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Revuelta en el mundo árabe
Mubarak se irá mañana, clamor en la plaza Tahrir

Luchadores por la democracia utilizan tácticas del feroz enemigo

¿Esperan que hoy renuncie el anciano dictador, o fue revancha?

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Jóvenes opositores al régimen de Hosni Mubarak, durante los enfrentamientos que se presentaron este jueves contra manifestantes que apoyan al presidente de Egipto, en el centro de El CairoFoto Ap
The Independent
Periódico La Jornada
Viernes 4 de febrero de 2011, p. 2

El Cairo, 3 de febrero. Desde la Casa de la Esquina se pudo observar este jueves la arrogancia y locura de esos egipcios que quieren librarse de su presidente. Fue doloroso –siempre lo es cuando los buenos adoptan las tácticas de sus enemigos–, pero los jóvenes manifestantes por la democracia que estaban en las barricadas de la plaza Tahrir organizaron con todo cuidado su batalla por El Cairo. Llevaron con anticipación cargamentos de piedras en camiones, telefonearon por refuerzos y luego expulsaron a los jóvenes partidarios de Hosni Mubarak de los pasos elevados detrás del Museo Egipcio.

Tal vez actuaron así en previsión de que el anciano por fin se vaya este viernes, o quizá fue revancha por las bombas molotov y los disparos de la noche anterior, pero en lo referente a los héroes de Egipto, no fue su momento más honroso.

La Casa de la Esquina era como una base de operaciones: una mansión de estuco de finales del siglo XVIII, con decoraciones de racimos de uvas y flores en piedra y, en el ruinoso y húmedo interior, una destrozada escalinata de mármol, papel tapiz maloliente y pisos de madera que crujían bajo el peso de costales y más costales de piedras, todas limpiamente cortadas en rectángulos para lanzarlas a los odiados mubarakitas.

Tenía algo de típico que nadie supiera la historia de esta triste y elegante casona en la esquina de la calle Mahmoud Bassiouni y la plaza del Mártir Abdul Menem Riad. Incluso había un escalón faltante en el lóbrego segundo piso, con una caída de 10 metros que de inmediato trajo a la mente la escalera en Secuestrado, la novela de Robert Louis Stevenson, y su vertiginosa caída iluminada por el relámpago. Pero desde los precarios balcones pude observar este jueves la batalla de piedras y los valientes y penosos esfuerzos del ejército egipcio por contener esta guerra civil en miniatura que precede a otro sabbath de oración y rabia y –según vuelven a creer los manifestantes– las horas finales del repudiado dictador.

Allá abajo, unos soldados maniobraban a través del campo de batalla, tratando de emplazar dos tanques Abrams entre los ejércitos de lanzadores de piedras, mientras otros dos agitaban las manos sobre la cabeza, señal callejera egipcia de alto al fuego.

Era para dar pena. El ejército necesitaba aquí 4 mil soldados para detener esta batalla, y no tenía más que dos equipos de tanquistas: un oficial y cuatro soldados. Y las fuerzas de la democracia –sí, aquí hay que introducir un poco de cinismo– no mostraban ningún aprecio por la paciencia de los soldados que trataban de cortejar. Formaron falanges que cruzaban la avenida frente al museo, cada uno llevando un escudo de hierro corrugado, muchos gritando Dios es grande, caricatura de las legiones romanas del cine de Hollywood, con camisetas en vez de pectorales, y con garrotes y las cachiporras de los odiados esbirros policiales de Mubarak en vez de espadas.

Fuera de la Casa de la Esquina –decían con regocijo que ésta pertenecía a cualquiera– estaba parado un hombre que llevaba (créanme, lectores) un tridente de acero de dos metros. Soy el diablo, me gritó gozoso. Fue algo casi tan malo como el ataque con caballos y un camello de los mubarakitas un día antes.

Cinco soldados de otra unidad decomisaron una bandeja de cocteles molotov en la casa vecina –las botellas de Pepsi son los contenedores preferidos–, pero eso constituyó toda la operación militar para desarmar a este pequeña milicia de libertad. Mubarak se irá mañana, chillaban los opositores, y luego, dirigiéndose entre los dos tanques a sus enemigos, situados a 12 metros de distancia: Su anciano se va mañana. Los alentaban los rumores de siempre: que por fin Barack Obama le había dicho a Mubarak que su hora había llegado, que el ejército egipcio –receptor de la ayuda anual de mil 300 millones de dólares de Washington– estaba harto de ser humillado por el presidente, enfurecido por la catástrofe que Mubarak había desencadenado sobre el país nada más por nueve meses más en el poder.

Puede que esto sea cierto. Amigos egipcios con parientes entre los oficiales me aseguran que éstos están desesperados por que Mubarak se vaya, aunque sea para evitar que ordene otra vez a los militares disparar a los manifestantes.

