Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de marzo de 2011 Num: 835

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Tres poemas
Lefteris Poulios

Educación y lectura en México: una década perdida
Juan Domingo Argüelles

El humor no es cosa de risa
Enrique Héctor González

El humor: vivir la gracia
Ricardo Guzmán Wolffer

El observatorio de Tonantzintla
Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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UN DICCIONARIO TAN CUERDO COMO ALUCINANTE

RICARDO YÁÑEZ


Breve diccionario clínico del alma,
Jesús Ramírez-Bermúdez,
Debate,
México, 2010.

¿Cómo describir en unas cuántas líneas la alegría, el pasmo, la angustia y hasta –es la mera verdad– la ternura que en uno suscita la lectura de este no tan breve, más bien sucinto diccionario (quitemos de momento el “clínico”) del alma, hijo, me parece a mí, a la vez de la ilustración y del romanticismo?, ¿la admiración, también?, ¿y, quizás exagere, el agradecimiento?

Contra lo que prescribe la consigna popular, no se puede. O no puedo yo. ¿Y entonces para qué escribes?, podría alguien preguntar. Si quieren nada más para recomendar un libro muy recomendable. Por exigente consigo mismo, por cuidadoso consigo mismo, por generoso –atento– con los demás (esos demás –existen– que leen, pero no nada más ellos).

Ternura es una palabra difícil de usar en cualquier reseña, pero a qué otra palabra recurriría quien esto escribe para hablar de la “tonta” de la familia que tan eficiente, tan inteligentemente salva al joven doctor (el propio autor hace algunos años), quien por error apresura la muerte de la matriarca de una zona que en buena parte nos recuerda los paisajes rulfianos; a qué otra cuando piensa en ese joven –en ese preciso instante– que el doctor Ramírez-Bermúdez fue.

No me detendré, no es aquí posible, en las enfermedades abordadas –con una solvencia narrativa, con una prosa pulcra, con lo que considero (lego completamente en ello yo) un saber expositivo poco común. Me limito a nombrarlas: autoscopia, delirio, duelo, esquizofrenia, melancolía involutiva, moria, mutismo, obsesividad, psicosis, y los síndromes de Charles Bonnet, de Cotard, de Ekbom, de la mala identificación delirante, del miembro extraño.

Nutrido en escritores entre que indispensables e ineludibles, para no irrealizarlos con el “grandes”, como Montaigne, Borges, Tolstoi, Gadamer, Hoffman, Lao Tse, Calvino, Jabés..., más no pocos para mí enigmáticos autores de ciencia ficción y, claro está, la literatura propia de su área, la neuropsiquiatría, Ramírez-Bermúdez es claro, ameno, convincente y... cercano. El lector lo percibe (oso ponerme en el papel general o abstracto de “el lector”), y esto que parece poco no lo es, como un autor confiable. Inspira, dejemos la retórica, confianza.

Un hombre sueña con mantarrayas, naturalmente en el mar, y al despertar las mantarrayas, como el dinosaurio monterrosiano famosísimo, siguen ahí, ahora por el aire, acompañándolo a la cocina. Ese mismo hombre, que es capaz de componer, como un compositor –no siempre: las angustiosas son involuntarias–, sus visiones o alucinaciones, de pronto se encuentra solo con su abuela que agoniza en un hospital, sangrando ella de la boca, en el que hay muchas, muchas, una infinidad de camas, “y en cada cama está mi abuela moribunda”.

Corto sin finalizar con una muestra del entendimiento de lo literario por parte del autor: “...en las zonas de mayor exaltación y desconcierto [...] donde se funden los significados de la vida y el alma, se requiere la maestría del juego de palabras para decir la verdad en una forma diferente a lo que dice el dogma”


ANDARSE POR LAS RAMAS

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

 


Parques o el imán de la tierra,
Ana Franco Ortuño,
Raíz del Agua,
México, 2009.

