Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Secretos de Estado
C

oncluye un año difícil para muchos países, incluyendo el nuestro. Los desastres naturales se multiplicaron, la crisis económica y financiera sigue, el desempleo y la pobreza aumentan y la violencia no cesa. Y cuando un mal año estaba por terminar en Estados Unidos, el partido republicano derrotó al demócrata en las elecciones de noviembre y poco después aparecieron en Internet 250 mil documentos secretos del Departamento de Estado.

Lo de Wikileaks es un escándalo porque los funcionarios gubernamentales no están acostumbrados a leer en el periódico lo que escriben en privado. Pero no hay que exagerarlo. Se trata de información que en unas décadas se hará pública. Para los historiadores simplemente se han recortado los plazos. Para los espías la divulgación de los documentos quizás les ha facilitado el trabajo.

Lo que viene haciendo Julian Assange, el fundador de Wikileaks, es proporcionar documentos a ciertos medios supuestamente responsables (incluyendo a El País y The New York Times) para que ellos, a su vez, publiquen la información que les parezca relevante. Los periódicos que recibieron los documentos se pusieron de acuerdo en borrar los nombres de algunas personas aludidas en los mismos para no perjudicarlas.

La divulgación de documentos secretos (y no tan secretos) siempre ha ocurrido. Lo que distingue el caso de Wikileaks es el tamaño del archivo. Y aquí se plantean dos cuestiones: cuánta autocensura ejercen los medios y qué decir de la divulgación de supuestos secretos en memorias y libros escritos por algunos de los protagonistas. Además, ¿qué decir de los documentos que funcionarios estadunidenses han venido filtrando a escritores como Bob Woodward?

¿Cómo obtiene Wikileaks los documentos? Lo hace a través de individuos que tienen acceso a los mismos: funcionarios y empleados gubernamentales o de alguna empresa. El gobierno afectado los considera traidores. Washington ha identificado a Bradley Manning, un especialista en inteligencia del ejército, como el culpable de entregrar a Wikileaks los cables sobre las guerras en Irak y Afganistán y ahora los del Departamento de Estado. Lo someterán a un juicio militar.

Recuerden el caso de Daniel Ellsberg. El año pasado apareció un documental titulado El hombre más peligroso de Estados Unidos. Analista militar del Pentágono y luego de la corporación Rand, en 1969 Ellsberg se dio cuenta de las mentiras que su gobierno había difundido a la opinión pública de su país para continuar e intensificar la guerra en Vietnam. Fotocopió unos 7 mil documentos secretos y trató de interesar a aquellos senadores que se oponían a la guerra. A éstos les tembló la mano y no le hicieron caso. En 1971 recurrió al The New York Times y el Washington Post. Arriesgó su pellejo.

La reacción del presidente Richard Nixon se centró en dos frentes. Primero, trató de detener la publicación de los documentos; y segundo, acusó a Ellsberg de espionaje. En ambos casos las gestiones de su gobierno fracasaron en las cortes.

Quizás la historia se repita ahora en el caso de Wikileaks. El gobierno del presidente Barack Obama quiere que Assange sea juzgado en Estados Unidos. Algunos políticos en Washington lo han acusado de traidor y espía y hubo inclusive quienes pidieron que fuera asesinado. Pero nadie se ha metido con los periódicos que siguen soltando documentos.

La impotencia de Washington es evidente. A los burócratas se les pidió que no leyeran los documentos ya divulgados y la fuerza aérea prohibió el acceso a los sitios de Internet que publican los documentos de Wikileaks. Algunos bancos y otras instituciones de crédito le han cerrado las puertas a Assange.

Los supuestos secretos de Estado se han invocado para negar la difusión de cierta información. Ésta es la carta dizque patriótica que se juega a menudo y que le complicó la vida a Ellsberg y ahora a Assange. Pero los gobiernos tienen la de perder. Wikileaks y la reacción de algunos gobiernos han puesto al descubierto la hipocresía de no pocos dirigentes, aun en países supuestamente ilustrados. He ahí su verdadero significado.

Son ya muchos los gobiernos que tratan de aparentar transparencia. En 2005 Tony Blair logró que el parlamento británico aprobara una ley sobre la libertad de acceso a la información. Sonaba bien pero habría excepciones.

En 2007 un ciudadano pidió las minutas de las reuniones del gabinete de Blair en las que se aprobó intervenir militarmente en Irak en 2003. Cuando el gobierno se negó a divulgarlas el individuo apeló a una instancia prevista en la ley, el comisionado de información. Éste concluyó que el interés del público por conocer la base jurídica de la decisión del gabinete era más importante que la preocupación del gobierno por mantener la confidencialidad de las deliberaciones del gabinete. A principios de 2009 el tribunal de información falló a favor del ciudadano. El gobierno británico tuvo entonces que escoger entre llevar el caso a un tribunal superior o vetar la solicitud. Optó por lo segundo y las minutas se han mantenido en secreto. Lo curioso del caso es que varios de los miembros de ese gabinete han publicado detalles de esas reuniones.

En cuatro décadas hemos pasado de la fotocopia a la fibra óptica e Internet. Lo que Ellsberg hizo en su día ha tenido una secuela lógica e imparable. Lo que no se ha logrado a través de leyes sobre el derecho a la información, ahora se ha conseguido mediante una avalancha de documentos. Pese a su autocensura, los medios tradicionales se han visto fortalecidos. Curiosamente el Internet ha servido para revalorar el papel de la prensa escrita.

Lo de Wikileaks no se asegura la transparencia total pero es un paso para que los gobernados sí sepan lo que hacen (y realmente piensan) sus gobernantes. Quizás habrá menos atole con el dedo. Y eso no es del agrado de muchos políticos.