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Un regalo inesperado
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José Saramago y Pilar del Río en una imagen cortesía de la editorial Alfaguara
E

l 18 de junio de 2009, un año antes del día que iba a morir, José Saramago anotó en este que sería su último cuaderno:

Hace más de treinta años escribí: Castelo Novo es una de las más conmovedoras memorias del viajero. Tal vez un día vuelva, tal vez no vuelva nunca, tal vez evite volver, porque hay experiencias que no se repiten. El viajero no volverá a hablar de la hora, de la luz, de la atmósfera húmeda. Pide sólo que nada de esto sea olvidado mientras por las empinadas calles sube. Queden, pues, la luz y la hora ahí paradas, en el tiempo y en el cielo.

Y se pararon, sí, la luz y la hora, justo un año después de aquel viaje en que José Saramago leyó estas palabras para el grupo de amigos que le acompañaba y todos supimos entonces, con la experiencia de nuestras propias vidas, que no volveríamos a sentarnos en las escalinatas de la fuente de Castelo Novo, que oír la voz entrecortada por la emoción del escritor viajero era un privilegio que no se repetiría nunca más. José Saramago recorría su país, el que describió en el formidable libro Viaje a Portugal, pues en su último tiempo se empeñó en iniciar una ruta nueva, El Camino de Salomón, para respirar una vez más aires conocidos y decir adiós a los paisajes que antes había iluminado. Así son las despedidas de los hombres que saben que han nacido de la tierra y que a la tierra vuelven, pero abrazados a ella, con esa especie de inmortalidad que ofrece el suelo del que nos levantamos cada día, con nuevas experiencias incorporadas. Las de quienes son suelo y tierra, nuestro sustento, tal vez nuestra alma.

El último cuaderno de Saramago no es un libro triste. Tampoco contiene tanta indignación como Umberto Eco dice en su prólogo, escrito para los primeros textos y del que Saramago se hace eco en un juego insólito protagonizado por dos opinantes sin remedio, que no sólo no nacieron mudos, sino que con el pasar del tiempo encontraron muchas palabras para decirnos a todos unas cuantas verdades. Qué suerte tenemos de poder leerlos. No es éste un libro triste, digo, no es un libro tronante, es, simplemente, una despedida. Por eso, José Saramago, pese a estar atento a la anécdota del día o al suceso terrible, pese a usar el humor y la ironía y emplearse a fondo en la compasión, busca también en sus archivos y rescata textos dormidos que son actuales y nos los deja como regalos inesperados, no como un testamento, simplemente ofrendas íntimas que desvelan pasiones y sueños. Pessoa, por ejemplo. Con trazos poéticos pinta el retrato que de sí mismo haría el autor del Libro del desasosiego, o nos acerca al mundo de Kafka, o a la inevitable tristeza de Charlot, o nos describe la soberbia aventura de coronar la cima de la Montaña Blanca, en Lanzarote, un Everest para quien sale de casa con calzado inadecuado, al caer la tarde, sin linterna, mascarilla de oxígeno, sin un mísero bastón para apoyarse en la bajada, seiscientos metros, una nadería para un alpinista en la flor de la edad, una proeza a los setenta años.

Y sigue Saramago contando el lenguaje de los ríos, de las aguas que bajan tumultuosas en el río Castril o las mansas de su aldea, Azinhaga, y se enfrenta no una, sino muchas veces con la cosa Berlusconi, esa cosa, sí, habrá que repetirlo porque ahí sigue; se complace en escritores de su idioma, Agustina Bessa-Luís, Aquilino Riveiro, Raul Brandão, o en Gabo, no hay que decir el apellido del colombiano y mexicano, como lo presentó Carlos Fuentes una noche en México y luego de Saramago dijo que era portugués y mexicano, y fue la definición más hermosa y más real, tantas patrias como hombres tiene la tierra, todos semejantes unos a otros, como se vio en aquel acto de celebración de la literatura en una región que fue transparente y hoy, ay, no lo es, pese a la expresa voluntad de los mejores. También José Saramago se complace escribiendo sobre Galeano o Maria João Pires, y se indigna, sí, ahí se indigna, cuando ve África desde su ventana y no puede arrullar al continente que otros han depredado y lo siguen haciendo, porque codicia es lo que más hay en la tierra, no paisaje, como erróneamente escribió hace años. En este cuaderno último dice que la muerte es negra en África pero las armas que matan son blancas, tal vez la muerte de hambre también sea blanca, quién sabe, si no vamos al lugar en el que están los que mueren, no vemos a los que matan o mandan matar, estamos enzarzados en disputas domésticas mientras el lobo se come todos los corderos. Y Dios, las religiones, estas humanísimas invenciones, son otro asunto en el que entra Saramago, ateo confeso, que ser agnóstico le parece como ser del partido de en medio, una forma de estar y no estar, y desde su militante ateísmo le propone a las dos grandes confesiones monoteístas que se inventen un tercer Dios, no el del Cristianismo ni el del Islam, un Dios ecuménico que pueda ser adorado por unos y otros y así se acaben las guerras de religión y se ponga fin a la terrible función de esos niños vestidos de negro que las familias entregan para que otros los adiestren y sean mártires. Esto ocurre en Yemen y los niños son como nuestros hijos, miran igual, ansían tener un cochecito con ruedas con el que jugar ladera abajo. Tal vez mañana uno de ellos muera matando en nombre de Dios, pero Saramago no estará para escribir el epitafio, no el del niño, del que no nos llegará el nombre ni el color de sus ojos, sino el epitafio por las iglesias que siguen azuzando los instintos en vez de la razón que nos hace pensar, sublevarnos y quizá ser libres para decir no a las impostaciones. No es la palabra preferida del escritor que nos acompañará unas líneas más adelante, tengan un poco de paciencia.

