Opinión
Ver día anteriorMiércoles 16 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Arte y enfermedad: intersecciones
C

uando cavilo sobre los vínculos entre arte y algunas vetas de la enfermedad suelo preguntarme acerca del origen y las razones de esas intersecciones. Siempre, sea a vuelapluma, o cobijado por pláticas con colegas, con artistas o por medio de lecturas llego a la misma respuesta. Dentro del arte es frecuente encontrar tintes o reminiscencias de algún ser querido enfermo, del dolor producido por la muerte de personas cercanas, de la poética del alma rota como consecuencia del desamor o de la devastación que sufren los seres queridos cuando enferman. Dentro de la medicina sucede algo similar: el enfermo que se suicida, el amante que finge una enfermedad o el sano que busca a toda costa convertirse en enfermo evocan imágenes del cine, de la poesía o del ballet.

Los tropiezos, los dolores y las noches inconclusas como consecuencia del mal, suelen convertirse en compañeros de la vida y de los días de cualquier persona. Quienes se dedican al arte no escapan a esa realidad. La pluma, el pincel, o el teclado pueden sufrir el contagio del alma rota o del hueco imposible de llenar tras la muerte del ser querido. El artista, preso de algún mal, o agobiado por los descalabros en el entorno de su vida, o en las de sus allegados víctimas de alguna patología, puede absorber esas heridas y darles otras formas, otros cauces. Pintar la enfermedad, retratar las cicatrices, o cincelar los adioses de las pérdidas son sucesos conocidos y frecuentes.

Durante el periplo de la enfermedad el dolor alimenta la melancolía. En ese duro camino, la libido invoca el tiempo viejo, el tiempo que ya no regresa, el tiempo cuando la esperanza contaba con las armas suficientes para derrotar a la realidad. En ese vaivén el artista se convierte en testigo del otro y en testigo de sí mismo. Cuando el artista reflexiona a partir de su ser testigo, la pulsión de crear se tiñe con nuevas y abigarradas ideas por el dolor que produce la enfermedad. Copio las primeras líneas de Autopsicografía, parte del Cancionero, de Fernando Pessoa: El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente.

Los vínculos entre arte –pintura, literatura, danza, fotografía y música– y enfermedad son vastos. Así como en ocasiones el artista se nutre de la enfermedad, también, en ocasiones, la enfermedad mejora o desaparece gracias al arte. En medicina es fácil rastrear incontables ejemplos en que el enfermo parece haber sido extraído de algún párrafo literario, de una figura de un cuadro o de alguna fotografía. El artista y, en ocasiones el médico, entretejen la literatura de la realidad con la ficción de la vida y ambas con los destrozos de la enfermedad.

El artista copia fragmentos de la vida y vive porciones de la enfermedad. Lo mismo le sucede al médico. En el cine, en la poesía o en la literatura encuentra episodios acerca de algunas patologías de las personas que atiende. El artista, cuando crea, se convierte en médico de sí mismo y en galeno de quienes lean, observen o toquen algunas de sus obras. El doctor, cuando cura o ayuda, modifica la realidad del afectado; en ocasiones, gracias al proceso terapéutico y a las voces de sus enfermos, el médico se transforma en médico de sí mismo.

De ese tinglado, de la mismidad del artista como sanador y de la mismidad del médico como curador emergen algunos entrecruzamientos entre arte y enfermedad. No hay que olvidar que un cuadro o un ballet pueden contribuir en el proceso de curación; no hay tampoco que olvidar que muchos médicos sanan a sus interlocutores por medio de las palabras y de la escucha y no por los efectos de los medicamentos.

Los griegos acuñaron el término clínica para humanizar la medicina. Clínica significa al pie de la cama. Al lado, o al pie de las palabras se inicia la cura, se reinventa el alfabeto y se da voz al alma del enfermo. El alma, fragmentada, despulida, que huye, que habita otras tierras, que busca quien la toque y la zurza es uno de los objetivos de la buena clínica.

Nunca sabremos qué es lo que sucede en la intimidad del alma y menos en los intersticios del alma enferma. No lo sabremos porque el deseo, el enamoramiento, la tristeza, el erotismo, la obsesión, la libido, el desamor y tantos otros sinsabores y sabores son tan o más etéreos que el aire. Ni la clonación ni la ingeniería genética podrán disecar el alma. La escucha es insustituible. Gracias a la escucha se abren algunas avenidas para comprender la enfermedad y se intenta entender los rincones deformados por la patología. Aunque nunca comprenderemos del todo lo que sucede en la casa del alma la mejor vía para tocarla es la buena clínica.

Acercar el dolor y arroparlo por medio de la literatura, escuchar las voces de los enfermos y explicarlas gracias a la filosofía son fragmentos esenciales de la clínica. Esa esencia se enriquece gracias al arte. Esa esencia se nutre de las palabras de los enfermos y se comprende mejor cuando la escritura, la pintura o el ballet se transforman en parte del corpus clínico.

(Parte de las reflexiones de este texto provienen del libro Breve diccionario clínico del alma, de Jesús Ramírez-Bermúdez. Editorial Debate, 2010. Su lectura gratifica y enriquece.)