Un poema es un árbol, ya se sabe: ramas sus versos, imágenes sus hojas, límpida luz la savia que lo recorre. ¿Eso es todo? No, eso es poco. El poema es, más que eso, antes que eso, en vez de eso, un organismo verbal que se comporta a su manera. En ningún otro espacio la escritura se siente tan a sus anchas, como un árbol en el amplio jardín de una estancia veraniega. Y el jardín es también el poema, como lo sabe el árabe. El poema es la parte y es el todo: un árbol, un jardín deshabitado.

Porque nadie (o casi nadie) hoy en día, vive de o en o para la poesía: todos somos parásitos ocasionales de su incandescencia. De hecho, eso ha ocurrido siempre, sólo que estos tiempos bemoles, que nos sostienen apenas entre la incredulidad y la abulia, lo dejan ver con mayor claridad: un libro de poemas, esa forma de la exquisitez que a nadie quita el sueño (y sabemos, desde la Odisea, que Nadie es un tramposo), se lee casi sólo a sí mismo desde el páramo de su indefensión.

Ana Franco es una poeta poblada de árboles y pájaros y viento y sal: Parques o el imán de la tierra, su obra más reciente, así permite advertirlo. El libro avanza con una cadencia sincopada que poco tiene que ver con el jazz, pero lo recuerda desde sus ritmos precisos, duros, asintácticos –o, por mejor decir, desde sus pausas inesperadas, a veces rudas, que dicen tanto como las palabras que las denuncian. Porque un poeta que no valora el silencio, para alarma de Mallarmé, es uno que se contenta con decir sin sugerir, con parloteos que han perdido el sano instinto de la provocación.

“Algo que no se ve también lo habita”, se lee en algún verso del libro, endecasílabo que revela, me parece, la naturaleza original de su escritura, que no se anda por las ramas (aunque la obra esté llena de árboles y pájaros, intermitencias sutiles en un viento casi sólido) para disminuir el tamaño de las letras, desfigurar los renglones o dejar que su íntimo discurso descanse al final en una coma, inopinada pausa que parece una enmienda al destino: si nada tiene punto final, ¿por qué habría de tenerlo el poema?: la coma colma, culmina ese fragmento de ser que somos.

Ana Franco es una mujer que explora, tanto en sus textos como en el periódico de poesía del que es secretaria de redacción, menos la voz propia que los intervalos del mundo, esas zonas habitadas por el eco, esas huellas del aire en la mirada ciega de las cosas. Y por eso acusa en su colección de parques personales la búsqueda de alguna oculta semejanza, un concepto común que ilumine la diferencia entre “las hojas navegantes” de Tamoanchán, “un tronco/ que engulle/ tan agridulce precisión de níspero/ y naranja” en el Parc Güell y la lluvia en el Altillo aledaño a donde ella vive, tal como Tangerine Dream lo hizo musicalmente, hace veinticinco años, en Le Parc, obra conceptual donde cada track es un tránsito entre el Tiergarten de Berlín y Hyde Park, entre Central Park y el Bois de Boulogne.

Hablo de una escritura llena de tráfico y señales, guiños en busca de “alguna grieta que mostrara/ la totalidad”, esa urgente necedad de saber (no conocer, sino probar, gustar) el verdadero nombre de las cosas, que sólo puede atisbarse desde la poesía, desde la intuición inconforme que se advierte en la obra de los poetas activos, los que todavía andan buscando, los que no han sido petrificados por un premio o momificados por una tradición. Es el caso de Ana Franco, joven escritora en cuyo arsenal poético se advierte que aún hay mucho parque del cual echar mano.


LA RISA COMO INTROSPECCIÓN

RICARDO GUZMÁN


Sólo me río cuando me duele,
Rafael Barajas el Fisgón,
Planeta,
México, 2009.

El Fisgón es bien conocido por sus caricaturas políticas, muchas usadas como bandera –literalmente– por integrantes de movimientos sociales, pero a pesar de sus libros históricos sobre el estudio de la caricatura en México, apenas ahora este artista de la crítica muestra parte del bagaje cultural que lo lleva a realizar esos monos de humor salvaje como si fuera lo más natural. Atrás de esos trazos hirientes existe el estudio sistemático e histórico del fenómeno del humor en México.

