Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de febrero de 2011 Num: 833

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

El accidentado viaje
de Óscar Liera

Raúl Olvera Mijares

John Irving, la lupa estadunidense
Ricardo Guzmán Wolffer

Ver Amberes
Rodolfo Alonso

El cráneo crepitante
de Roger Van de Velde

La vida privada y
la vida pública

Laura García entrevista con Gustavo Faverón

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustraciones de Gabriela Podestá

El cráneo crepitante de Roger Van de Velde

Pero no la mató, porque entre sueño y actomedian las leyes e inconvenientes prácticos y esa melancolía extraña e inefable que asalta el sueño y no se explica nadie.
Willem Elsschot

Cuando Roger van de Velde (1925-1970) murió en un bar de Amberes, estaba en buen camino de convertirse en uno de los escritores más apreciados de Flandes y de Holanda. Su tumba, situada en el Parque de los Hombres Ilustres, es la puerta de una celda en cuya mirilla crecen flores de metal. Como consecuencia de su adicción al Palfium, un anestésico que le llevó a falsificar recetas médicas, estuvo encerrado en cárceles o en manicomios seis de los últimos ocho años de su vida. Sobre esta experiencia, como intelectual sensible entre los presos y pacientes psiquiátricos, escribió entre otras cosas Los cráneos crepitantes.

Fons Lanslots

Trompeta

Nunca había oído a nadie tocar la trompeta como Honoré. A decir verdad, no era tocar lo que hacía. Era gemir, llorar, lamentarse y casi blasfemar con esa trompeta. Tonos muy prolongados sin acordes, tan terriblemente agudos y desafinados, que a veces el sonido llegaba hasta la médula de los huesos. La lamentación de Orfeo después de la pérdida de Eurídice no pudo haber sonado más triste.

Aquella trompeta fue una idea del doctor Poulard. Hojeando el expediente descubrió que, antes de que lo internaran en el asilo, Honoré tocaba la trompeta. El doctor Poulard lo consideró un dato interesante. Era de la opinión, bastante difundida entre psiquiatras, de que un talento creativo, manifestado durante la juventud y que por una u otra razón se interrumpe, debía ser estimulado de nuevo, con paciencia y en último caso bajo coacción suave, porque de esa manera, al menos según los psiquiatras, uno descarga las tensiones. Quien alguna vez ha pintado, debe hacerlo de nuevo, aunque se haya hartado de la pintura. Quien en su tiempo libre de vez en cuando se dedicó a la música, pero poco a poco se dio cuenta de que hacer armarios de cocina le dejaba más dinero, debe ser restituido a la negada Polyhymnia. Se podría considerar un milagro que el doctor Poulard nunca me hubiera estimulado a la creación literaria. Tal vez no supiera que en mi juventud me animé a escribir poemas de amor.

Después de una búsqueda, un guardia encontró en el desván de su casa un instrumento amarillo cobre, que nadie había tocado en años y que estaba a medio camino entre una corneta y un pistón. Por mayor comodidad lo llamaron “trompeta” y con insistencia suplicaron a Honoré que expulsara su ansiedad soplando en ella. De día le asignaban un lugar, completamente solo, en el comedor y con curiosidad esperaban el resultado del experimento.

El experimento era sobre todo interesante porque desde su admisión en el asilo, Honoré se había encerrado en un silencio hermético. A las cuerdas vocales y a su oído no les pasaba nada, pero por una razón que sólo él sabía, si es que acaso había una razón, rechazaba con firmeza cualquier forma de diálogo. ¿Era este silencio, amenazante e impenetrable, su manera de expresar resistencia? O quizás, detrás de esta frente, no ocurría nada que valiera la pena para gastar saliva.

Teniendo en cuenta a esta apatía, el doctor Poulard juzgaba ya un signo favorable el hecho de que Honoré estuviera dispuesto a tocar la trompeta, aunque todo ese esfuerzo no tuviera nada que ver con la música y de momento, después de los primeros ensayos, ni se notara en él relajación alguna.

