Opinión
Ver día anteriorLunes 11 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Procrastinar: mal modo político
L

os ajustes fiscales están a la orden del día. Es la fórmula que el capitalismo financiero encuentra para tratar de ordenar las variables que rehagan alguna ilusión de orden y estabilidad en los mercados; aunque sea de modo intermitente, puesto que las fluctuaciones son una fuente de ganancia.

En efecto, se hace cada vez más difícil aplazar un ajuste. La cuestión es si la naturaleza de las medidas que se están tomando nos ponen en el camino de un arreglo sostenible, o bien sólo son una forma de procrastinar. Y seguirlo haciendo apunta a provocar más conflictos sociales.

Portugal fue forzado la semana pasada a pedir el rescate de la Unión Europea ante la incapacidad de cubrir la deuda pública. Esto no fue una sorpresa realmente, pues desde hace meses se anuncia esta crisis. Un par de semanas atrás el primer ministro José Sócrates había perdido el voto en el Parlamento para aplicar fuertes ajustes fiscales y habrá de elegirse un nuevo gobierno.

Así, ese país se suma a los recientes rescates de Grecia e Irlanda y no hay razón para pensar que ahí acabarán los problemas de la zona euro. Mientras ocurría esta caída, el Banco Central Europeo subía las tasas de interés en lo que va más allá de un asunto de falta de coordinación política y muestra, en cambio, que los técnicos financieros están muy alejados de lo que pasa con la gente que paga los ajustes. El presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, es un caso paradigmático de estudio de la ruina de la tecnocracia financiera.

La deuda pública tiene un sustrato estructural en el que reside precisamente el contenido social de la política fiscal y monetaria, aunque en la aulas de las prestigiadas universidades y en los bancos centrales y ministerios de Hacienda se hagan de la vista gorda y piensen que operan en recintos quirúrgicos libres de contaminación.

Al mismo tiempo que caía Portugal, Barack Obama se enfrentaba al Congreso en el que los reanimados republicanos quieren ir con todo para provocar un ajuste fiscal. Los demócratas no han estado libres de torpezas en el manejo político de una deuda que crece, provocada por los excesos de los bancos y el cobijo de la política de bajas tasas de interés y la complacencia de los reguladores.

Llevaron el debate legislativo y la fricción con el presidente hasta el punto de amenazar con cerrar las operaciones del gobierno. No sería la primera vez que ocurriera (la anterior fue con Clinton) ni sus efectos son totalmente paralizadores. Indican, en cambio, diferencias claras en la noción de política pública.

A pesar de lo que se sabe, insisten los más radicales –como los del Tea Party– en que una rebaja de los impuestos se paga a sí misma al generar mayor actividad económica. Pero en el fondo está su profundo disgusto por los programas de corte social, prácticamente todos, por cierto. Las demandas que hicieron para forzar un compromiso son fehacientes.

Pero todo este jaloneo ideológico se queda al margen de las condiciones estructurales del déficit. Unos datos sólo ilustran la cuestión: en 2011, del total del gasto federal, 44 por ciento corresponde a los programas sociales, que son derechos adquiridos por la población, 24 por ciento es gasto en defensa, otra cuarta parte gastos discrecionales, y 7 por ciento pagos netos de intereses.

Esto delimita en términos financieros el debate fiscal en curso, pero es en esencia un asunto abiertamente político. La dimensión real del conflicto está en la forma de reordenar los acuerdos sociales prevalecientes y que cada vez más chocan con las exigencias de los agentes financieros y lo que se presenta como las exigencias del mercado.

De modo absurdo se trata a estos dictados como si fuesen una fuerza abstracta que impone los comportamientos privados y públicos sin espacios para maniobrar. Son los contratos sociales los que están en el centro de las disputas y su redefinición está pendiente; entretanto se sigue procrastinando.

No se puede ser ingenuo en cuanto a la fuerza desigual de las partes en cualquier forma de definición de esos contratos. Ya lo vimos en la forma en que se enfrentó la más reciente crisis financiera, en que se reorganizan los mercados de trabajo, en la que se trata el tema de las pensiones y, en general, en las discrepancias sobre la asignación de los recursos disponibles. Es una pugna severa entre lo que corresponde a lo público y lo privado.

Desde hace muchos años se han puesto parches a las condiciones sociales y económicas en un entorno de crisis recurrentes con desajustes productivos, exuberancias financieras y desempleo. La población mundial crece al mismo tiempo que la desigualdad social y las diferencias en las fuerzas relativas de las partes en cada país y en el espacio global. En ese marco se lleva la disputa de las finanzas públicas y las políticas monetarias. Es la sociedad y el modo en que se conforma.

Vale preguntar a los políticos si seguir procrastinando creará una condición con la que se sentirían satisfechos de lo que hacen en los años por venir. Más allá de declaraciones y discursos. Y, por cierto, exigir cuentas.