Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de enero de 2011 Num: 830

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La pasión de Carl Dreyer
Rodolfo Alonso

El caso Winestain
Edith Villanueva

Gaspar García Laviana sacerdote, guerrillero y poeta
Xabier F. Coronado

Hitler en un Macondo
Luis Pulido Ritter entrevista con Ana Tipa

Dos Hítleres, el documental

Ernesto Sábato: antes del fin, la resistencia
Antonio Valle

Mesura y desmesura
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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HISTORIA DE UNA LOCOMOTORA

LEO MENDOZA


Correr,
Jean Echenoz,
traducción de Javier Albiñana,
Anagrama,
España, 2010.

He aquí la historia de un muchacho checo a quien no le gustaba correr pero que, cuando lo hizo, ya no pudo parar y durante veinte años dominó las pruebas de fondo. Se trata de Emil Zatopek, plusmarquista mundial en diez y mil y veinte mil metros, y el hombre que creó el sprint final, ese último esfuerzo que tantas y tantas veces ha hecho que los campeones surjan aparentemente de la nada.

Tras el éxito de Ravel, exploración biográfico-narrativa de uno de los grandes compositores  franceses, Echenoz ha puesto su mirada en este legendario corredor que, en su día, fue llamado la Locomotora humana.

La novela de  Echenoz cuenta hechos reales. Incluso, podríamos considerarla una obra de no ficción si no fuera porque el autor se ha convertido en un personaje de la novela. No sólo al escoger algunos momentos relevantes en la vida de Zatopek, sino porque constantemente interviene, interroga al lector y lo convierte en su cómplice. Es aquí donde el novelista se impone.

Cada capítulo de la novela es una pieza del rompecabezas que representa la vida humana. Lo que Echenoz ha hecho, con gran habilidad narrativa, es centrarse en aquellos pasajes que le permiten al lector, en unas cuantas páginas, hacerse una imagen clara de quién fue este inolvidable corredor y lo que significó su irrupción en las pruebas de fondo. Por lo demás, el narrador de la novela no pretende ser imparcial: por eso realiza interpolaciones,  interroga al biografiado, a la historia, a los personajes. Toma partido, en el mejor sentido de la palabra. Y el resultado es una narración deslumbrante, precisa, un ejercicio narrativo que explora la vida de un héroe de nuestro tiempo.

Echenoz deja de lado por completo la infancia de Zatopek y aborda su vida desde el momento en que, poco antes de la invasión nazi a Checoslovaquia, descubre que le gusta correr aun cuando parezca que, al hacerlo, sufre. Desde sus inicios Emil Zatopek posee el rostro gesticulante que, años más tarde, le dará la vuelta al mundo, porque cuando descubre que lo suyo es correr ya no habrá quien lo detenga, y Zatopek es capaz de burlar el toque de queda para recuperar su ropa de entrenamiento, sin importarle quedar atrapado por el fuego cruzado entre nazis y soviéticos.

El talento de Zatopek lo lleva al ejército, donde se convierte en una estrella tras su participación en los juegos aliados, en los cuales es el único representante de su país. Echenoz cuenta la escena desde los ojos del soldado encargado de llevar la pequeña pancarta que identifica a la escasísima delegación de la ya desaparecida Checoslovaquia. Más allá de los triunfos de Zatopek y de su incansable lucha por entrenarse –aun cuando su estilo de correr muchas veces fue calificado de antinatural–, Echenoz muestra con maestría las relaciones entre el corredor y su tiempo. Sus victorias son, para los jerarcas del deporte socialista, la mejor propaganda del hombre nuevo y, por tanto, limitan sus apariciones en el extranjero y lo mantienen sujeto a una estrecha vigilancia que culmina con su expulsión del ejército y una condena al ostracismo por apoyar las reformas de Alexander Dubcek durante la Primavera de Praga, lo que, para un héroe como él, era algo menos que imposible, pues Zatopek era uno de los mayores héroes de su país.

Correr es como una respiración,  una manera de mantener un ritmo narrativo, siguiendo las huellas de aquel gran corredor de fondo, fallecido hace ya diez años, el 22 de noviembre de 2000.


NO LE HAGAS AL MICKEY

ANTONIO MORENO MONTERO


Mickey y sus amigos,
Luis Arturo Ramos,
Cal y Arena,
México, 2010.

