Opinión
Ver día anteriorJueves 31 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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A favor de la vida
E

l asesinato de un grupo de personas, entre ellas el hijo del poeta Javier Sicilia, puso al desnudo la indefensión de la sociedad ante la guerra contra el crimen organizado, pero también las responsabilidades últimas de quienes la dirigen. Hay miedo, irritación, incertidumbre, cuando no cólera cada vez menos contenida. Las víctimas inocentes se multiplican sin que se castigue a los culpables y esa impunidad rampante magnifica la sensación de abandono, la desesperanza de la ciudadanía. Como en otras partes del país asoladas por la violencia, en Morelos no hay día sin noticias aterradoras. Apenas la semana pasada se halló el cadáver del líder de la CTM en el estado; hoy nos estremece la matanza colectiva, a sangre fría, de los jóvenes abandonados en Temixco.

La inseguridad creciente no es una percepción errónea de la sociedad: existe y se extiende, sin importar lo que diga o deje de decir la prensa o los pactos entre las empresas mediáticas. Las demostraciones de poder de la delincuencia desbordan todos los cálculos. Hace un tiempo paralizaron la ciudad de Cuernavaca usando las redes sociales ante la absoluta ineptitud de las autoridades para defenderla. La gente sabe de qué son capaces y se cuida de ellos como Dios le da a entender. Desconfía de los discursos triunfalistas del gobierno porque tiene a la vista los hechos, las complicidades, los contubernios que explican la inseguridad, la escasa participación de la gente común en las tareas de denuncia debido a muy justificados temores.

Corre la versión de que el objetivo de la masacre de Temixco era liquidar a un presunto informante del Ejército al que llegaron siguiendo a sus sobrinos, ajenos por completo a las denuncias contra el narco. En el lugar estaba el joven Sicilia. Los ejecutaron a todos para no dejar rastro. La lucha entre los grupos que se disputan el territorio es real; también lo es la acción militar emprendida contra ellos pero no se calibran las consecuencias, lo cual, por cierto, obliga a pensar que la estrategia general desfallece o se equivoca. (Aquí, la Marina abatió al jefe de un poderoso cártel y, sin embargo, creció la violencia).

Lejos de volver a una idílica situación de paz y armonía (inexistente) nos encaminamos a la descomposición social, a la degradación paulatina de las formas civilizadas de convivencia, a un nuevo orden desprovisto de todo vestigio de solidaridad, fragmentado por una idea carcelaria del bienestar. La represión no es ni ha sido nunca verdadera solución a los graves problemas de las sociedades en crisis. Urge, pues, volver a lo fundamental. México tiene que superar la hipocresía de vivirse como un país de leyes cuando en todos los órdenes priva la doblez, la simulación que separa las normas de los hechos. Es increíble que el Presidente de la República dedique el tiempo a cuadrar las estadísticas para que éstas nos digan lo contrario de lo que la terca realidad se empeña en mostrarnos. Lo mismo en cuanto se trata de la lucha contra la delincuencia organizada o de la pobreza; de los asesinatos o del empleo. A una doble vara una doble moral. Si la experiencia nos dice que el sindicalismo está ahogado por las prácticas laborales que reconocen los contratos de protección, la autoridad dirá que eso no es así porque la ley no los permite. Y así hasta el infinito. Acabar con ese formalismo es indispensable para llevar adelante la reforma política y moral (Gramsci) que México necesita, pero esa es una empresa que corresponde a la ciudadanía, usando los medios pacíficos que estén a su alcance, a sabiendas de que el cambio requerido implica, dada su radicalidad, un despertar de las conciencias y muchos sacrificios.

Es una vergüenza que la historia de la violencia quede registrada en la nota roja. Cuando un menor convertido en sicario degüella a cuatro personas, les corta los genitales y los cadáveres se exhiben colgando de los puentes, no estamos sólo ante un caso terrible pero al fin excepcional. El mal nos interpela a todos. A fin de cuentas ese es el horizonte vital en el que ya se mueven millones de jóvenes a quienes la sociedad no ofrece salida alguna. Un país que se acostumbra a las cabezas cortadas, a los tambos con cuerpos cocinados con ácidos, a las fosas comunes, a las desapariciones de los migrantes, a las grotescas exhibiciones de los capos en la tele tratados como estrellas, a los efectos colaterales, difícilmente saldrá del pozo. La solución no es el silencio. Tampoco la protección de las personas puede ser un asunto exclusivo de la policía, aunque su intervención necesaria se vea hoy coartada por la corrupción. La seguridad es cuestión de Estado en la medida que concierne a la vida entera del ciudadano. Pero esa visión es, justamente, la que está en crisis y con ella una ideología que ha roto los lazos de solidaridad en nombre del enriquecimiento individual, que cree descubrir el paraíso con la ampliación de la clase media medida por el número de refrigeradores adquiridos, pero que es caldo de cultivo para que los más jóvenes se inclinen por Tánatos, ese volado por la vida que amenaza con disolvernos. Apelar a los valores está muy bien, pero hacerlo sin reconocer la urgencia del cambio en el orden social que hoy condena a millones a la pobreza o a la insuperable desigualdad, tal y como están las cosas, puede ser un camino inesperado a la hipocresía y a la defensa de los privilegios que no se tocan.

El dolor causado a las familias que han visto asesinar a sus hijos es inconmensurable. Podemos nombrar y guardar la memoria de algunas víctimas, extraerlas del infierno al que se les condenó injustamente a través de un acto vil, pero no olvidemos que hay otros 40 mil muertos cuyos nombres se esfumaron en el anonimato igualador. ¿Es que ellos no tienen familias? Me pregunto: ¿Cuánto rencor se habrá  destilado en la sociedad mexicana cuando cese esta guerra sin fin? ¿Qué le quedará a las nuevas generaciones del país que quisimos ser apenas hace dos siglos?

Nunca como ahora urge rescatar un discurso progresista a favor de la vida. Aceptar la idea de que es necesaria la mano dura es ir directo a la barbarie (de la que no estamos tan lejos). La deshumanización sería el resultado más intolerable de tanta irracionalidad en curso. Evitémoslo. México necesita cambiar.