El libro de el Fisgón puede ser visto como una recopilación de chistes en las temáticas que aborda: el machismo, la muerte, el humor negro, y muchos más: en cada uno de estos apartados hay una serie de citas que por su sola lectura ya hacen recomendable el texto de este premiado autor. Incluso en las partes donde expresa su repudio al humor machista y misógino, las citas son disfrutables. Sólo porque se lee la manera en que el autor propone su concepto de ese humor machín y cómo le parece reprochable, uno podría suponer que no se divirtió reseñando la bola de pelandrujadas que se dicen para despreciar al hombre y a la mujer. Las citas sobre Salvador Novo, para sustentar la tesis de que ante los embates por su homosexualidad sólo le quedaba la peor burla para contraatacar a sus enemigos políticos y culteranos, no tienen desperdicio.

El autor desglosa con clara vena didáctica el humor del Cantinflas recordado por todas las generaciones: el de sus inicios, cuando verbo mataba carita (y casi lo que fuera). El tema del albur barbaján también es abordado como un fenómeno lingüístico que no puede ser desligado del mexicano medio. La nota roja y las temibles (y por ello risibles) prácticas judiciales se deshebran para mostrar parte del gusto nacional por lo morboso y su asimilación en lo cotidiano. Las referencias al humor son múltiples: en lo literario, en las historietas, en lo político, en la antropología cultural: en todos los campos el Fisgón encuentra tema de análisis, pues el humor está en los lugares más evidentes, pero con los sentidos menos estimables: atrás de las bravuconadas divertidas, la violencia late para asegurar al macho alfa que todos llevamos dentro y que muchos no pueden sacar más que en la burla.

De los mayores logros del libro es el de mostrar cómo el campo del humor es fértil para la investigación, sobre todo desde la perspectiva nacional, para dejar la esperanza de que el autor continúe con la investigación en muchos otros lugares donde el humor mexicano repta de modos singulares: el humor involuntario (de los políticos, de las telenovelas, del cine “de arte”, del futbol nacional, etcétera).

Entre los muchos nichos dejados por el maestro Monsiváis, el relativo al análisis sobre el humor mexicano parece comenzar a ocuparse. Un libro que llama a la risa filosófica se compartan o no las conclusiones del certero autor.



Donde el águila paró,
Mario Calderón,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla,
México, 2010.

Sostiene Ignacio Trejo Fuentes, respecto de este cuentario del también poeta Calderón, que al hablar del campo mexicano “echa a andar a sus criaturas por ese mundo desolado y amargo” pero que no hay en estas historias “nada de lloriqueante [ni] de panfletario” y que pueden hallarse “dosis notables de humanidad”. Ha de comprobarlo el lector, que gozará al hacerlo de la prosa ligera y fluida del autor, en las doce piezas que conforman el volumen.



La libertad de ser distinto,
Óscar de la Borbolla,
Plaza y Janés,
México, 2010.

La veintena de textos que componen este libro de relatos tienen títulos de elocuencia contundente, verbigracia “Silencios”,  “Muertes”,  “Mentiras”, “Deseos”, “Dudas”, “Ocasiones”, “Sospechas”, “Coartadas” y “Adicciones”. En ellos, De la Borbolla vuelve a poner de manifiesto su ya reconocida capacidad fabuladora, así como el gusto por la palabra, precisa y no infrecuentemente provista de elegancia, puestos al servicio de una temática que se desdobla sobre sí misma.



Caída libre,
Carlos Martín Briceño,
Ficticia,
México, 2010.

Es el autor cuentista consumado e irredento, y cultiva el género con una consistencia y un fervor como realmente pocos escritores de su generación y aledañas. Basten como prueba los diversos premios obtenidos, como el que concedió la Universidad Autónoma de Yucatán en 2004, el Nacional de Cuento Beatriz Espejo un año antes, o la mención honorífica en el Nacional de Cuento San Luis Potosí en 2008. Esta Caída libre, reunión de catorce piezas de electrizada tensión narrativa y exactitud escritural, son prueba fehaciente de que, a veces, los premios literarios sí coinciden con la calidad de lo premiado.