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Alegato de un montonero residual
C

iudad de México, cantina La Castellana (avenida Insurgentes y Antonio Caso), diciembre de 1974. Soy de la “Ciudad de Astengo y de Echesortu y Casas / cuna del…”.

El viejo alzó el vaso de café con leche (así le llamaba al güisqui) y completó la cuarteta: “…cuna del ‘honorable Benvenuto’ / ciudad donde se funden dos mil razas / pero ningún gringo bruto jamás se fundió”.

La evocación de Rosario lo llenó de nostalgia, y bautizó mi amistad con Rodolfo Puiggrós, uno de los intelectuales más queridos y respetados de la UNAM y América Latina. Un año después, me invitó a integrar el Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (Cospa).

Puiggrós falleció en La Habana, el 12 de noviembre de 1980. Día nefasto en el que también se apagaron las vidas de sus amigos Mario Zapata (periodista republicano español exiliado en México) y el peruano Genaro Carnero Checa, fundador de la Federación Latinoamericana de Periodistas.

Apenas cuatro meses antes, en Managua, había platicado por última vez con el ex rector de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires (29/05-2/10/1973) y miembro del Consejo Superior del Peronismo Montonero (1977-83). A sus 74 años, estaba como siempre: lúcido, enhiesto, optimista.

¿En qué fuentes se apoyó el académico argentino Omar Acha para afirmar que durante su internación Puiggrós “…comenzó a alucinar: …llamaba al perrito de Sergio (su hijo, oficial montonero caído en combate en 1976), hablaba de éste y de Adriana…” (La nación futura: Rodolfo Puiggrós en las encrucijadas argentinas del siglo XX. Eudeba, 2006).

Buenos Aires, diciembre de 2010. Con ansiedad, un joven militante me pregunta a quemarropa:

–Che… ¿es verdad que Montoneros embalsamó en Cuba el cadáver de Puiggrós, y lo sometió en México a rituales políticos?

–¿De qué mierda hablás?

El joven tomó un libro de su portafolios, y leyó la contraportada: Un día de 1987, en el cementerio de México DF, Adriana Puiggrós se percató, no sin asombro y dolor, de que su padre, Rodolfo, muerto en 1980, había sido embalsamado por un grupo político residual (sic), sin consulta previa a la familia, y cumpliendo así con un ritual que eslabona la inexplicable pasión necrofílica, ya consuetudinaria en la historia argentina.

En mi cabeza saltaron las fuertes imágenes de la insidiosa (y a un tiempo excelente) novela de Tomás Eloy Martínez:

–¿Estás leyendo la segunda parte de Santa Evita?

El joven mostró la portada del libro Rodolfo Puiggrós. Retrato familiar de un intelectual militante (Taurus, Buenos Aires, 2010). Y leyó otro párrafo:

“¿Qué articulación perversa permitió que el cuerpo de mi padre, crítico acérrimo de la burocracia soviética, fuera tratado con técnicas cubanas herederas de las que aplicó el patólogo Alexei Ivanovich Abrikosovun al cuerpo de Lenin por orden de Stalin…?” (p. 27).

Cuernavaca, febrero 2011. Gran parte de los revolucionarios nacidos en la primera mitad del siglo pasado tuvieron hijos que, en algún tramo de sus vidas, endosaron a sus progenitores las desquiciantes consecuencias del compromiso político en el ámbito familiar.

¿Derrota moral o política? Si ambas son iguales, nada restaría por añadir. Pero Rodolfo decía: caer nueve veces, levantarse 10. Y la historia le dio la razón: esa nueva generación de jóvenes argentinos, sus nietos, gestores de la victoria moral y política sobre sus enemigos.

Es sabido que, con el tiempo, la interpretación del pasado individual o colectivo le presta alas a la imaginación. El propio autor de Santa Evita lo admitió, cuando fue emplazado por sus lectores. Sin embargo, con la ayuda de documentos oficiales podemos separar la paja del trigo.

Acabo de leer, por ejemplo, un escrito de Alberto Osvaldo Carmena (doctor honoris causa de varias universidades latinoamericanas, ex investigador de la NASA y multipremiado médico argentino), donde explica las reglamentaciones sanitarias previstas por la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, para el traslado de un cadáver.

Explicación pertinente, pues en su retrato familiar Adriana echó mano del recuerdo de un niño de 12 años que asistió al funeral de su padre en México: “…y me quedó grabado para siempre porque era una cosa rarísima, y a todo el mundo pregunté: ¿se sueldan con autógena las cajas de muertos?” (p. 13).

El doctor Carmena aclara: El cadáver de Puiggrós fue colocado dentro de otro de madera y lacrado y sellado por la embajada de los Estados Unidos Mexicanos. Y añade: la certificación del director del Instituto de Medicina Legal de Cuba: “…(el cuerpo) ha sido embalsamado por técnicos del Departamento de Tanatología del instituto. Se acompaña el certificado de defunción firmado por la doctora Alina Valdés, del hospital Ciro García Reyes”.

Aguantando la indignación, y asumiendo con humor su condición de montonero residual, el doctor Carmena (80 años), cierra el documento con una petición: Sirva este escrito para que no se tergiverse lo ocurrido. No fue ninguna actitud necrofílica de quienes como las autoridades sanitarias de Cuba y México, sólo respetaron la legislación internacional.

Para Delia C. de Puiggrós.