–¡Persevera! –le decía el doctor Poulard– vamos por buen camino.

Durante una semana Honoré martirizó el instrumento en el comedor. Los tonos bajos eran aún soportables. A veces sonaba como si pasara un buque de vapor. Los tonos altos y estridentes nos entumecían y además causaban dolor de cabeza a los guardias. Si era cierto que Honoré se liberaba de su ansiedad, la tensión en la inquieta sala se volvía cada vez más explosiva. Hasta los pájaros asustados no se dejaban ver en el jardín.

Al doctor Poulard le parecía raro y también un poco decepcionante que después de una semana no saliera de la trompeta ni un sólo sonido civilizado.

–Sin embargo –observó– lo dice bien claro en el expediente: “su tío y su cuñada declaran que toca la trompeta”.

Luego, como un chispazo, el guardia se acordó de que en algunas regiones de Valonia, y más concretamente en el Borinage, de donde era Honoré, se suele decir del tonto: “qu’ il joue de la trompette”.

El doctor Poulard encontró que era un chiste delicioso y el guardia, bien educado, se rió de manera efusiva junto con él.

¡Absolument fantastique! –exclamó el doctor Poulard.

Se dirigió al comedor, donde Honoré seguía tocando la trompeta con empeño en su rincón, y le dio unas palmaditas al paciente. De repente le arrebató el instrumento y, con un giro vigoroso, lo arrojó a la sala, con la esperanza de que el choque provocara una reacción.

Tampoco esta vez se cumplieron sus esperanzas. Honoré miró con muda sorpresa desde sus manos vacías hasta el guardia y del guardia al doctor Poulard, como un animal enfermo que no puede decir dónde le duele.

Una lección de filosofía

En el jardín, bajo un árbol de saúco, hablé con Casimir sobre la felicidad.

Casimir tenía el récord absoluto de estancia en el asilo: treinta y dos años. Era de origen búlgaro y su delito resultaba tan desconcertante que muy pocos lo sabían y nadie quería calificarlo. Con alta estatura, bigote bien cuidado y ojos azul acero parecía un oficial en retiro, bien conservado. Tenía buenos modales y era tan altivo que se hacía difícil acercársele. Si bien pocos conocían su delito, también pocos contaban con su confianza. Aparte de estatura marcial y orgullo inveterado, Casimir disponía de una memoria extraordinaria. Había leído y releído todos los libros de la biblioteca. El Petit Larousse se lo sabía casi de memoria y con artículos de revistas viejas formó una colección enciclopédica sobre los asuntos más diversos. Para los aficionados a los crucigramas y la gimnasia cerebral, que a veces gozaban de su simpatía, era una fuente abundante de conocimientos. ¿La cumbre más alta del Atlas? ¿La distancia entre la Tierra y Venus? ¿La evolución secular de la lupina ártica o la constitución química del agua de mar? Casimir lo sabía.

Cuando estaba de humor meditativo, ocurría que me daba una enseñanza filosófica.

Como la tarde de aquel domingo en el jardín.

–La felicidad –así argumentó–, no existe. Es un invento abstracto del hombre que quiere nombrar la sublimación de sus aspiraciones. Dentro de sus límites, el hombre se esfuerza con un suspiro nostálgico, por un paraíso perdido que nunca existió, así como por la imposibilidad de la perfección y de lo absoluto. Da nombre y figura humana a sus sueños de deseo sobrehumanos: Dios, libertad, inocencia, eternidad, amor, espacio, inmaterialidad. Este deseo es absurdo y en ese absurdo el hombre sigue haciendo intentos desesperados y dolorosos para sustraerse de sus inevitables deficiencias. Sólo cuando el hombre, en una reflexión lógica y serena, se dé cuenta de sus limitaciones naturales y acepte que la perfección absoluta no es nada para él; de modo que Dios, libertad, inocencia, eternidad, etcétera no existen: la vida, más allá del Bien y del Mal, será soportable. Es el arte del compromiso.

