de Comercio Exterior, la que hizo que los artesanos vinieran de Opopeo, Michoacán. “¡Qué silla tan a toda madre!”, y empezaron a producirla en su pueblo, en el que hay muchos talleres de carpintería. Llevaron la estructura de madera a Tenango del Valle y ahí, en la cárcel, los presos tejieron el asiento de palma y así consiguieron costos más bajos. Así surgió la silla de Jiquipillas, la de las cooperativas de Carpinteros en Chiapas, y la silla de Vicente Guerrero, Chiapas, y la silla Maya, y Óscar sentó a los mexicanos más pobres en la silla tradicional, en la silla de palo que se ve en los pueblos, esa silla barata de pino de a 35 o 40 pesos, la silla que usan los campesinos y les gusta tener en su casa, y les gusta sacar en la tarde frente a su casa para ver quién pasa, para ver “cómo se pasa la vida/ y cómo se viene la muerte/ tan callando”.

Óscar pensó en la silla del cuadro de Van Gogh que es la más conmovedora de las sillas del planeta Tierra, pero quiso que fuera cómoda y pensó mucho en cómo hacerle para que a nadie le dolieran con las que nos sentamos. Pendiente de cada uno de los pasos de su fabricación, que fue muy sencilla de hacer. Los artesanos la copiaron y la empezaron a vender en todos lados, en las banquetas, en los mercados, en las carreteras. Vendían cientos de miles de estas sillas.


Casa Carmen Magallón. Tepoztlán, Morelos

“Siempre he pensado que esta silla tuvo esa aceptación tan grande porque partí de la silla popular, que ya existía entre la gente y usaban. Cuando la gente la vio, la reconoció y la adoptó como suya, y durante cinco años los talleres de Opopeo, Michoacán, produjeron muchísimas sillas; era la pieza que más producían y vendían más fácilmente.”

Así como Óscar escogió lo más cotidiano, se acercó también a la vida de los que nada tienen, los campesinos que salen a trabajar con el sol y se duermen a la hora en que se va la luz y, por lo tanto, están mucho más cerca de la tierra y de su nobleza. Más que otros arquitectos, Hagerman sabe que la casa, por más pobre que sea, es un recinto sagrado y un lugar de encuentro y de reconocimiento entre los miembros de la familia. “¿Qué tal te fue hoy?” Es el inicio de la comunicación y de la relación familiar. Sólo Juan Rulfo en alguna entrevista me aseguró que en su familia nadie hablaba a la hora de comer.

Óscar Hagerman lo sabe todo acerca de la teja grande, la teja madrina, la que termina la casa y la inaugura para sus vividores. También sabe que los campesinos suelen enterrar debajo del fogón granos de maíz y de cacao para que la comida no falte.

“Desde que salí de la escuela me interesó mucho el mobiliario, porque sentía que era la más pequeña de las arquitecturas, me metí a la cooperativa de carpintero; mis primeros trabajos fueron de diseño, en aquel entonces estaba empezando la carrera de diseño en México.”


Escuela Secundaria, Guaquitepec, Chiapas

Alguna vez viajé con Óscar y Doris Hagerman a ver a los huicholes y, después de tomar una avioneta que sobrevoló el precipicio, llegamos a San Miguel Huestita. Lo que más me gustó fue el respeto con que Óscar trataba a toda la gente, niños y ancianos, y cómo al atardecer unas niñas de enaguas muy amponas se pusieron a jugar voleibol; giraban sobre sí mismas y parecían flores caídas del cielo, rojas, amarillas, azules. Se veían felices. Recuerdo que en la noche, Óscar compró una lata de sardinas y consiguió unas cuantas tortillas. El cariño con el que las partió a la mitad y nos las dio a cada quien, con su cuartito de sardina, me hizo quererlo, y más aún cuando preguntó: “¿Y a quién le vamos a dar el aceitito?” Claro que le tocó a un niño que miraba la tierra como para que no le vieran el hambre en los ojos, pero la forma de repartición de panes de Hagerman fue un ejemplo para mí de rito y de dádiva, cosa que ya no es frecuente en nuestro país en el que se han perdido, no sólo las tradiciones, sino el mirarse a los ojos para adivinar la necesidad del otro.

