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Egipto: coda de una ruptura
L

a comunidad disolvente. El Cairo, 7 de enero. Las protestas contra la represión a sindicatos que exigían aumento de salarios para poder adquirir alimentos (Egipto importa hasta 60 por ciento de su dieta básica, los precios han subido hasta 200 por ciento) se dirigen esta vez hacia la plaza Midan Tahrir. La diferencia es que los manifestantes, en esta ocasión, no la abandonan. No se trata de una masa ni de una multitud. No hay líderes, ni partidos que la encabecen; tampoco asoma ningún imam destacado (como en las movilizaciones que derrocaron al sha en Irán en 1979). No se sabe de ningún consejo ni comité que detente la voz de los presentes. Los oradores hablan en una fila sin fin, pues a ninguno de ellos se le permite permanecer en la tribuna por más de 10 minutos. La plaza se colma en la madrugada, y sigue así durante todo el día siguiente. La policía secreta de Mubarak intenta dispersar a los manifestantes. Pero los números los superan: ¿qué puede hacer un grupo de acción violenta entre más de un millón de (im)pacientes ciudadanos?

En los días que siguen, la táctica de Mubarak cambia. Una falange de sus masas asalta la plaza. Hay una manera antigua de desangelar la violencia: la indiferencia. No es un método sencillo. Quienes ocupan la plaza se repliegan, y cuando los intrusos se retiran, la reocupan. Los enviados de Mubarak son ahora intrusos. El poder ya está en la calle; lo que queda en el palacio presidencial ya es la sombra de una historia de sombras. Ese poder es el de comunidad que nutre de su renuncia a toda mediación. La rebelión deviene flujo de identidades anónimas, y su fuerza reside en que no puede hacer disponible su fuerza: no admite ninguna dirigencia, ninguna idea del futuro, ningún orden predecible. Es el relámpago ante el cual todo poder se queda sin escuchas: el relámpago del no sin rodeos. Un no sencillo y cáustico, que desplaza cualquier relato o discurso. Es un muro transparente: Mubarak vete, Deja a Egipto, porque Egipto ya te ha dejado.

El rais supone que se trata apenas de un divorcio, cuyos términos deben ser negociados. Por ello envía a la tropa. Pero en Tahrir, el ejército deviene ornamento, o una valla de protección. Lo contrario sería poner en duda su propio destino. La comunidad disolvente se revela como un flujo de colonización no colonizable. Su material y su lógica son la fragmentación: si se divide, se multiplica.

El musulmán: Occidente construye a su enemigo. Las televisoras occidentales, que tienen frente a sí una imagen casi monótona –rostros y más rostros que no hacen más que ocupar la plaza–, se apuran a urdir lo que nadie en Tahrir pretende ni siquiera imaginar: una explicación. Entre los ayatolas iraníes circula rápidamente una versión: se trata de una revolución islámica. Los canales españoles divulgan la versión, digamos, opuesta: en marcha estaría una transicióón a la democracia. El espectro de las maquinarias de la interpretación en las pantallas estadunidenses es más complejo. Ahí aparece rápidamente el fantasma del musulmán, El Islam es la nueva escena apocalíptica, y el musulmán encarna su amenaza. Todo el esencialismo se derrama patéticamente en las pantallas para codificar una nueva fobia: el Islam-enemigo, el Islam incendio, una historia del fin de los tiempos. Detrás de la retórica de las imágenes, el musulmán ocupa ya el lugar que ocupaba el judío en el delirio de los años 30 del siglo pasado. Occidente frente a su abismo.

Los dos cuerpos de Mubarak. Pero la ruptura egipcia tiene su método y su inteligencia para tranquilizar a esa aura de paranoia que la rodea en los primeros días: lejos de refutarla, la ironiza, la enfrenta a sus propios saldos, en cuyo centro se encuentra el más leal de los soberanos árabes a la política de Israel y Estados Unidos: Mubarak. En rigor, no hay nadie más inefable en esa plaza que el ocasionalismo de quienes han sostenido al presidente egipcio durante 30 años. Si no, ¿por qué habría de ser la violencia enterrada en la historia de Mubarak menos violenta que la que prometen las fantasmagorías de la retórica del musulmán?

El primado de lo impolítico. La comunidad disolvente de la plaza Tahrir ha reinventado, sin proponérselo, los lenguajes de la rebelión moderna. Más allá de lo que suceda en los meses próximos, ha mostrado que el incendio, lo inefable, el abecedario del esencialismo, la expectativa de la confrontación, se encuentran del lado de las teologías del poder (así sean las de los ayatolas iraníes o las de Glenn Beck en Fox News). Porque la comunidad de la plaza Tahrir ha decretado, así sea por un instante, la abolición de estas teologías, la fatuidad (y la banalidad) de los líderes carismáticos, y la superfluidad de los partidos políticos, que la llaman a retirarse a casa para poder ser representada. Y en este decreto, Tahrir es ya un momento inolvidable en la política de nuestros días.