Opinión
Ver día anteriorSábado 16 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El grado cero de la interpretación
L

as velas traen otra luz a la plaza de Cuernavaca. Entre los neones de las marquesinas y los faros de los autos que marcan la noche de la ciudad, hablan de un fuego antiguo. Son apenas un murmullo, un latido. Incluso la íntima llama de una vela se asemeja a una voz humana, o a la vida misma: crispea, centellea, es frágil, delicada, se yergue, se tambalea, cambia de tono, se recoge sobre sí misma, vuelve a irradiar. Puede ser cálida o fría. Nada en ella se detiene. Cientos y cientos de amigos, activistas, vecinos, rostros que uno ha visto en Facebook, llegan silenciosos a la plaza. Vienen de blanco. Donde Humboldt encontró alguna vez la eterna primavera se ha cernido una noche de cuchillos largos. Los ojos, los semblantes, dicen lo que ninguna palabra puede enunciar: se ha roto el pacto más primigenio, se ha descendido a la parte maldita del ser.

Los manifestantes empiezan a entonar las primeras consignas. Algunas han sido redactadas por los poetas que asisten a la plaza, la otra gran familia de Javier Sicilia. La frase poesía en movimiento no es aquí una metáfora; es una simple y radical descripción. ¡Esta guerra no es la nuestra! ¿Por qué entonces la muerte acecha en cada esquina? Se sigue llenando la plaza. Todos los asistentes saben que esa íntima y pública asamblea se lleva a cabo en No man’s land (tierra de nadie). En la primera Guerra Mundial, No man’s land era el nombre que los soldados daban a la zona que separaba a las trincheras enemigas. Quien quedaba atrapado ahí, en las noches sobre todo, estaba al descubierto, indefenso; podía morir bajo el fuego de cualquiera de los contendientes. En Chihuahua, en Culiacán, en Monterrey, los frentes de esta guerra, en la que nadie asume una cara, han disparado sobre quienes exigen explicaciones, investigaciones, juicios, justicia.

¿Cuál es la diferencia entre un combatiente y un asesino? El asesino quiere permanecer anónimo. Como si la relación entre la intención del crimen y el crimen mismo pudiera ser desligada, desafectada. Como si se tratara de un trabajo, de una actividad puramente maquinal. Ésta, la que se lidia en torno al narcotráfico, es una guerra de asesinos puros en todos sus frentes. Todos creen que pueden quedar indemnes. Nadie la asume como un acto de derecho. Aun así la manifestación crece. Es un acto de duelo y de protesta a la vez. Pero sobre todo: es el primer (y más radical) acto para resistir a la maquinal fuerza que embala a lo inefable de esta violencia en la repetición del deja vu. Esa fuerza no es otra más que el estado de desafección hacia la muerte.

Ese espectáculo cotidiano que traen consigo los medios de comunicación en los que cuerpos destazados se apilan como testimonios de la violencia esconde todas las signaturas de este flujo maquinal. Las imágenes son las mismas en las que la filmografía estadunidense dio a conocer por primera vez la existencia de los campos alemanes de exterminio. Rostros sin nombre, sin historia, sin ley. Cuerpos vacíos de cualquier emblema que produjera el mínimo sentimiento de afección. En México, esos cuerpos-montaje reiteran, quieren reiterar, un deja vu. Entre las peores afecciones sicológicas se encuentra ese padecimiento de tener la sensación que una escena ha sido ya vista. Es prácticamente una forma de sicosis. Pero puesta al servicio de la retórica de la imagen sirve para anidar el sentimiento de que nada se puede hacer: una repetición sin diferencia. El deja vu es la fábrica de la insensibilización, inhibe cualquier forma de interpretación; es la supresión de toda la diferencia. El estado de no memoria. Por eso acierta radicalmente Sicilia cuando anuncia/denuncia que la muerte de su hijo (y la de los otros seis seres que aparecieron con él) es un primer rostro para resistir a la iteración de lo siniestro. Un rostro es una historia, una ley, un mandato de responsabilidad.

El mismo Sicilia designó (en su carta de denuncia contra el crimen) esa forma de vaciamiento con el término que Giorgio Agamben reactivó para describir al sujeto central del estado de excepción: zoe. Es la figura que los griegos empleaban para describir a quien había sido expulsado de la polis: el cuerpo extraído de ley, una cosa, un objeto más. Una zona no tanto de la indiferencia sino de la apatía y la desafección. Ahí donde comienza todo aquello que vuelve a la muerte una estación sin axiomas ni códigos. Sin posible interpretación ni enunciación.

En el mismo texto, Agamben recurre a otra figura, del derecho romano en este caso, que empezó a utilizarse desde la primera república para decretar la interrupción de la vigencia general del derecho: homo saccer. El hombre vacío o vaciado. Esta figura era esencial para decretar un régimen de excepción en el que el César detentaba, durante un tiempo, el poder absoluto sobre el Senado y las otras instituciones imperiales. Es esta peculiar condición jurídica la que permitió al fascismo, por ejemplo, presentar el exterminio como un ejercicio para lograr el orden y el fin de la decadencia.

O, en el lenguaje de la guerra en Yugoslavia, la limpieza étnica como un método de defensa. El paso del zoe al homo saccer está mediado, al menos en el derecho moderno, por la legitimación activa del Estado. Sólo él cuenta con el marco de referencia para volverlo efectivo: la promesa del monopolio legítimo sobre la violencia pública.

En Cuernavaca, la protesta se dirige precisamente contra el decreto (nunca oficialmente decretado) de la condición en la violencia mexicana del homo saccer. Las movilizaciones y las denuncias previas (sobre todo por las movilizaciones de las mujeres del estado de Chihuahua) habían sido axiales para mantener en vilo la imposibilidad de la desafección, para recordar que una muerte saccer es el abismo de los vivos. Pero el movimiento que se ha iniciado en Morelos trae consigo un ingrediente nuevo. Un nuevo y esencial grado de la interpretación: el Estado no puede, en nombre de una guerra, escapar a su responsabilidad. Si la consigna antigua de si no pueden, renuncien quería dar a entender que el ascenso del narcotráfico era obra de la ineptitud, la negligencia o la corrupción, esta nueva impugnación lo entiende como un artífice de la propia guerra.