Éste es un libro de vida, un tesoro, un Saramago que nos habla al oído para decirnos que el problema no es la justicia, sino los jueces que la administran en el mundo, sea en Guatemala, en España o en Estados Unidos. Que defiende a Garzón con la misma fuerza con que se pone al lado de las víctimas, las de África, ya mencionadas, las que en España se quedaron en cunetas tras una guerra que ellos no declararon y nadie, setenta años después, había vindicado hasta que llegaron nietos intrépidos y encontraron a un juez que los oyó y todos, por ese hecho, nos pusimos a hablar e incluso a decir disparates, como si enterrar a los muertos no fuera obligación humana, sólo mandamiento divino para los que se dicen elegidos. A veces Saramago se deja ir en sueños, recupera árboles con Jean Giono, o películas que son la sal de la tierra, o le dice a Almodóvar que con Volver roza la belleza absoluta pero le pone deberes, le señala que tendrá que traducir a imágenes la gran película de la muerte, él que hizo la descripción de una forma de vivir Madrid, tan célebre. O escribe las más bellas palabras de amor en una carta que María Magdalena le dirige a Jesús:

“Y cuando, algunos días después, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: ‘Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti’, y él me respondió: ‘Quiero estar donde esté mi sombra, si es allí donde van a estar tus ojos’. Nos amábamos y decíamos palabras como éstas, no porque fueran bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era preciso que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.”

Este último cuaderno no abarca un año. De pronto sintió que le quedaban dos libros por escribir y se empeñó en ellos las veinticuatro horas del día. En uno que lleva por título Caín se enfrenta al Dios de la Biblia, le confronta con las muertes que provoca, desde Abel hasta los niños de Sodoma y Gomorra, también calcinados por pecados –¿qué es eso del pecado? se ha preguntado insistentemente Saramago– que ellos, los niños recién nacidos, no habrían podido cometer, hasta el Diluvio Universal, el mundo entero ahogado, un tsunami definitivo que sólo respetaría a Noé y a su dudosa estirpe de no haber mediado Caín para poner punto y final a una historia que no merece ser contada en esa clave de sangre y castigo. Caín es un grito agónico, no dramático, tal vez trágico, un no nos toméis más el pelo, ya somos mayores, porque el día que el último hombre muera también Dios morirá y todos los sistemas creados en torno a la vida eterna no serán más que partículas de la nada. Para escribir este libro dejó José Saramago de entrar de forma asidua en su blog y luego, contando sus días, empezó otra novela, tenía título, Alabardas, Alabardas, espingardas, espingardas, un verso de Gil Vicente, iba ya comenzada cuando la muerte vino a alterar todos los planes y a disgustar a los lectores. La muerte, esa cosa sí absoluta, ese vacío interminable que a todos nos hiela y nos petrifica, da igual quién muera, si uno mismo, si el otro que se ama. O sea, que José Saramago no pudo contar la historia de los trabajadores de las fábricas de armas, aunque esboza la idea en este cuaderno, cuando lleguen a la página verán a qué me refiero.

Faltaban pocos días para que José Saramago muriera, ya no podía escribir pero dictó dos entradas en su blog. La penúltima la provocó el juez Garzón saliendo de la Audiencia Nacional, expulsado por sus pares, abrazado por algunos compañeros, aplaudido por funcionarios y amigos. Entonces Saramago lloró con Garzón, sintió rabia e impotencia porque estaba vivo y dictó porque sus manos temblaban sobre el teclado. La última entrada en su blog son dos palabras. Era mediodía, también estaba viendo un informativo en televisión y así, por ese medio, supo que un compañero suyo, un escritor sueco, se había sumado a una flotilla que pretendía romper un cerco terrible contra Palestina. Y Saramago, que de cercos sabía mucho, dijo sólo “Obrigado, Mankell”, Gracias, Mankell, y en estas dos palabras resumió todo, la admiración, la solidaridad, el respeto, la impotencia, su vida de persona que no se resigna, la gratitud ante quien no desfallece. Y luego murió y ya no habrá nada más que contar, no habrá más cuadernos, esa mirada oblicua para ver el revés de las cosas, la frontal, sin bajar nunca la cabeza ante el poder, sí para besar, la ironía, la curiosidad, la sabiduría de quien no habiendo nacido para contar sigue contando, y con qué actualidad ahora que ya no está y tanta falta nos sigue haciendo. Bendito sea José Saramago, autor de este último cuaderno, que fue capaz de escribirlo pensando en nosotros, sus lectores.

El libro póstumo de José Saramago, El último cuaderno, empieza a circular en México bajo el sello Alfaguara. Contiene dos prólogos, uno escrito por Pilar del Río, quien destinó este texto para ser publicado en La Jornada, y otro de la pluma de Umberto Eco. Recoge lo que el autor escribió en su blog entre el 23 de marzo de 2009 y el 2 de junio de 2010, 16 días antes de su muerte, en Lanzarote.