Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de enero de 2011 Num: 828

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La ley de la vejez
ALFREDO FRESSIA

La obra de João Guimaraes Rosa
RAÚL OLVERA MIJARES

Las enseñanzas de
Don Terry

FABRIZIO ANDREELLA

Antonio Gamoneda, creación y liberación
JOSÉ ÁNGEL LEYVA entrevista con ANTONIO GAMONEDA

Un tren sobre la tierra
ANTONIO GAMONEDA

La memoria infinita
de Manuel Puig

ARACELI RODRÍGUEZ LÓPEZ

Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Luis Tovar
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De remakes y otros males (en peores)

Las dos primeras acepciones del término “rehacer” indican que, en español, el vocablo inglés remake significa lo siguiente: “volver a hacer lo que se había hecho, deshecho o hecho mal”, así como “reponer, reparar lo deteriorado”.

Aunque la opinión de Uno se halle a eones de distancia en relación con la postura asumida, verbigracia, por los miembros del jurado de la Berlinale de 1955, que le concedieron el Oso de Plata, no parecería obra de la sensatez afirmar que la muy conocida película española Marcelino, pan y vino –dirigida ese mismo año por Ladislao Vajda y protagonizada por un Pablito Calvo a partir de ahí conocidísimo y hasta emblemático– requiriese que se le volviera a hacer, ya que nadie se había tomado la molestia de deshacerla y, es menester insistir, tampoco nadie afirmó hace cincuenta y cinco años y pico que estuviese mal hecha; mucho menos, aludiendo a la segunda de las acepciones anotadas, que fuese menester una reparación de deterioros.

O a lo mejor sí, es decir, sí a todo lo anterior: la inefablemente cursi, terriblemente sensiblera, elevadamente melcochosa historia del niño huérfano que vive –por cierto muy poquitos años– al cuidado de un grupo de sacerdotes franciscanos aconventuados, que cuando descubre una imagen de Jesucristo crucificado casi se infarta de miedo pero luego agarra la costumbre de “visitarlo”, cada vez más contento y siempre provisto con las vituallas que le dan nombre a él y al filme...; a lo mejor sí, pues, este argumento, basado en un relato del igualmente ibérico José María Sánchez Silva, requería la rehechura de Alguien que se apiadara de los muchos defectos, tanto intra como extradiegéticos del deplorablemente celebrado filme, y se echara a cuestas la tarea de reponerla.

Ha sido José Luis Gutiérrez, mexicano, el cineasta a quien cupo la intención y la consecución de dicho propósito, el de hacer realidad una nueva versión de Marcelino, pan y vino. Más allá de las razones, mediáticamente expuestas antes del estreno acaecido a mediados del pasado mes de diciembre, que lo llevaron a repetir algo que, bien o mal hecho, a fin de cuentas ya estaba hecho, no deja de ser verdad que todo cineasta atraído sirénicamente por un filme en particular, al grado de comprometer dineros y talentos en una “reposición”, ata su suerte a un dictum tan inatacable como inapelable: Todomundo no hará otra cosa que comparar, comparar y comparar, y decidirá cuál de las dos versiones, si la original o la copia –pues de tal cosa se trata, de una copia, sin que importen a final de cuentas la pomposidad anglófila de decir remake ni la dura claridad conceptual castellana de lo mal hecho y lo deteriorado–; si la original o la copia, repetimos, es la mejor de las dos.

En cinematografía, uno de los debates más sabrosos y enriquecedores es precisamente éste, el de sopesar las cualidades, las diferencias y los parangones entre un filme original y su copia. Cada quien tiene sus gallos y, habitualmente, el asunto consiste en atacar –en el buen sentido– la preferencia o el gusto ajenos, así como de defender los propios. A este sumaverbos, por citar el ejemplo más a la mano, le agradan los remakes de No somos ángeles y de Lolita, y lamenta el que se perpetró de Psicosis. Al respecto, no es asunto menor y, por tanto, no conviene desdeñar un hecho inevitable: muchos espectadores de cine contemporáneos desconocen ya no la calidad, sino en ocasiones inclusive la existencia de un referente fílmico previo de aquello que están mirando. La comparación colectiva, en este caso, resulta naturalmente imposible, pero de cualquier manera eso no evita la comparación que, hacia el interior de la película misma, todo el tiempo debe estar haciendo –y, de hecho, hace– el rehacedor de tal o cual cinta, ni debiera eximirlo de tener también en cuenta otro tipo de consideraciones, cuando éstas resultan pertinentes de cara al contexto, ya sea en un sentido meramente de capacidades y recursos técnicos, ya sea en otro más amplio, de carácter cultural e incluso histórico.

Ese es el caso del tal Marcelino, pan y vino. Parece insuficiente, cuando no equívoco, que su rehacedor ignore de plano la época –la del dictador Franco– y la intención manifiesta que signaron aquel alegato fílmico a favor de un catolicismo de derechas de recalcitrante intolerancia, y pretenda ingenuidad o neutralidad pasando la historia al México revolucionario de hace un siglo. Y lo parece más debido a que, casualidad o no, hoy México vive bajo un régimen de derechas católico y de intolerancia recalcitrante que, como el de Franco, está seguro de que todo se arreglará a balazos.

Por lo demás, José Luis Gutiérrez puede estar tranquilo: tanto el original como la copia son igual de malos, innecesarios, lamentables e indigestos.