Opinión
Ver día anteriorMiércoles 23 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Bajo la Lupa

¿Balcanización de Libia?: el Emirato Islámico de Bengasi

Foto
Aspecto de la conferencia de Alfredo Jalife en el Albergue del Arte de Coyoacán, con el tema Revuelta en el mundo árabe, ayerFoto Marco Peláez
L

a fragancia del jazmín revolucionario del paradigma tunecino, que ha alcanzado a todos los países mediterráneos árabes del norte de África, se puede volver muy tóxica, como es el caso singular de Libia, que ostenta los mayores ingresos petroleros per cápita del continente.

Vuelve a resaltar en el caso libio el común denominador tan trillado en las revueltas árabes: revolución demográfica de los jóvenes desempleados (30 por ciento), un tercio de la población debajo del umbral de la pobreza, cleptocracia insolente, satrapía carcelaria y torturadora, etcétera.

La gran novedad libia radica en que ni los ingresos petroleros pudieron detener la ola revolucionaria juvenil y su efecto dominó que ha expuesto su arqueología eminentemente tribal, para nada trivial, que se refleja hasta en la composición de su ejército.

No se trata de un contagio, terminajo de la bursátil jerigonza neoliberal, porque las revueltas de los jóvenes desempleados no propagan una enfermedad infecciosa sino expresan una legítima rebeldía libertaria, por lo que preferimos el término menos despectivo del efecto dominó.

Bengasi, su segunda ciudad en importancia (alrededor de 600 mil habitantes), ha caído en manos de los estudiantes aliados a los islamistas locales, lo cual ha cundido a importantes ciudades aledañas (Bayda, Tobruk, Derna, etcétera), cerca de la frontera con Egipto.

A diferencia de Túnez y Egipto, donde los ejércitos marcaron el diapasón de los sucesos, el grave problema de Libia es que Muammar Kadafi representa, acompañado por sus múltiples hijos (de sus varias esposas), enfrascados en la lucha sucesoria paterna, el alfa y el omega del nepotismo circular, que carece de un cuerpo formal de gobierno, de instituciones y de una sociedad civil (inhibida ferozmente, cuando no combatida en su fase embrionaria).

Más que su publicitada oclocracia –el poder de las masas (“jamahirya”) y sus comités populares–, Libia constituye una tribucracia, una coalición de poderosas tribus en sus tres principales provincias históricas que, además, compiten entre sí desde el túnel del tiempo: 1) Tripolitania, donde habita 60 por ciento de la población, con su capital, Trípoli, de alrededor de 2 millones de habitantes en un país de 6.5 millones, corto en ciudadanos (en el doble sentido: citadinos y demócratas con derechos y obligaciones) para su extenso territorio de 1.7 millones de kilómetros cuadrados; 2) Cirenaica, con su Pentápolis (sus famosas cinco ciudades históricas), que cuenta con 30 por ciento de la población, donde destaca la orgullosa ciudad de Bengasi, y 3) Fezzan, la zona desértica del sur, con 10 por ciento del total.

La ciudad de Bengasi tiene muchos agravios que cobrar al centralismo tripolitano desde 1973 hasta el aplastamiento en 1993 de las veleidades libertarias de la tribu warfala (un millón de integrantes), a quienes hoy los bereberes pertenecientes a las célebres tribus tuareg del sur (medio millón de miembros) se han aliado, al unísono de la tribu oriental de los zuwaya (integrada por medio millón), para capturar en forma espectacular la segunda ciudad libia (Bengasi: capital de Cirenaica), en plena rebeldía secesionista. Se trata de un total de 2 millones de integrantes de tribus rebeldes, prácticamente la tercera parte de la población total del país, que le quita cualquier legitimidad al nepotismo de los Kadafi.

No es que se haya divido el ejército, sino, más bien, sucedió que las tribus que lo integraban en Cirenaica se pasaron del lado de los estudiantes contestatarios, con sus lealtades propias de las tiendas del desierto.

