Opinión
Ver día anteriorDomingo 19 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

De milagreros, tientas de luces y otros excesos

C

uando calificamos a México, o lo que de él va quedando, como el país taurino más tonto del mundo, nos referimos a las múltiples desviaciones sufridas por su fiesta de toros, no sólo por cuenta de los nefastos taurinos, tan autorregulados como intocables, sino como efecto de la enajenación creciente de la sociedad mexicana en general y la ceguera de las élites político-económicas que la enajenan y explotan sistemáticamente.

Este aturdimiento colectivo a través de inseguridad, consumismo y cotidiano bombardeo mediático de violencias y crueldades verdaderas, este socavar los sentidos y la racionalidad a cambio de la frivolización en todos los ámbitos, desde las lecturas de locutores hasta los discursos políticos, pasando por los sermones y las aulas, ya no deja espacio para la comprensión y valoración de una faena en pleno espectáculo taurino, ni al público, ni a la crítica, ni a la autoridad. Se requiere una dosis de autoestima y de sensibilidad educada, así como el hábito de la reflexión.

Consecuencia lógica de un estado fallido y mentiroso, excepto en su entreguismo, es la absurda y humillante política de los empresarios de servir, desde hace varias décadas, novillones mansos e incluso manipulados de sus astas, a las figuras que anualmente importan, tras haber toreado 80, 90 o más de un centenar de corridas en la temporada europea, en tanto que al grueso de los toreros locales y a los extranjeros que no son figuras les imponen encierros hechos y derechos, con edad y trapío, cuando en muchos casos no traen en el año ni cinco corridas toreadas.

Sebastián Castella, pudiendo haber sido excepción –exigir el auténtico toro, no sólo dinero– por su juventud, personalidad, nivel de tauromaquia, rodaje en cosos de Europa y origen francés, no ha hecho sino aprovechar los singulares criterios de los empresarios mexicanos –toro chico y billete grande para los de fuera– e imitar a sus colegas españoles en cuanto al aprovechamiento de un país taurino desinformado y acrítico, pero ávido de excitación a cambio de lo que paga.

Devaluado hace décadas el coso de Insurgentes, tanto por el ganado que allí se lidia como por el criterio festivalero para soltar orejas y la escasa o nula formación taurina del público que todavía asiste, no es de extrañar que precisamente en su día, la virgen, amorosa siempre con sus hijos más pequeños, iluminara el corazón de casi todos los presentes en la sexta corrida y tras el enésimo desfile de mansos permitiera un tierno torito de regalo –Guadalupano, de Teófilo Gómez– para regocijo del devoto diestro francés, de una asamblea de beata candidez, de un indulgente juez y de una empresa que derrocha estolidez.

Y el milagro se produjo. Hecha a un lado la emoción única que provoca la bravura, pues en estos tiempos de tauromaquia desechable importa más el júbilo a base de docilidad repetidora de novillones criados en establo pero bendecidos por la señora Guadalupe, como fervorosamente la llama Sebastián Castella –28 años de edad, 10 de alternativa y 70 corridas toreadas esta temporada europea–, quien desplegó una bonita sucesión de muletazos por ambos lados y los consabidos de pecho ante un torillo que, como todo bendecido que se respete, sacó fuerzas de flaqueza –rodó por la arena 4 o 5 veces, no obstante que no fue picado– para conservar una fe ciega y una candorosa embestida en la experimentada muleta.

Las hombradas se dejan para cosos europeos o del mundo antiguo como diría el neocolonialista Francis Wolff, donde los toreros son obligados a jugarse el pellejo ante reses con edad, bravura y trapío hasta convertirse, unos cuantos, en figuras. Al nuevo mundo, dependiente a perpetuidad, vienen luego esas figuras a tentar de luces –salvo tomasianos descuidos– astados de entra y sal, sin edad, trapío ni bravura, pero con embestida de vaca de tienta, suave y por todos lados. El nuevo prodigio concluyó cuando un extasiado público exigió el indulto del bondadoso animal, un deficiente estoqueador lo secundó y un compasivo juez lo concedió, para complacencia de una empresa sin respeto por la dignidad del toro. ¡Paso al cinismo piadoso!