Opinión
Ver día anteriorSábado 18 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Adam Rubalcava, caminante
E

scuché hablar de Cristina Rubalcava cuando llegué a París en 1975. Formaba parte del París mexicano de la época: Carlos Fuentes y Silvia Lemus, Alberto Gironella y Carmen Parra, Juan Soriano, muy pronto acompañado por Marek Keller, Pedro Coronel, aún con Rejane, Sergio Pitol, quien albergaba un rubio escapado de Polonia, de nombre Piotrek, Mariano Flores Castro y Daniel Leyva, y, desde luego, José Luis Cuevas y Bertha Riestra, instalados en el castillo de La Renaudière con sus tres hijas y la nana Lupe. Aún no llegaban a París las Elenas, Garro y Paz, y tantos otros.

Cristina recibía en su departamento, con vista al Arco del Triunfo. De esas cenas, ella misma plasmó en grandes óleos su testimonio. Daba gusto, un verdadero juego, reconocer los rostros, identificar a Botero, quien en parte la inició en la pintura, como a otras figuras del arte y la política. Era ya evidente que Rubalcava sabe atrapar los rasgos que hacen reconocible a una persona, esa esencia aparente y evasiva, insondable y epifánica, que posee cada ser único. Pero Cristina también sabe caricaturizar a sus retratados. Una o dos pinceladas le bastan para revelar el carácter más secreto de tal o cual, imaginarles gestos diferentes, ponerlos en épocas y situaciones distintas, para descubrir facetas ocultas de uno y otra.

La artista ha representado amigos y conocidos, en fiestas, mercados, ferias, circos, banquetes, al lado de los personajes más disímiles, vivos o muertos, legendarios o históricos, calacas, catrinas, diablos, narcos, guerrilleros, banqueros, huelguistas, cantantes de corridos, mariachis, políticos, generales, soldados rasos. En varios cuadros, aparece la Virgen de Guadalupe –expuestos en la catedral de París, Notre-Dame, el 12 de diciembre de años pasados. Vivos y muertos, ficticios o reales, sus personajes, pintados con humor, a veces con ironía, nunca con sarcasmo, forman la sociedad mexicana con sus tradiciones, sus mitos, sus dioses, su Virgen. Figuras que no cesan de moverse y bailotean riéndose de la calaca, desafiando su destino.

Cristina se apropia con burla y maestría estilos distintos de la pintura mexicana y europea, trastrocando por ejemplo el Déjeuneur sur l’herbe de Monet, donde la mujer, ella misma sin duda, es la que está vestida y los hombres los desnudos. Esa burla amigable que descubrí en sus ojos desde la primera vez que la vi: sus iris bailotean sin cesar, de una orilla a otra del ojo, con el desparpajo y la coquetería de las creaturas que respiran en sus cuadros.

Vi a Cristina Rubalcava hace unos días, antes de que saliera a Barcelona para presentar sus obras en el Museo Diocesano. Fue en la Casa de México de la Cité Universitaire, donde tiene lugar una exposición de fotografías de su padre, Adam Rubalcava (1892-1983). De este hombre, yo sabía que caminó todo México de un extremo a otro, que atravesó Europa y Asia a pie. Motivos suficientes de admiración. Ignoraba, como Cristina, que tomó innumerables fotos durante estas caminatas por aldeas, montañas, senderos, callejuelas de tres continentes. En efecto, hace unos cuantos meses, Cristina recibió de sus hermanos cajas con los cientos de negativos, en orden, fechados, con la indicación precisa del lugar que captó con su cámara. En otras cajas, su correspondencia con Gorostiza, Villaurrutia, poetas y escritores de varias generaciones de México y de España, con artistas, periodistas, compositores.

Las fotografías expuestas, reveladas por Cristina, son notables. Una de ellas, una joven de espaldas, con su larga trenza, sentada a una mesa, frente a un muro de libros, me evocó, a causa de la luz que brota de la penumbra de la foto, la pintura de Georges de La Tour: de la oscuridad emerge la llama de una vela. Me trajo también a la memoria una tela de Vermeer: una mujer, de pie, frente a la luz de una ventana, lee una carta en una de las pinturas más enigmáticas. Sorprenderse de ser es, quizás, tan misterioso como ser.