El derrocamiento de Kadafi y su nepotismo puede ser peor que su permanencia en el poder, donde se ha eternizado casi 42 años (el más longevo de África y todo el mundo árabe), porque puede desembocar no solamente en un vacío de poder sino, peor aún, en la balcanización de sus tres provincias, donde imperaría un gobierno central agazapado en Trípoli, con una periferia insurrecta, al estilo de Somalia o de Pakistán o Afganistán.

¿Se volverá Libia un Estado fallido, de acuerdo con la taxonomía banal de los teóricos estadunidenses?

En forma dramática, y no sin razón, Franco Frattini, ministro del Exterior de Italia (que históricamente ha mantenido óptimas relaciones con Libia, ya no se diga en el presente petrolero), advirtió la posibilidad de su fractura en dos pedazos y la autoproclamación del así llamado emirato islámico de Bengasi (timesofmalta.com, 21/2/11). Aterrado, Franco Frattini consideró que un emirato islámico árabe en los límites de Europa sería una verdadera amenaza, pero que Europa, dividida respecto de Kadafi (cuando la magia del olor del petróleo libio supera la fragancia del jazmín tunecino), no debería exportar su modelo democrático ni interferir ni intervenir, sino solamente alentar todos (sic) los procesos pacíficos de transición.

¿A qué petrolera anglosajona, entre las instaladas en la actualidad –Shell, ExxonMobil y BP (la contaminadora del Golfo de México)–, conviene dividir Libia en dos entidades: Tripolitania y Cirenaica?

Cabe señalar que el efecto Kadafi incrementó casi 10 por ciento el barril del petróleo, lo cual será un juego de niños en caso de la caída de la monarquía de Bahrein y su efecto dominó en la provincia oriental de Arabia Saudita, donde habita 30 por ciento de chiítas (nueva cifra de Stratfor en un lapso de tres días).

En su segunda aparición televisiva más extensa (la primera fue muy breve, de 22 segundos), un desafiante Kadafi, dispuesto al martirio y en sincronía ideológica con Franco Frattini, culpó de la revuelta –más allá de sus diatribas en contra de los jóvenes drogadosa los islámicos, quienes desean crear otro Afganistán, y advirtió que el emirato islámico instalado ya en Bayda y Derna alcanzaría Bengazi (Al Jazeera, 22/2/11).

Quizá con el fin de inhibir cualquier veleidad intervencionista de los países occidentales (en especial, de los países europeos sureños, que pueden ser desbordados por un éxodo migratorio), quienes se han confinado en su clásica retórica hueca (debido a sus jugosos contratos petroleros, que priman por encima de cualquier otra consideración), Kadafi advirtió que la inestabilidad proporcionaría una base a Al Qaeda.

Curioso: el levantamiento de las sanciones, básicamente de Estados Unidos y Gran Bretaña, condujo a una estrecha colaboración de Trípoli con Washington y Londres sobre las andanzas de Al Qaeda.

¿Pidió Kadafi a Estados Unidos y a Europa carta blanca para aniquilar al naciente emirato islámico de Bengasi, Bayda y Derna?

Citó pérfidamente los antecedentes del ataque al Parlamento ruso con misiles y tanques de guerra, así como el aplastamiento en 1989 del levantamiento de la plaza Tiananmen, en los que la comunidad internacional no interfirió.

Después del discurso de Kadafi, en el que prometió vagamente formular una nueva Constitución, el ministro del Interior, general Abdul-Fatah Younis, luego de presentar su dimisión, anunció su apoyo a la revolución del 17 de febrero y apremió al ejército a unirse a las legítimas demandas del pueblo.

¿Prosperará el llamado del general Younis, al que Al Jazeera le ha dado mucho vuelo audiovisual? Mucho dependerá de la respuesta de las tribus de la provincia de Tripolitania y su estratégica capital (Trípoli).

La suerte de los Kadafi y de Libia se encuentra en manos de sus tribus.