Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de abril de 2011 Num: 840

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La violencia en Cuernavaca
Ricardo Venegas

La raza cósmica:
85 años de utopía

Andreas Kurz

El blog, otro confín
de la creación literaria

Ricardo Bada

Libertad: la demanda
del mundo árabe

Una entrevista con el poeta sirio Adonis

Tres poemas
Adonis

Guillermo Scully,
las formas, el color
y las amigas

Francesca Gargallo

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Columnas:
Prosa-ismos
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Hugo Gutiérrez Vega

Jorge Souza y las ceremonias cotidianas

Hay en este mundo ceremonias que, por ser cotidianas, no notamos y nunca les reconocemos el enorme valor que tienen en nuestras pequeñas vidas y en la historia grande de la tierra de los hombres. Jorge Souza nos habla en uno de sus primeros libros, En las manos la niebla, de algunas de esas ceremonias: “Entre la niebla, los faros de los autos, los zumbidos de su paso veloz sobre la calle, un niño vende flores con su mano vendada, una tibia mujer parecida a una gata, espera en una esquina la llamada del cliente.” Estas cosas (these foolish things, decía la canción de los cuarenta) son las que marcan nuestra mirada al entregarnos la constante novedad del mundo. Italo Svevo afirmaba que “la vida es siempre original” y tenía razón, pues tanto en sus momentos dorados como en sus trampas mortales o ironías siniestras mantiene una originalidad a la vez deslumbrante y sobrecogedora.

El mundo está lleno de señales y el poeta las observa y las nombra, pues, de acuerdo con la idea platónica, “por su boca hablan los órganos de la divinidad”. En nuestro tiempo esas voces siguen siendo solemnes y dramáticas, pero la prisa, el tumulto, “el estruendo y la furia” no nos permiten escucharlas.Y no es que sean invariablemente ominosas. Todo lo contrario. Son, por lo general, amables y compasivas. Souza las escucha y, guiado por ellas, va nombrando las cosas del mundo y los signos casi ocultos que “hablan a la piel y hacen volar las aves sobre el cuerpo”. Se trata de criaturas bellas y misteriosas, de sensaciones siempre nuevas, siempre victoriosas sobre la repetición, inaccesibles al tedio. Todas ellas marcan “la hora que nuestro pan y nuestra sangre ya no olvidan”, nos entregan la sustancia prodigiosa de un momento de falsa irrelevancia, las imágenes de un mundo renacido en cada color del alba y minuciosamente reconstruido por el crepúsculo. En esta magia de lo natural, la luna ocupa el centro de la escena y es, por una parte, “madre del tiempo y emperatriz de los dolores” y, por la otra, un “volantín del miedo”. Todo tiene dos caras, todo depende del amor o del desamor que reinen en el momento de la escritura, del estado de beatitud o de los golpes del sobresalto.

Jorge Souza solemniza con retórica finamente armada los momentos de la vida y deja el registro puntual de los jueves decisivos, de la arcilla del origen y del fin; de las cocinas y las recámaras (Neruda nos abrió la puerta por la que entraron todos los nombres y todos los seres de la naturaleza: ácidos y ardientes basureros, milagrosas sopas de pescado, cebollas de equilibrio explicado sólo por el prodigio, ojos mirando los otoños, bicicletas rotas, anteojos perdidos en una esquina, boinas grises, aviadores cayendo. Todo es poetizable.) Nos deja, además, la sensación de lo perdido y lo añorado; la casa de Juan, ahí donde “las golondrinas del asombro trazan su geometría”, donde Tepic abre sus calles al alba que viene de los llanos (amapolita morada...) donde “Matatipac espejea.” Estas sensaciones originales son para el poeta “aromas invisibles” y “se desvanecen como el espíritu sobre las calles lastimadas por el día”. Por eso este libro recibe las constantes visitaciones de la niebla y, a veces, contemplamos sus paisajes interiores velados por la escarcha del vidrio de una ventana marcada por el invierno.

Souza escribe para que los seres y las cosas permanezcan o para que, al irse, nos dejen el consuelo de la memoria, tan buscado por don Jorge Manrique. Sabe que los objetos son más fieles que los seres humanos y, por lo mismo, confía su dubitativa esperanza a las mesas, a las ventanas, a las calles de la ciudad de la infancia y, sobre todo, a “la cálida saliva del amor” y a “la lengua que aniquila con su tacto profundo”.

En este libro encontrarán los buenos lectores una voz nueva que canta a veces con la entonación grave de los salmos; una voz deslumbrada y herida por el desengaño, una voz viajera sobre ciudades bajo la niebla, calles en la sombra, azoteas en las que relucen los pedazos de vidrio, rostros de mujer, cuerpos de amantes desnudos bajo el sol de la canícula y vidas iniciadas en el cerro de San Juan que engendra brumas y nubes, mientras alguien junto a nuestro oído dice nuestro nombre.

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