Pero este jueves fueron los opositores a Mubarak los que abrieron el fuego, y lo hicieron con un estruendo de piedras y tapones de llantas que se ha vuelto familiar. Los proyectiles se estrellaban sobre los hombres (y algunas mujeres) de Mubarak que ocupaban el puente elevado, y rebotaban en las escotillas de los tanques. Observé a los contrarios –sólo algunos– acercarse por el camino entre la lluvia de piedras, agitando las manos sobre la cabeza en señal de paz. Fue inútil.

Para la hora en que bajé por esa peligrosa escalera, apareció entre las piedras un solitario imán musulmán de turbante blanco y larga túnica roja, con una bien cuidada barba blanca, absolutamente increíble… distinguida, sería la palabra. Llevaba una especie de látigo y lo usó para devolver los golpes a los manifestantes. También él se sostuvo en su puesto mientras las piedras de ambos bandos se estrellaban a su alrededor. Era de los que querían deshacerse de su estorboso presidente, pero también trataba de poner fin al ataque. Un joven manifestante fue herido en la cabeza y cayó al suelo.

Salté hacia los dos tanques, escondiéndome detrás de uno mientras hacía girar 350 grados su gigantesco cañón, en un interesante aunque inútil intento de mostrar a ambos bandos que era neutral. Las grandes máquinas salpicaron polvo y mugre hacia los ojos de los que lanzaban piedras; el chirrido de la turbina eléctrica que controla la torreta agregaba un sonido moderno al medieval aporreo de las piedras. Y entonces un oficial saltó de la torreta de un tanque y se apostó junto al imán y la avanzada de mubarakitas, agitando también las manos sobre la cabeza. Las piedras siguieron rebotando contra las señales de la carretera en el paso elevado (vuelta a la derecha a Giza), pero varios hombres de mediana edad extendieron los brazos, se tocaron las manos y se ofrecieron cigarrillos.

No duró mucho tiempo. Detrás de ellos, en la plaza llamada Tahrir, había hombres durmiendo debajo de las abandonadas rendijas de ventilación del metro o sobre la hierba mohosa o en los huecos de las escaleras de comercios cerrados. Muchos llevaban vendajes en cabeza y brazos. Esas heridas podrían ser sus insignias de heroísmo en años por venir, prueba de que lucharon en la resistencia, de que combatieron a la dictadura. Sin embargo, a nadie encontré que supiera por qué esta plaza es tan preciosa para ellos.

Zona prohibida

La verdad, es tan simbólica como importante. Fue el francés Georges Haussmann, llevado a Egipto por Ismail Bajá durante el imperio nominal otomano, quien construyó la plaza como una estrella tomando de modelo su equivalente francés, tendida sobre los pantanos de la llanura del Nilo, que se inunda periódicamente. Cada camino arrancaba como la punta de una estrella (muy a pesar del ejército egipcio actual, por supuesto). Y fue en el lado del Nilo de la plaza Ismalia –donde el viejo Hilton se encuentra en reparación– donde más tarde los británicos construyeron su vasto cuartel militar de Qasr el-Nil. Al otro lado del camino se encuentra el edificio seudobarroco donde el rey Farouk mantenía su ministerio del exterior, institución que seguía fielmente las órdenes británicas.

Y toda la plaza que se extiende enfrente, desde el jardín del Museo de Egipto hasta la residencia del embajador británico, en la ribera del Nilo, estaba vedada a todos los egipcios. Este gran espacio –la superficie de la plaza actual– constituía la zona prohibida, la tierra del ocupante, el centro de El Cairo en el que el pueblo no podía poner pie. Por eso después de la independencia se volvió la plaza de la Libertad –Tahrir–; por eso Mubarak trató de preservarla y por eso quienes desean derrocarlo deben sostenerse aquí, aunque no sepan la razón.

La noche de este jueves, la gente que me rodeaba se mostraba esperanzada de resistir la siguiente noche de bombas incendiarias y de que este viernes traerá la elusiva victoria. Conocí a un tipo llamado Rami (sí, su nombre verdadero), quien gritaba con entusiasmo: ¡Creo que necesitamos un general que tome el poder! Tal vez obtenga lo que desea.

En cuanto a la Casa de la Esquina, bueno, la calle Mahmoud Bassiouni lleva el nombre de un poeta egipcio. Y el letrero apedreado del Mártir Abdul Menem Riad adosado a la Casa de la Esquina honra a un hombre cuyo fantasma debe de estar observando seguramente esos dos tanques bajo el paso elevado. Riad encabezó al ejército jordano en la Guerra de los Seis Días de 1967 y pereció en un ataque de obuses isaelíes dos años después. Era el jefe del estado mayor del ejército egipcio.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya