Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de diciembre de 2010 Num: 823

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

México, tradición
y violencia

MARISOL SALMONES

Dos poemas
ANESTIS EVANGELOU

Óscar Hagerman, arquitecto
ELENA PONIATOWSKA

Demetrio Vallejo
en su centenario

ÓSCAR ALZAGA

Demetrio Vallejo,
ética y sindicalismo

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

La decepción
de los optimistas

BERNARDO BÁTIZ V.

Los pasos del
cine mexicano

RICARDO YÁÑEZ entrevista
con DANIEL GIMÉNEZ CACHO

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

La Otra Escena
MIGUEL ÁNGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Niñez para siempre

Una particularidad que me llama la atención de la cultura pop (hay una gran diferencia entre ésta y la cultura popular) es la insistencia en ensalzar la conducta adolescente a lo largo de la vida. Esta visión está ciega frente a la inmadurez natural de los jóvenes: la insolencia agresiva de los juniors, la melancolía negra de los domingos juveniles o el llorón protagonismo de las muchachitas educadas mirando los berrinches que infestan los reality shows.

En el omnipresente léxico de la publicidad, fresco, nuevo y juvenil se asocian a dinámico, radiante, atractivo. Los tormentos de la adolescencia se ignoran: en el mundo de los anuncios y las revistas del corazón, en el que tener dieciocho años es la panacea, no existe la indignación que sentimos al descubrir, por primera vez, la naturaleza cruel de las cosas, ni el suicidio de Werther, ni la muerte de Romeo y Julieta. Ser joven es, exclusivamente, chido.

El deseo de ser joven siempre es universal. Hay quien no se resignó a envejecer y cometió crímenes horribles para lograrlo. La condesa húngara Erzebeth Bathory mató a cientos de jóvenes campesinas para bañarse con su sangre y así preservar su belleza. Me alegra escribir que murió vieja, emparedada en un muro de su castillo; que los carceleros sólo tenían espacio para darle la porción de comida que la mantenía con vida y que ella sólo podía asomar la mirada a través de una ranura. Lamento informar que no tenía un espejo para ver el correr del tiempo sobre su cuerpo. No hay justicia.

Según yo, ni la infancia ni la juventud son idílicas. Muchos las recordamos con una óptica distinta a la de la cultura pop a la que me refiero: la infancia, como una etapa incómoda, en la que desde lavarse las manos en el lavabo, hasta subir al camión eran arduos ejercicios, pues el mundo está diseñado para los adultos. La vida era una mezcla de gozo, aburrimiento y terror. El tiempo era lento: en el atardecer de mi cumpleaños me preocupaba porque estaba a punto de comenzar el año de espera para el que le seguía. Un año para el próximo pastel. Porque claro, era materialista. Quería juguetes –mis Horripicosas Reptantes me importaban más que cualquier cualidad espiritual–, dulces, libros, tenis. Una piñata con forma de Ultramán.

La mirada de la infancia es, sí, un cristal reluciente. El mundo se renueva: hasta lo más decrépito se restaura bajo la mirada de un niño. Todo daba miedo o inspiraba amor. Debajo de mi cama había una colonia de monstruos: alados, peludos y dientones, que esperaban el momento en que mi madre apagaba la luz para tratar de subirse por la colcha. El mundo estaba infestado de perros ladradores, monjas malévolas y robachicos. Las desavenencias con mis amigas dolían mucho. La escuela, un tormento. Y no podía expresar nada.

A diferencia de los adultos, los niños no pueden llegar a su casa y decirle al pariente que le abre la puerta: “Tuve un día asqueroso. Explicaron los quebrados y no entendí. Me sentí una idiota. Se notaba que la maestra estaba pensando: Murguía es una babosa. Estoy harta. Me dan ganas de no volver. Sírveme un tequilita, ¿no? Así me aliviano”, mientras encienden un cigarro.

Los jóvenes medio pueden. Pero les cuesta trabajo ir más allá de la queja, porque solucionar, entender, gobernarse, eso, me temo, es terreno de los adultos. Por eso me gusta ser adulto. Estoy más consciente de mi mortalidad, así como de la ajena; de la fragilidad de la vida, de la precariedad de la alegría, de lo efímero. Y no me tomo tan en serio, aunque hay cosas que tomo más en serio que nunca. No está mal.

Por eso no entiendo por qué tanta gente se doblega ante la infantilización que se nos impone. ¿Por qué adultos que a veces peinan canas hablan de sus contemporáneas y se refieren a ellas como “niñas”? “Esa niña es tremenda”, dicen de una cuarentona divorciada. “Es un niño padrísimo”, dicen de un tipo con tres hijos que no paga la colegiatura y se va de pachanga en cuanto puede. Que se porta como un niño.

Me basta mirar en una fotografía a un niño africano, hombre antes de tiempo, calzado con botas demasiado grandes y la mano apoyada en el cañón de una escopeta, para confirmar lo que ya sospecho: uno es un adulto que finge ser un niño, el otro es un niño que vive como un adulto. Hacerse el tonto no rejuvenece.

No sé si estos dos polos tienen relación, pero la foto duplica mi impaciencia con “los niños padrísimos”