La tesis era clara como el cristal y, por supuesto, tan vieja como el mundo. Tal vez la había leído en algún texto de Kant, Hegel, Schopenhauer o quizás Sartre. O en cualquier novela de Zola.

–Sin embargo, cada hombre, incluso en las condiciones más desesperadas, continúa aspirando a la felicidad –dije–. Lo imposible debe tener mucha fascinación.

–Lo sé –respondió–. Desde luego, el hombre se empeña en satisfacer sus gustos y a la meta final del principio de gusto la llama “ felicidad”.

También eso lo había leído. En los libros de Sigmund Freud, autor favorito de intelectuales psicópatas.

Me sorprendió aprender esta lúcida tesis de resignación y relatividad de alguien que, como Ícaro, imprudente y sin sentido, se había rebelado contra las limitaciones humanas y llevaba ya treinta y dos años gimiendo sobre sus alas sangrantes. ¿Esta resignación era el fruto maduro de su encierro? O como un papagayo recitaba una leccioncita.

–Si la felicidad no existe, lógicamente hablando, la desgracia tampoco existe –dije–. Por nuestras regiones anda un mago hindú que afirma que por medio de la meditación uno pueda suprimir todas las restricciones y quejidos. También él predica la doctrina de un equilibrio íntimo basado en el compromiso. Tú, después de todos estos años, ¿has logrado desarrollar el arte del compromiso hasta el punto de que puedas carecer de la libertad sin sentirte desgraciado por ello?

Era una pregunta insolente, casi brutal, que penetraba hasta el núcleo de su intimidad y que podía herir su orgullo.

Se encogió de hombros:

–Ser libre es una cuestión de independencia. No soy más dependiente que los demás. Estoy ligado a los guardias y los guardias están ligados a mí. Estoy atado a cadenas que nada más son simbólicas; ellos están encadenados a su mujer, a los hijos, al trabajo, a la televisión, a su seguro social. Me traen comida, me dan medicinas y no me pueden perder de vista ni un minuto. Cuando doy un paso, el guardia también tiene que dar un paso. Yo escojo la dirección. Claro, una dirección en un espacio limitado, pero él tiene que seguirme. De hecho, el guardia es menos libre que yo.

Faltaba algo en su razonamiento, pero guardé silencio pues no quería violar su última ilusión.

Sobre nuestras cabezas se desprendía el olor de saúco y un mirlo anunciaba que iba a llover.

–¿Cómo se llama aquel mago hindú? –me preguntó un poco después.

–Maharishi Mahesh Yogi –le dije.

Casimir escribió el nombre cuidadosamente en su libreta de memorias. Se mojó el bigote con la punta de la lengua y contento se frotó las manos.

–Es otro más de los engañadores que debo eliminar –me dijo.

–¿Engañadores? –pregunté inocente.

–Son bribones sin escrúpulos que roban mis ideas para andar pavoneándose con ellas. Cuando esté libre los mataré, uno tras otro.

Miraba hurañamente a su alrededor y me enseñó la libreta, donde estaban escritos los nombres de veinte personas ilustres condenadas a muerte. Entre ellas estaba Sartre.

Escritorio público

Hilarión. Todavía me pregunto ¿qué capricho lleno de fantasía movió a sus padres para darle el resto de su vida este epíteto maravilloso?


Ilustración de Gabriela Podestá

Yo conocía sólo una persona con el nombre Hilarión: sin duda un padre apacible, que entre la misa prima y los laúdes solía escribir versos devotos sobre la bondad de un Dios de azúcar. Según el calendario, no sé más que eso, debía de haber vivido un tal Hilarión alrededor del año 300 de nuestra era. Fue abad de una comuna de ermitaños en Palestina cuyo santo se celebra el 21 de octubre.

