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Los guardianes de la libertad
E

l 3 de octubre de 2007, con desbocado optimismo, Felipe Calderón afirmó que su gobierno había capturado tantos delincuentes que ya había perdido la cuenta y, desnudando una mentalidad totalitaria, se atribuyó el monopolio del poder. Para entonces, sus asesores de cabecera en materia de propaganda, entre ellos el ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos y Héctor Aguilar Camín, del grupo Nexos, trabajaban en la fabricación de una matriz de opinión que legitimara su guerra reguladora de los mercados y las rutas de la economía criminal. Recogida después por el entonces procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, dicha matriz, que tendía a la formación de un periodismo patriótico –al apelar a la responsabilidad de los medios en la cobertura de la violencia–, puso énfasis en un mensaje uniformador: el crimen organizado era el enemigo del Estado, de los medios y de la población. A partir de esa premisa, se machacó que la violencia y el terror eran generados por los criminales, no por quien los combatía. Ergo, el enemigo era el crimen, no el gobierno. Y dado que los medios eran un campo de batalla en la guerra contra ese enemigo, debían sumarse a la cruzada gubernamental.

El 12 de mayo de 2008, golpeando el atril con la mano durante una conferencia de prensa, Calderón advirtió que su expresión ¡Ya basta! era una exigencia a todos: a los ciudadanos, para que no fueran cómplices de la ilegalidad; al Congreso y al Poder Judicial, para que cerraran el paso a la impunidad; a los medios, a fin de que divulgaran sus acciones contra la delincuencia en vez de compartir con los criminales la estrategia de sembrar el terror. Con una exasperación que ya le era habitual en esos días, su declaración, además de un amago a la libertad de expresión (y una invitación a la autocensura mediante el chantaje de la presunta complicidad de los medios con los criminales), reflejaba un despropósito de tintes autoritarios y hegemónicos.

Avanzado el sexenio, mientras el ex secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont exigía a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos no ser tonta útil de la criminalidad, y sus creadores de mitos lo alimentaban con frases dizque efectistas, tales como que la violencia en México es un problema de percepción; el narco una minoría ridícula; que estaba venciendo a cinco jinetes del apocalipsis; que los responsables de la violencia son los violentos y le empezaban a cansar las cantaletas contra el Ejército, el Presidente valiente insistiría en el frente mediático de su guerra, de cara a una necesaria interacción prensa-gobierno. Después, en el llamado Diálogo por la Seguridad –devenido en monólogo del poder en Campo Marte, lugar simbólico–, incitó a la población a ejercer una suerte de vigilantismo social y pidió a las iglesias delatar a narcos violando el secreto de confesión.

No obstante haber colocado en la agenda mediática la militarización de la lucha antinarco desde su llegada a Los Pinos en diciembre de 2006, y de ser el principal publicista de su propia guerra, el 6 de agosto del año pasado Calderón admitió que le falló su estrategia de comunicación. Ergo, no supo vender su guerra. En noviembre, aprovechó la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), viejo instrumento de Washington de la era de la guerra fría, para reforzar la triple alianza con los presidentes Obama, de Estados Unidos, y Santos, de Colombia, en la estrategia contrainsurgente regional del Pentágono, y exigió a los medios no hacer apología del crimen, conminándolos a luchar juntos contra ese enemigo común. De paso, revivió otra matriz de opinión de su campaña propagandística: la narcopolítica, dirigida a la oposición.

En diciembre siguiente, en un operativo de linchamiento mediático que tuvo como ariete a Televisa –el consorcio de la dinastía Azcárraga que durante años ha oficiado como una suerte de ministerio de propaganda gubernamental–, Calderón arremetió contra la revista Proceso, crítica de su gestión. En ese proceso de la verdad, Joaquín López Dóriga y los agentes de Tercer grado se abocaron a la legitimación del manotazo presidencial. Fue un ensayo general para lo que se buscará imponer en lo que resta del sexenio a los críticos del régimen, en el marco del pacto para la cobertura de la violencia y la criminalidad firmado el 24 de marzo por 751 medios. Como adelantó un editorial de La Jornada, la uniformidad como norma, con base en los contenidos que había venido exigiendo Calderón: la fabricación del consenso disfrazada de autorregulación ética, diría Chomsky.

El unanimismo amplio –con matices y no absoluto–, como coartada simuladora y/o justificación patente o latente de los crímenes de Estado, olvida que la razón de la mayoría no es la razón verdadera. La arquitectura o estructura formal del acuerdo está definida por un fondo que quiere ser negado u ocultado, esto es, la cuota parte de responsabilidad del Estado en la génesis de la violencia y el terror actuales, vía la militarización, paramilitarización y mercenarización de la guerra, con su zaga de violaciones flagrantes a los derechos humanos.

Más allá del reality show de los guardianes de la libertad, de la falsa simetría informativa de la telecracia y sus comparsas, y de la descalificación de la prensa crítica con base en la teoría de la conspiración, la simbiosis del duopolio de la tv con el gobierno y su aparato de Estado mafioso es una cuestión de sobrevivencia. Pero, como escribió John Pilger en The Guardian, el público necesita conocer la verdad sobre la guerra. ¿Por qué hay periodistas coludidos con los gobiernos para engañarnos? En definitiva, la misión de los facilitadores cómplices, como llamó el vocero de George Bush a los periodistas patrioteros, es mantener a raya a un enemigo cuyo nombre no se atreven a pronunciar: el público.

Con un abrazo fraterno a Javier Sicilia.