Mickey y sus amigos es una novela que nos introduce a la vida secreta de Paula Parham y Tobias S. Truman, enanos que prestaron sus servicios a la empresa Disney (de Orlando, Florida), insuflándole vida, en tiempos distintos, al ratón simpático y orejón de Ciudad en Miniatura. Corría la década de los años setenta, una época de contradicciones políticas e inercias absurdas. Mientras el flower power y la psicodelia mostraban otras alternativas de escape, Estados Unidos seguía insistiendo en la agitación militar a secas y ponderaba un hábitat cultural opresivo. 

Con semejante marco cultural, las tropelías de Toby adoptan matices políticos, no así sus desviadas simpatías por los niños, motivo del puntapié que lo echará de la empresa y que, a su vez, permitirá el ingreso de Paula –una mujer negra– al mundo inmaculado pero tenebroso de Disney, donde además de enternecernos por su profundo desamparo emocional, perderá la vida en circunstancias extrañas.

Tras enterarse del deceso por conducto de Jesús (alias Jessie, Wetty o Beaner), un mexicano que trabajaba legalmente (sic) como fotógrafo oficial en el parque de diversiones, Toby intenta extorsionar a la empresa por un acto de justicia –aunque exigiendo una buena suma por las fotografías que delataban la verdadera identidad de Mickey Mouse, en cuyo interior se observaba a una Paula moribunda saliendo del vientre de la botarga. En ese pequeño mundo priva la degradación y el dominio humillantes. No logrará su cometido, pero pondrá al descubierto los colores grises que pintan a Ciudad en Miniatura –linda metáfora del mundo global, de disfraces que esconden el tufillo rancio de las falsas identidades e imposturas tanto políticas como morales.

Las criaturas de Disney otorgaron a la cultura de masas el sentido lúdico del mundo común que habitamos. Los animales que Esopo hizo hablar para propinarnos una lección moral se han convertido en un producto de marca que ha allanado el camino para persuadirnos de que la vida posee un destino romántico e idealizado. Nadie puede negar en ello la imposición de una ideología dotada de una estética que promociona la artificialidad y el maravilloso mundo del chantaje.

Me quedo con la rabiosa y anárquica imagen de Toby tratando de hacerle al Mickey, espabilado por el whisky y los cigarrillos que se fumaba con el mejor forraje, para atemperar las ideas marxistas que lo asaltaban por ósmosis. Y muy comedido a las avideces de su clientela: Polvos mágicos para los hechiceros, yerba para los herbívoros. Píldoras para príncipes cuya única aspiración era conservar su calidad de princesas luego de las doce campanadas. En efecto, era un enano y sus regímenes afectivos se oponían al discurso profiláctico (pero draconiano) establecido en Ciudad en Miniatura. Y Ramos hizo bien en no psicologizarlo ni patologizarlo como un ser anormal y grotesco.


EL NUEVA YORK INSÓLITO DE PAUL AUSTER

ADRIÁN MEDINA LIBERTY


Sunset Park,
Paul Auster,
Anagrama,
España, 2010.

El cuerpo humano es un objeto y un sujeto, el exterior
de un interior que no puede ser visto

Paul Auster, Sunset Park

Como ya es costumbre, la editorial Anagrama publicó recientemente la última novela de Paul Auster, Sunset Park, donde nuevamente el autor discurre sobre lo que antes denominé como lo improbable maravilloso (La Jornada Semanal 543). Su protagonista, Miles Heller, tiene un trabajo terriblemente singular: debe documentar gráficamente el estado de las casas y propiedades que tuvieron que ser abandonadas por problemas financieros. Su cámara retiene la imagen de cuadros, ceniceros, sillones, lámparas, botellas, radios e innumerables objetos que fueron desatendidos por la precipitación de un embargo. La inerme disposición material testimonia el momento del abandono, pero también eterniza una forma de vida, congela el momento como una familia, un solitario, una amante, un estudiante o un obrero vivían instantes antes de la forzada retirada.

¿Es posible encontrar un incentivo en documentar una acción que se antoja cruel? Miles Heller no encuentra placer alguno en los procedimientos legales que separan a una persona de su vivienda, sino que está tratando de atestiguar el presente. A sus veintiocho años, Miles huye de un pasado que dolorosamente lo socava: se inculpa del accidente que mató su hermanastro y se siente incomprendido por su padre. Miles abandona sus estudios y una vida confortable para intentar vivir en el presente, sin las tinieblas del pasado ni los atisbos ominosos del futuro. No le interesan los objetos sino las imágenes de lo objetos, testigos mudos que logran retener el flujo del tiempo. Miles no quiere una conciencia que lo ubique en tiempo y espacio, sólo quiere sentir la efímera felicidad del instante, “vivir en el presente, confinarse en el aquí y en el ahora. […] aceptar la indulgencia que el mundo le pueda brindar de un amanecer al siguiente.”

