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Ver día anteriorJueves 6 de enero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Desigualdad y política
U

na de las grandes cuestiones teóricas planteadas en las ciencias sociales y en el debate político es la que se refiere a la relación entre democracia e igualdad o, para usar la fórmula tradicional, al vínculo entre justicia social y régimen democrático. Al respecto, sin entrar en los detalles de las divergencias en esta materia, en particular las que ven una disyuntiva irreconciliable entre democracia formal y democracia real, lo cierto es que el asunto tiene en nuestro país una viva historia, jalonada por extraordinarios momentos de reflexión intelectual. Volver a ellos, releerlos, nos ayuda a valorar el complejo camino recorrido y pensar en nuevas hipótesis para el futuro. Me refiero, por ejemplo, al libro coordinado por Rolando Cordera y Carlos Tello (La desigualdad en México, Siglo XXI Editores, 1984), donde Carlos Pereyra reflexiona, justamente, en torno a la desigualdad política, concebida como un componente sustantivo en el contexto del fenómeno más general abordado por la obra colectiva.

Me interesa ese ensayo porque en él Pereyra toca un aspecto crucial del problema que llega hasta nosotros, si bien modulado por la magnitud de los cambios ocurridos en la sociedad y en el Estado y en las propias ideologías: ¿Es posible hallar en la dramática desigualdad social mexicana un componente derivado del modo como existe y funciona el régimen político? A mediados de los años 80, Pereyra responde sin dudarlo: “Los niveles de desigualdad que se arrastran en nuestro país no son resultado, sin más, del carácter capitalista de las relaciones de producción y ni siquiera obedecen en forma lineal a la modalidad subordinada y periférica que adopta el capitalismo mexicano. No hay conexión necesaria entre capitalismo (incluso con rostro dependiente) y los grados abrumadores de desigualdad que se padecen en México. No se trata, por supuesto, de negar que las abismales diferencias económicas y sociales en nuestra sociedad tienen su origen fundamental en la estructura dependiente que conformó el desarrollo tardío del capitalismo en el país, pero hay un margen considerable en virtud del cual las manifestaciones extremas de la desigualdad son imputables a la peculiar correlación de fuerzas políticas que históricamente se ha configurado en México (subrayado ASR). El desnivel en el interior de los bloques sociales (dominante y dominado), pero, sobre todo, entre uno y otro, mostraría formas menos agudas si la composición del sistema político tuviera distinta correlación de fuerzas”.

Si la desigualdad no es sólo atribuible a la operación normal del capitalismo (justo en la época que se impone el ajuste neoliberal como única política viable) sus determinaciones habría que buscarlas, afirma Pereyra, en la identificación PRI-Estado, cuya existencia condiciona el conjunto de la vida social, desalienta la aparición de una verdadera ciudadanía y coarta el libre curso de la lucha reivindicativa (cuando ésta escapa al control oficial), aunque se trate de demandas previstas por la ley.

Que el poder corporativo use la política social para legitimar su actuación mediante un sui generis estado de bienestar bajo el mando de la alta burocracia implica, a la vez, la parálisis de la capacidad de negociación real de las masas, introduce fisuras en su fuerza potencial, anula su representación en los asuntos nacionales que les conciernen y, en definitiva, mantiene niveles de polarización, dispersión y desigualdad que serían inconcebibles en otros países formalmente democráticos con semejante nivel de desarrollo.

 Con el tiempo, la crisis económica, los cambios ocurridos en la esfera internacional y, desde luego, con la maduración de la conciencia democrática, el viejo régimen presidencialista monocolor cedió espacios al avance democrático, pero la alternancia apenas si modificó el rostro de la desigualdad. La posterior recomposición político-electoral del poder dejó fuera al bloque de los dominados y aseguró un nuevo pacto oligárquico que no es mera aunque imposible restauración del pasado. Y si bien el México de hoy, no el de hace 30 años, persisten rasgos, estructuras, instituciones supervivientes, cierta cultura política (reciclada bajo el democratismo del lenguaje) que se niega a desaparecer. Se dio la alternancia, pero el presidencialismo subsiste bajo las nostálgicas banderas panistas, aunque ahora se trate de un híbrido entre las pulsiones conservadoras de ayer y la imposibilidad de construir el futuro. Superar ese orden pantanoso implica una reforma democrática a fondo que pasa por la superación del régimen anterior.

Una política a favor de la equidad, dirigida a reducir la desigualdad, será inconcebible mientras se excluya la participación organizada de la sociedad y el gobierno permanezca atado a los prejuicios económicos que impiden dar curso a una genuina política de redistribución del ingreso. Ya sería un paso adelante hacer de la lucha contra la desigualdad un factor estratégico para el crecimiento de la economía, eje de otra visión del desarrollo, pero será difícil abatir la inequidad si los sujetos de las políticas sociales no toman las riendas de sus intereses y recuperan la iniciativa.

En un país donde los asalariados tienen derechos constitucionales que no son ejercibles (o son manipulados desde el poder, registro sindical, contratación fantasmal); donde la inmensa mayoría carece de toda forma de autodefensa frente a las catástrofes económicas y las políticas contra la pobreza responden más bien a criterios asistenciales, malamente paternalistas y no al ejercicio de derechos universales; a improvisados criterios de seguridad interior o a cálculos clientelares mal disimulados, ¿no es hora cuestionar la herencia presidencialista/empresarial y mirar sin prejuicios hacia la opción parlamentaria antes de tantear la vuelta a formas autoritarias? ¿No es momento de abrir la democracia en vez de cerrarla al juego bipartidista, a una especie de neocorporatismo donde los grandes intereses se representan a sí mismos subordinando a una clase política indiferenciada, opaca, sólo preocupada por su permanencia?

El pluralismo es consecuencia irrenunciable del gran movimiento que, comenzando en 1968, prosigue hasta nuestros dias. Queremos libertades, elecciones limpias, legalidad, pero ningún esfuerzo democrático tendrá sentido si no abre paso a la equidad y refuerza la participación ciudadana, popular. En suma se requiere un cambio de régimen.