Quizás se avergonzaba de ese nombre excéntrico, ya que en el asilo lo conocíamos sólo como Lamartine, y este apellido también era extravagante porque, ¿quién puede decir Lamartine sin pensar en los suspiros líricos de Jocelyn?

Sin la carta tal vez nunca hubiera descubierto el pequeño secreto de su nombre. ¡Ay, estas cartas! Después de que un guardia constató que tengo una letra bastante legible y escribo casi sin faltas, se me dio por orden de la dirección el puesto oficial de una especie de escritor público en favor de compañeros menos letrados que a cada paso querían informar a sus familiares de su excelente estado de salud y a esta buena noticia ligaban con insistencia el aprecio por sus paquetes postales con golosinas.

Con insignificantes gastos de explotación, una pila de papel y un manojo de bolígrafos, habría podido ganar una fortuna en pocos años y volverme un honorable rentista en las calles de Hong Kong, donde, según parece, aún se valora el oficio de escritor público. He escrito cientos de cartas con el contenido más curioso e increíble, dirigidas a los más importantes dignatarios de aquí y del extranjero. Ahora que lo recuerdo, me arrepiento de no haberme quedado con una copia fiel de estos escritos, pues hubiera sido la antología epistolar más exorbitante que se puede imaginar. Si se considera que una chismosa como madame de Sévigné pudo publicar sus cartas amarillas, ¿qué editor no se arrojaría con voluptuosidad sobre una correspondencia en la que emperadores y reyes, prelados y jefes de Estado, generales, campeones de ciclismo y ganadores del Premio Nobel se acercan con mucha confianza?

Sin embargo, esta carta de Lamartine era un caso perdido. Llegó navegando con una hoja de papel, un sobre y un sello hasta mi mesa, y por el brillo esotérico de su rostro noté que quiso involucrarme en un asunto extremadamente delicado.

Eso resultaba en efecto cuando me puso delante de los ojos un recorte de periódico, en el que se anunciaba a solteros con ganas de contraer matrimonio que en toda confianza y con arreglo a una discreción absoluta podían dirigirse a la oficina Familia Feliz, con el fin de encontrar una esposa a la medida para construir un futuro rosado.

Leí el anuncio y meneé la cabeza melancólicamente.

–No está permitido, señor Lamartine –dije.

No era mentira: cartas a desconocidos, quejas infundadas, relaciones sospechosas y solicitudes a organizaciones caritativas; la censura interna los rechazó con firmeza. Esta agencia para conectar solteros, aunque adornada con una aureola virtuosa como “Familia Feliz”, sin duda alguna entraba en la categoría de instancias sospechosas. Además, Lamartine tenía cincuenta y siete años, estaba casado y era padre de tres hijos.

Me puso en la mano un durazno demasiado maduro como sacrificio expiatorio y sonreía tan simpático que me vi moralmente obligado a buscar refugio en una maniobra ficticia.

A la bonne heure –dije–. ¿Qué vamos a escribir a los caballeros emprendedores de la asociación Familia Feliz?

Sabía que la carta iba a parar sin rodeos por las manos del guardia en el cesto, pero si no satisfacía a Lamartine el durazno tierno acabaría en mi cara.

El texto era breve, formal y de una claridad indiscutible: “El que subscribe, Hilarión Lamartine, cincuenta y siete años, sano y salvo y con derecho a una pensión de persona incapacitada, desea entrar en contacto con una mujer atractiva, igual de sana, entre los treinta y cuarenta años, si es posible adinerada, con la intención de matrimonio.”

Era una propuesta digna, pero me parecía cuando menos un descuido que no mencionara a su esposa y a sus tres hijos.

Le dejé firmar. Lo hacía con tanta dedicación que estaba agitado jadeando en mi cuello. Pegué el sello de forma que fácilmente se pudiera quitar.

Antes de llevar la carta y el durazno al guardia, volví a mirar a Hilarión. En efecto, tenía los deseosos ojos de perro, como un padre frustrado

Traducción de Fons Lanslot