Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de marzo de 2011 Num: 837

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
RicardoVenegas

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Cartas de Carlos Pellicer
Carlos Pellicer López

El animal del lenguaje
Emiliano Becerril

Los ojos de los que no están
Raúl Olvera Mijares entrevista con Benito Taibo

Cézanne, retrato del artista fracasado
Manuel Vicent

Creador de sueños
Miguel Ángel Muñoz

Un inspector de tranvías
Baldomero Fernández Moreno

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Misterios del dinero

Yo, como la mayoría de mis parientes y amigos, soy una papa para los negocios. Los mecanismos para hacer dinero, multiplicarlo y hacerlo rendir, me resultan un misterio insondable. Fue en cuarto año cuando descubrí que existían niños hábiles para ganar dinero: uno de mis compañeros, Pepe, puso un negocio exitoso: a lo largo de ese año vendió tortas hechas por él, un peso más baratas que las de la cooperativa. Y como era un niño listo, se apostaba en la puerta del salón con su mochila llena de tortas y cuando te ponía la tuya en la mano, decía: “Sin hacer cola.”

Una mirada a la fila de niños hambrientos que perdían minutos preciosos del recreo en esperar a que les despacharan un sándwich apachurrado, nos convencía de que aprovechar sus servicios de tortero era la mejor decisión. Tenía, además, un menú. Al comenzar las clase de Biología mandaba papelitos por todo el salón: hay de jamón; hoy son de mermelada de fresa con mantequilla; de salchicha con huebo; de mortadela con queso amarillo. El comprador escribía su nombre en otro papelito, en el que metía dos pesos. Entonces lo mandaba de regreso al pupitre del empresario. Así aseguraba su torta. Todas, hasta la de mortadela, nos resultaban apetitosas y ¡eran un peso más baratas!

A las once de la mañana ya se había vendido la última. Todos sabíamos qué era lo que había detrás de esa iniciativa. Pepe quería una bicicleta con asiento banana. Sus calificaciones eran mediocres, tenía una ortografía delirante y no podía hacer quebrados por nada del mundo. Sus papás, preocupados porque Pepe no daba una y escribía huevo con be grande, le habían dicho que le regalarían la bicicleta si lograba salir en el cuadro de honor.

Pepe era realista y tomó el camino mercantil, porque intuía que el académico no lo conduciría adonde esperaba la bicicleta. Su mamá lo ayudaba a hacer las tortas, pues le hacía gracia. Ella ponía los toques que hacían las tortas de Pepe realmente superiores a los sándwiches de la cooperativa: jitomate en rebanadas, frijoles refritos, lechuga, chiles en vinagre, crema. Ingredientes que la mayoría de las mamás obviaba (a mí no me mandaban con torta, me daban dinero porque yo perdía varias loncheras al año).

Huelga decir que en verano, a pesar de su promedio de 7.5, Pepe anduvo por las calles de la colonia haciendo sonar la chicharra de su bici. Nos dio una envidia horrible, pero no se nos pasó por la cabeza imitar su laborioso ejemplo.

Pero como en los cómics abundaban las ilustraciones de niños vendiendo limonada en la puerta de sus casas, entendimos, por fin, que si queríamos más dinero que el que nuestros papás nos daban, debíamos hacer negocios. Mis hermanos y yo pusimos nuestro puesto y nos sentamos con cara de inocentes a ver qué adulto incauto se bebía una de nuestras aguas. Vendimos dos jarras, se terminaron los limones y a mi hermana se le ocurrió que usáramos sobres de gelatina de limón. Fracasamos, porque la nueva limonada se llenó de grumos, el color verde perico la hacía sospechosa y sabía a rayos.

Mi hermana, sabia desde entonces, se retiró del mundo de los negocios, y lista como es, se dedicó a estudiar. Me hermano y yo, en cambio, hicimos un montón de tonteras en busca del elusivo dinero. En secundaria, mi hermano, ni modo, hizo una función clandestina de cine: consiguió dos vhs con clásicos de la pornografía mundial y llamó a sus amigos para avisarles. Preparó ollas de palomitas, compró refrescos y puso las películas en la videocasetera ¡del cuarto de mis papás!

Sí consiguió el dinero, pero sus ganancias fueron requisadas inmediatamente por las autoridades, pues éstas llegaron a la casa y se dieron cuenta de que un montón de escuincles apestosos –literalmente, pues la mayoría tenía trece años y se había quitado los tenis– estaba haciendo bromas obscenas en su recámara. El cine Murguía fracasó. El público fue corrido sin miramientos de la sala de exhibición y sus mamás fueron informadas sobre las preferencias cinematográficas de sus retoños. Todos fueron castigados por ver Garganta profunda y Flesh Gordon.

Mi camino fue menos colorido, pero igualmente desprovisto de éxito. Vendí de todo: panqués, libros artesanales de tiraje limitadísimo, obra pictórica, gráfica, en fin. Ahora mismo ando metida con mi amiga c. en un negocio de juguetes literarios. Están muy bonitos, pero no salen las cuentas. Como lo confesé al principio: el dinero es un misterio.