Como en otros textos de Auster, Nueva York es un escenario tan ineludible y emblemático que se convierte en un personaje axiomático, con sus notables –y, en ocasiones, dolorosos– contrastes. Miles lleva una plana existencia en Florida, donde su único amarre a la vida son esos objetos que retiene con su cámara; sin embargo, un acontecimiento inesperado –tema igualmente emblemático en Auster– viene a subvertir el monocromático orden que caracteriza su vida. Mientras lee El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, en un parque, se percata de que una joven de diecisiete años está leyendo el mismo libro. El improbable encuentro entre un hombre de veintiocho años con la bella joven queda indisolublemente ligado por el placer que procura la buena literatura. Otra extraordinaria serie de eventos, empero, obliga a Miles a mudarse a Nueva York, precisamente al Sunset Park del título.

Sunset Park es un lugar marginal –tanto metafórica como literalmente– del glamour característico de la gran ciudad que, por inescrutables efectos del azar, logra conjugar a personajes heterogéneos que, no obstante sus diferencias, logran construir un espacio donde mutuamente se nutren y se requieren.

Todas las personalidades que se entrecruzan en el viejo edificio de Sunset Park arrastran temores y debilidades que podrían desmoronarlos si intentaran subsistir individualmente, sin embargo, su interrelación logra generar una relativa seguridad que les permite avanzar aun cuando no logren desprenderse del todo de sus frustraciones y anhelos incumplidos.

La novela es un microcosmos que incorpora la circunstancia más general de un Estados Unidos discordante e injusto pero, al mismo tiempo, seductor. Cada personaje vive estos contrastes en carne propia y sus experiencias los conducen de la dicha a la desgracia y de la fuerza a la eventualidad fragilidad. Auster, amante del béisbol, parangona la dinámica de su país con los altibajos y portentos de un juego. Del mismo modo en que la vida de un jugador podría convertirse en una tragedia por la ocurrencia de un accidente o, por lo contrario, podría elevarse por el despliegue de sus habilidades personales –se narran varias anécdotas de jugadores que experimentaron ambas circunstancias–, la vida en Estados Unidos también implica estos mismos riesgos. No se trata de una visión fatalista, preformada de manera indefectible, sino de una estructuración circunstancial donde las personas se relacionan de maneras imprevistas y donde un conjunto de reglas invisibles o implícitas hacen posible la felicidad o la tristeza.

Al igual que Auster, quien tuvo una relación conflictiva con su padre, Miles sobrelleva un doloroso distanciamiento de su padre y, a pesar de vivir momentos difíciles, decide no acudir a él en busca de apoyo. Pero no sólo Miles, todos los ocupantes del espacio de Sunset Park arrastran tormentos y resentimientos que se logran atenuar gracias a la diaria convivencia. En efecto, la novela de Auster no pretende ser un epítome de las miserias humanas sino, ante todo, es una metáfora del perdón. Como Miles, los otros personajes se arman de coraje para enfrentar lo inevitable y actuar conforme a las situaciones por difíciles que sean. La distancia entre las personas –real, virtual o elegida intencionalmente–, no las fortalece, su acercamiento sí. Aunque eventualmente uno decidiera alejarse de alguien, la decisión de perdonar y procurar el acercamiento son factores que podría tornar la amargura en bienestar.

No es gratuita la continua referencia al filme clásico de William Wyler, Los mejores años de nuestra vida. Esta película de 1946 narra, precisamente, las oscuras consecuencias de la guerra donde todos tienen algo que perder, incluso los ganadores deben pagar una onerosa cuota. Cuando los soldados vuelven a sus pueblos y a sus hogares, deben emprender una nueva batalla: la del reajuste a un entorno que ya no les es familiar y que los reta continuamente. Las personas que antes creían conocer ahora parecen extraños o impredecibles. De igual modo, los inquilinos de Sunset Park luchan por ajustarse a un entorno que les es hostil y, asimismo, tratan de reconocer en los otros aquellos rasgos que nos son familiares, que nos hacen humanos.

Los senderos de la literatura, parece decirnos Auster, son los caminos de la vida.