Opinión
Ver día anteriorLunes 20 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estamos de película
L

a situación no nos la inventamos los mexicanos. Hace rato que la veníamos avistando (padeciendo), pero ahora estalla a nuestros ojos, y el pasmo se diluye en balbuceos. Apatzingán, la última bomba de tiempo, tronó incendiando Michoacán. De por sí se contaba entre las bombas larvadas estos años: Monterrey, Ciudad Mier, Las Palomas, Cuernavaca, Huixquilucan, Manzanillo, Cancún, Gómez Palacio, Torreón, Tapachula. Se suman a los viejos clásicos de la descomposición: Juárez, Tijuana, Acapulco, Culiacán. Atravesamos una guerra extendida y sin cuarteles en la que para infortunio de la población nunca se sabe quién es quién.

Poco extraña entonces que el cine estadunidense, propenso a estereotipos y la falsa, o no tan falsa, buena conciencia, lleve rato fabulando a su modo la creciente inhumanidad en franjas importantes de mexicanos. Semos sicarios, violadores, secuestradores, carniceros, reinas del Pacífico, piratas, defraudadores, putas malas, políticos usurpadores, y la de cajón: policías corruptos. Así, cómo quejarnos de Machete (Ethan Maniquis y Robert Rodríguez, 2010: They fucked with the wrong mexican), ni de que el público ría en sus momentos más horribles, que son muchos. No muy distintas son las risas (dicen que nerviosas) en las salas ante la violencia granguiñolesca de El infierno (2010), el nuevo sello sexenal de Luis Estrada. ¿Se imponen un grosor cínico, el atávico fatalismo de las calaveras de Posada? ¿Desahogo? ¿Vicario sustituto de la rebeldía? La corrupción somos todos/los mexicanos somos un desmadre/¿de a cómo nos arreglamos?

Las indudables buenas intenciones de Verdades que matan (Bordertown, Gregory Nava, 2006) naufragaban en el sentimentalismo autocomplaciente, desperdiciando un reparto y un tema dignos de mejor película. A pesar de todo, la teletónica Jennifer López como reportera de Chicago (y un pasado de desarraigo que la condena) logra poner un dedo en la llaga de los feminicidios. Su también teletónico marido Marc Anthony había sido el malo de malos (y guadalupano) en Man on Fire (Tony Scott, 2004), sobre los secuestros defeños y sus explosivas consecuencias binacionales (al menos en la pantalla).

Podríamos quejarnos de cierto esquematismo en Sin nombre (Cary Fukunaga, 2009), pero no de que invente territorios de nuestro país que son reales, con verosímiles personajes de maras, barrios de Tapachula, el calvario que toma a los centroamericanos atravesar el país rumbo al Sueño Americano. Aun sin la directa elocuencia de La vida loca (Christian Poveda, 2008), Sin nombre retrata esa misma civilización de la desesperanza que se extiende de San Salvador a Los Ángeles, con Guatemala y México incluidos.

La hipocresía y la parcialidad que fulminaban Traffic (Steven Soderbergh, 2000) y la hacían inútil, con mexicanos genéticamente corruptos en un paisaje deslavado y sucio, y gringos que aún en las peores ameritan technicolor y Catherine Zeta Jones, están ausentes en Crimen sin perdón (Trade, Marc Kreuzpaintner, 2007), espeluznante road movie a partir de los secuestros de niñas en el De Efe, la trata de blancas literalmente blancas de Europa del Este y la exportación de niños de Tailandia que pasan por nuestros aeropuertos. Como la droga, tienen a México como estratégico puerto de paso, puerta de entrada, y fuente de materia prima, faltaba más.

La historia de un adolescente raterillo chilango (César Ramos) en predecibles malas compañías, a quien unos traficantes rusos y mexicanos de insumos sexuales con destino al norte le secuestran a su hermanita, en Juárez se cruza con la historia de un policía texano (Kevin Kline agradeciblemente sobrio), a su vez en busca de su hija, desaparecida hace años, a la que nunca conoció. El joven lo recluta en el rescate de su hermanita (Paulina Gaitán). Logran averiguar que será subastada en Nueva Jersey por la vía clandestina on line de los pederastas cuyo password conoce el policía, y la compran.

Pese a cierto efectismo, la cinta de Kreuzpaintner acierta en ilustrar el descarnado tráfico de carne fresca y el escaso valor que sigue teniendo la mujer en Estados Unidos, y más en este país (de gobierno, Iglesia católica y medios masivos para abajo), donde los varones están ausentes de las familias, dedicados a la depredación, útiles para las necesidades mercantiles del crimen organizado. ¿De qué inhumanidad estamos hablando? ¿La de los mexicanos? ¿O la de nuestros vecinos?

Dados como somos a los apodos y el eufemismo, ahora los prodigamos pasivamente a cárteles y bandidos, y el nombre del nuevo capo caído borra la memoria del anterior y como quiera nadie sabe nunca dónde merendó anoche El Chapo.

El narcocine serie B de los hermanos Almada y Jorge Reynoso cae en el desuso. Mejor se copian telenovelas colombianas de capos y tetas y Hollywood nos vapulea, aunque al menos queda espacio para que melodramas dignos como El traspatio (Carlos Carrera, 2009) también documenten lo peor de nuestro México.