Opinión
Ver día anteriorSábado 5 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Block de notas
L

a normalidad de la anomia. Hay una estadística que revela los dilemas actuales que enfrenta la sociedad estadunidense para fijar la aporía que significa hoy la industria de los alucinógenos. En los censos del Departamento de Salud, la definición de un adicto comienza con una persona que consume más de siete gramos de mariguana al año. En el mismo sitio de la red, digamos que un click más adelante, la DEA (Drug Enforcement Agency) advierte que, en 2008, había en Estados Unidos entre 50 y 60 millones de consumidores de la imbatible hierba (aproximadamente 18 por ciento de la población). La vaguedad del concepto devela la volatilidad de sus definiciones: no es lo mismo, obviamente, ser un consumidor que ser un adicto. El primer término denota la honorable función que el mercado asigna a sus destinatarios; el segundo, los atributos de una patología. De alguna manera, se trata de las aporías divinas del capitalismo, el elíxir de una contradicción que requiere sus tranquilizantes conceptuales. Cuando el uno en su soledad consume drogas, es un perverso; pero cuando 50 millones lo hacen regularmente, entonces despierta el consumidor, otra sencilla franja en el panoptikum del mercado. Alguien, por supuesto, debería escribir una apología de este adicto.

Ya vista desde su esforzada operación, la pregunta de cómo es que esa acumulación de consumidores garantiza la feliz realización de esa traviesa mercancía, se vuelve ingente. Sobre todo si no perdemos de vista que el consumo, la venta, la producción y la distribución de estupefacientes están legalmente prohibidas, al menos para proveer a ese continente de usuarios. La respuesta no es sencilla, porque es de orden etnográfico, y arrancaría acaso en la hipótesis de que es preciso elaborar categorías inéditas para descifrar esta nebulosa disyunción. En Estados Unidos, para decirlo con un esquemático oxímoron, la economía de las drogas no es legal, pero tampoco (a ojos vista) es ilegal. Entonces, ¿cómo definirla? En rigor, se trata de una economía paralegal: una anomia tolerada, administrada y regulada. En Nueva York o en Los Ángeles cada policía de cuadra sabe quién, cómo y cuándo distribuye, pero también sabe que no puede (en el marco de ciertos límites) hacer nada contra ello. Por la sencilla razón de que no existe institución alguna que pueda impedir un flujo de mercado. Puede, en última instancia, regular o gobernar el flujo, no cancelarlo.

De la misma manera, en México la producción, el transporte y la distribución de drogas siempre fueron un asunto paralegal (ni legal ni tampoco ilegal), hasta que (como lo ha mostrado Fernando Escalante recientemente en La muerte tiene permiso, Nexos, enero de 2011) la administración de la política panista decidió lo contrario.

Ganadores y perdedores de una guerra sin objeto/sujeto. La guerra contra el narcotráfico que desató el Poder Ejecutivo a partir del año 2007 se tradujo, como toda guerra, en la demarcación de zonas de guerra, bajas de combate, definición y rearme de contendientes y afectación de civiles. Pero el dilema de esta peculiar guerra es que no tiene sujeto, no tiene un enemigo-objeto. ¿Quién es el narco? ¿El que siembra? ¿El que transporta? ¿El que provee? ¿El que encubre? ¿El policía municipal que se hace de la vista gorda? Todos ellos nodos y nudos de una red que trabaja de manera equivalente del otro lado. Vista así, es (de antemano) una guerra interminable, porque su enemigo no es simplemente otro armado sino una economía creciente, es decir, una demanda interminable de nudos y nodos que consoliden el flujo.

Y en rigor así ha sido. A cuatro años de desatadas las hostilidades, el gobierno ha perdido aparentemente en todos los renglones: hoy se produce más, se transporta más, se consume más y, sobre todo, se mata más. Las bajas se apilan entre las comunidades y entre las fuerzas del orden. ¿Qué sentido ha tenido entonces el combate contra el narcotráfico?

Ya desde Maquiavelo, la teoría política debió enfrentar una pregunta que siempre acaba por retornar: ¿por qué el ejercicio de la violencia trae consigo la legitimación de quienes gobiernan? La búsqueda de respuestas a esta interrogante consumió la genialidad de Hobbes, Locke, Montesquieu, Kant, Hegel, Marx y Weber, entre muchos otros. Pero en el México de hoy arroja dilemas que aún están por ser formulados. Mientras que el gobierno pierde en el frente de guerra, mientras que la población sufre (es un eufemismo decir que en toda guerra pasa lo mismo) con las incursiones militares, los registros que hoy gobiernan a la opinión, la percepción y la conciencia ciudadanas están salvajamente dominados por los embalajes del narco, por los sintagmas del miedo, por la paranoia de una guerra sin sentido. Si una sociedad es el cúmulo de percepciones que produce sobre sí misma, para la sociedad mexicana no parece existir ningún otro problema hoy más que el de su secuestro por una guerra que ha arrasado con su mínima civilidad. Y en este sentido, la derecha ha triunfado en todos los renglones. Ha triunfado con su agenda, con su peculiar sentido de la legitimidad, con su banal manera de erradicar todos y cada uno de los problemas sociales (educación, salud, vivienda, pobreza, productividad, etcétera) del horizonte de expectativas de la actualidad.

Algo ha cambiado en las profundidades de la política. Hoy es posible mantener en la macropolítica la fachada de un parlamento, cierto juego de prensa, un aparato de justica que todavía puede regatear, mientras que en la micropolítica de la esquina de cada calle, frente al ciudadano de a pie se desenvuelve un drama violento y cotidiano sin solución. Es, sin duda, una manera inédita de gobernar.

¿Es posible terminar con la guerra? Sí, claro que sí. Lo paralegal debe y puede volver a ser paralegal. Lo es en todas partes del mundo. La anomia debe y puede ser regulada, pero no mientras exista una franja en el poder que está dispuesta a utilizarla como el emblema esencial para ocultar que es incapaz de sostenerse con las exclusivas armas de la política.