Vigilantes de la Tierra. De su suelo, sus aguas. Del patrimonio intangible construido en siglos de practicar un humanismo comunal y solidario sin lucro ni más ambición que seguir cultivando y tripulando el planeta en su viaje sideral, durante el tiempo vital en que a cada generación le es dado para el cuidado y utilización racional de la Tierra, que para los pueblos indígenas es sólo la herencia que dejaremos a los que vienen después.

Al diablo con el cuento de su primitivismo. ¿Quién dijo que sólo hay una forma de ser “moderno”, de ir al futuro? Hoy que se extiende, a veces con desesperación, la consigna de que otro mundo es posible, no pocos somos concientes de que la anhelada “novedad” reside precisamente en esos pueblos y tierras que el capitalismo lleva arrasando medio milenio, cada vez más atrapado en su propio e incontrolable corazón de tinieblas.

El callejón sin salida al que marcha, con patética enjundia, el sistema-mundo del capitalismo tardío, ya fue previsto por T. S. Eliot: “Somos los hombres huecos, los hombres disecados, apoyándonos uno en el otro, con la cabeza rellena de paja. Caray”. El poeta parafraseaba precisamente The Heart of Darkness (1899), la perturbadora novela de Joseph Conrad que también daría pie a la película Apocalypse Now! (Francis Ford Coppola, 1979); esto es, la parábola última de la depredación delirante del capitalismo global, que la Universidad Veracruzana acaba de reeditar en la inmejorable traducción castellana de Sergio Pitol. No queda claro si es analfabetismo de publicista o cinismo exacerbado lo que llevó a la minera inglesa Hochschild Mining a bautizar como “El corazón de las tinieblas” a su proyecto de arrasar con suelos, aire, agua y gente en la Montaña de Guerrero, región donde por cierto la resistencia no nació ayer.

El extraordinario retrato familiar de Mike Goldwater que engalana la portada de Ojarasca este mes lo dice muy bien. Los pasajeros asháninka que navegan en la Amazonía brasileña van atentos, maravillosamente sorprendidos, naturalmente desconfiados, vigilantes. No son los “hombres de paja” del capitalismo. No los destructores, sino su antídoto.

En el hemisferio americano, por no hablar de otras partes del orbe, se libran hoy batallas silenciosas y definitivas para defender a la que los hermanos andinos llaman Pachamama. Las hipócritas reuniones Gran Turismo con que el poder pretende digerir su desastre climático, topan y seguirán topando con las barricadas de estos pueblos de la vida real. En el sagrado desierto del Virikuta wixárika en San Luis Potosí (y maravilla natural, además); en las selvas Lacandona o Amazónica; en las pampas y llanuras del mapuche austral. Allí donde la vida importa y el futuro se divisa.

Un botón más de muestra. En el Bajo Aguán, norte de Honduras, el régimen golpista militarizó la región para frenar las iniciativas democráticas de devolver sus tierras a campesinos e indígenas, mientras desata una fuerte represión, “instaurando el terror y la muerte”, según reporta la red alemana Salva la Selva. “Detrás de los terribles hechos un solo nombre: el del terrateniente Miguel Facussé”. En México, Brasil o Ecuador se pueden poner otros nombres, son la misma gente. “Su negocio, la palma aceitera. Sus cómplices, organismos de crédito internacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros, así como la Unión Europea”. Minería, transgénicos, represas, biocombustibles, autopistas, pozos petroleros, basura industrial, turismo, profetas de la prosperidad. Lo que sea.

Pero los pueblos indígenas vigilan, guardan, resisten. No son los “hombres de paja”. Ahora, o nunca, es su tiempo.