Los proyectos que se hacen en los pueblos de escasos recursos requieren de mucha rapidez. Hay que emplear el dinero inmediatamente y organizar el espacio con los materiales a la mano, sobre todo conservar los materiales del pasado, pero sin tener miedo a las técnicas que se adoptan en la actualidad. Óscar construyó una clínica en Acteal, al lado de la iglesia donde el 22 de diciembre de 1997 asesinaron a cuarenta y cinco personas: un bebé, catorce niños, veintiún mujeres y nueve hombres. Los chiapanecos le dijeron: “Queremos conservar la iglesia como un testimonio de nuestra historia, por lo tanto vamos a levantar la clínica al lado.” A Óscar le dio un shock de que quisieran construir algo en un lugar donde se había derramado su sangre.


Escuela Secundaria Guaquitepec, Chiapas,
Aulas de Madera


Casa Margarita, colonia Santiago, Tepoztlán, Morelos


Aulas de la Universidad Mixe en Jaltepec, Oaxaca


Escuela Secundaria San Miguel Tzinacapan, Puebla


Escuela prefabricada Tomás Moro

Óscar y Doris montaron un hotelito ecológico en Cuetzalan, para que lo manejaran cuarenta artesanas indígenas nahuatl. Los vecinos cerraron la entrada del hotel, porque ¿cómo era posible que unas indígenas fueran dueñas de un hotel? La población mestiza a veces es muy dura con los indígenas, los desprecia. Tuvieron que comprar un terreno para hacer una entrada por otro lado.

También en la Tarahumara. Óscar Hagerman hizo una secundaria de muros de adobe y ha trabajado muchos proyectos con el Centro de Estudios para el Desarrollo Rural, y Óscar y Doris están muy orgullosos de trabajar con ellos, desde hace más de treinta años, y promueve un pequeño banco comunitario, cooperativas, centros recreativos para los niños, bibliotecas, salones de clase, talleres de cerámica. Lladró, en España, dio dinero para hacer un centro de alfareros en un pueblo que tiene mil 500 productores de alfarería. Lo que es muy hermoso como profesionista es dar preferencia a los problemas más grandes en los que intervienen médicos y arquitectos.

Óscar también trabajó con Mariana Yampolsky durante muchos años y recorrió la República, desde Coahuila, con los kikapúes, hasta el sur de Chiapas y Mérida. Cuando Mariana y él veían una casa que les llamaba la atención, se detenían a hablar con la gente, y le preguntaban qué les gustaba y qué no les gustaba de su casa, y las mujeres, los niños, los ancianos, les contaban no sólo de la casa sino de sus penas, los hijos en Estados Unidos, lo difícil que es conseguir recursos para vivir, e hicieron cientos de amigos porque después de unos días a Mariana y a Óscar los consideraban parte de la familia. Sentados en la cama, los niños llegaban también a platicar durante horas. Mariana tomaba unas fotos, Óscar otras. Como el arquitecto que es, Óscar hacía apuntes de la casa para levantar después los planos, las maquetas y así, a base de entrevistas y largas pláticas al atardecer, lograron conocer a la gente y montar la exposición Casas acariciadoras, que es una frase de los mismos campesinos. Un campesino en Punta Mita, Nayarit le dijo a Óscar: “Mi casa es acariciadora.” En ella se sentía bien porque el viento pasaba a través de ella y lo acariciaba. Allí habían nacido sus hijos, allí su hogar recibía las buenas vibras del sol, del aire, de la lluvia y de los visitantes ocasionales.

De que Óscar Hagerman es un filósofo no cabe la menor duda. Le encanta la frase que Edward James escribió a propósito de su bosque surrealista en Xilitla, cerca de San Luis Potosí: “Mí casa tiene alas y a veces en medio de la noche canta.” La arquitectura de Óscar Hagerman ofrece alas a quienes se les dificulta salir por la ventana, y les hace emprender vuelos inesperados en los que crecen mundos también inesperados, mundos de imaginación, de poesía, de esperanza y de posibilidades que sólo se dan gracias a la visión de un hombre para quien la bondad y la generosidad son piedras de toque en la construcción de eso tan misterioso, a lo que todos aspiramos, y que se llama alma.


Cajas, producidas por Cooperativa de Mujeres en San Andrés Yahuitlalpan, Puebla

Hay arquitectos que son un poco campesinos y Óscar es uno de los que siguen el movimiento del sol y sabe cuándo sembrar, cuándo cosechar, y ejerce la arquitectura como un rito, una religión, es decir, comulga con la naturaleza, como comulgan los campesinos con el sol al que consideran su cobija. Al hacerlo, unen la tierra al cielo. Óscar es en sí mismo una capilla abierta, un atrio, el centro de su familia, la lámpara votiva, la taza, la sopa de pollo, y cuando veo a Doris y a Óscar pienso en dos verdes magueyes, dos pencas para el techo de la casa del hombre.