Opinión
Ver día anteriorLunes 13 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Recobrar el sentido
C

ancún era la última llamada… y fracasó. Podemos aún sacar provecho del episodio si nos atrevemos a derivar de él las lecciones pertinentes: dejar de pedir peras al olmo y pretender que somos Dios.

Hace 20 años los ambientalistas forzaron a Naciones Unidas a organizar la Cumbre de la Tierra. Se congregaron en Río, en 1992, 120 jefes de Estado, ocho mil delegados oficiales y un sinfín de ecologistas y periodistas. Una imagen trató de captar el resultado: la función de teatro siguió adelante mientras el Titanic se hundía. La conferencia, como señaló oportunamente The Ecologist, afianzó la mitología ecológica dominante, hizo visibles los intereses creados que impiden aliviar los males actuales y puso la Iglesia en manos de Lutero. Tras llegar a la cumbre, todo camino es descenso, observó entonces Juan José Consejo, uno de los más reconocidos ecologistas mexicanos. Era una advertencia y un recuento. Advirtió a los ecologistas interesados en patrones de vida más sensatos que seguir empleando el emblema que los unía podría llevar agua a un molino que ya no era el suyo. Y mostró que muchas políticas y acciones que pretenden cuidar la ecología la destruyen.

No aprendimos lo suficiente. Seguimos mirando hacia arriba. Kyoto era un paso tímido en la dirección correcta, pero nunca consiguió cabalmente su propósito. Hubo en Cochabamba, en la Cumbre de los Pueblos, propuestas sumamente interesantes, pero Cancún no las tomó en cuenta ni pudo superar el fracaso de Copenhague. Como señaló Vía Campesina, hubiera sido preferible no tener acuerdo alguno a conseguir uno tan malo.

Como es costumbre, se realizó en paralelo a la conferencia oficial otra reunión: el Foro Internacional por la Justicia Climática, convocado por cientos de organizaciones. Su Declaración de Cancún es un documento más valioso que el torrente retórico de la conferencia, pero su contenido es ambiguo. Su lema, Cambiemos el sistema, no el planeta, pone el dedo en la llaga. La declaración desnuda el carácter de las propuestas oficiales, encerradas en el ecologismo de mercado, y muestra cómo producirán lo contrario de lo que pretenden. Hace propuestas sensatas: abandonar el desarrollismo, establecer límites, concentrarse en los espacios locales, recuperar tradiciones válidas. Todo esto, sin embargo, sigue atrapado en la mentalidad dominante: se cuelga aún de los aparatos institucionales y de la trampa intelectual y política del diagnóstico, un carapacho que funciona como lápida de nuestros sueños de transformación.

Afirmar o negar el cambio climático implica que conocemos bien el planeta, sabemos cómo reacciona y disponemos de los remedios técnicos apropiados. Puro disparate. Soberbia insoportable.

Seguir confiando en las instituciones significa actuar contra toda experiencia y concentrar la energía en el lugar equivocado. Hay luchas que librar, sin duda. Celebremos, por ejemplo, la que llevó al recién firmado acuerdo de Nagoya, en que 193 miembros de Naciones Unidas crearon una moratoria de hecho contra proyectos y aventuras de geoingeniería y condenaron todo intento de manipular el termostato planetario. Pero hemos de hacerlo sin rendir nuestra voluntad a los administradores gubernamentales del capital, que seguirán dedicados a la protección de sus privilegios.

Las formulaciones dominantes, epistemológicamente frágiles, conducen a la parálisis. Aunque Evos Morales gobernaran en todo el planeta, no podrían arreglarlo. Hasta los gobiernos más majestuosos están en manos de mortales ordinarios, y todos se hallan entrampados en entresijos burocráticos y tejidos de intereses que atan manos, cabezas y voluntades hasta de los más ilustres.

Necesitamos dar suelo social y político a nuestras hipótesis, para encontrarnos hacia abajo y a la izquierda en la realidad de la transformación necesaria. Por ejemplo:

No debemos generar basura. Más que reciclarla, necesitamos desde rechazar empaques de plástico hasta abandonar el retrete inglés, un hábito pernicioso que consume 40 por ciento del agua disponible para uso doméstico y genera un coctel venenoso que contamina todo a su paso.

En vez de movernos como locos en vehículos contaminantes, debemos recuperar la automovilidad de las piernas, a pie o en bicicleta. Eso es vivir de otra manera, en otro sistema, como lo es comer, beber, vestir, habitar… con sensatez.

Los ejemplos son interminables. Si formulamos en esos términos las cuestiones urgentes, enfrentarlas está en nuestras manos, no en las de instancias globales que nunca harán lo que se requiere… ni pueden ser Dios, aunque lo pretendan.

Ha llegado la hora de cambiar el sistema, no el planeta, como se dijo en Cancún. Eso depende de nosotros, no de quienes derivan de él dignidad e ingreso. Quienes salían de Cancún, observó Leonardo Boff, iban muy descontentos con el resultado, pero decididos al fin a tomar el asunto en sus manos.