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Ver día anteriorSábado 23 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La maldita vecindad
L

a maldita vecindad es un conocido grupo de rock. También un funesto accidente geográfico: la frontera con Estados Unidos. Ésta (actualmente de 3 mil 185 kilómetros o mil 951 millas) ha sido desde el inicio de nuestra vida independiente una fatalidad. Si tratamos de traducir este infortunio en un simple guarismo, éste sería el número 23, es decir, el resultado de la suma de los 4 Jinetes del Apocalipsis, más los 9 círculos del infierno de Alighieri, más las 10 plagas de Egipto. Imagine todos estos condimentos regurgitando en el mismo perol. A los chefs, a los alquimistas de estos brebajes, de estas pócimas que hemos venido bebiendo desde hace dos siglos, se les los conoce como, excelentísimos señores embajadores.

La renuncia de míster Carlos Pascual me motivó a echarle una ojeada al desempeño de algunos de sus antecesores, uno del siglo XIX, tres del XX y dos del XXI. Comencemos:

Teníamos un año de vida, cuando se nos apareció el coco. Se llamaba Joel R. Poinsett. Llegó como ministro plenipotenciario y representante de la más importante agencia de bienes raíces del mundo: el gobierno estadunidense. En su entrevista inicial con el primer gobernante mexicano le propuso un trueque monumental: “mi gobierno tiene la opción de seguir considerando a España como legítima propietaria de estas tierras o reconocer a México como país soberano. ¿Les interesa nuestro visto bueno? Pues cayitos con 3 millones de kilómetros cuadrados de un territorio que, al fin y al cabo, ni pueblan ni menos gobiernan”.

Iturbide no era precisamente independentista, ni republicano, ni federalista, ni menos liberal. La historia le regatea créditos. El primer panista que llegó al poder no fue el licenciado Fox, sino el emperador Iturbide. La nomenclatura partidaria será diferente (realistas, conservadores, centralistas), pero los principios, el ideario y las creencias son las mismas: siempre será mejor un Estado teocrático que uno laico; la monarquía, que la república (y más aún si ésta es democrática y, fuchi, popular); la educación confesional, que la libertaria y científica. Los fueros y privilegios dan más seguridad jurídica que las garantías individuales. El estado de derecho (canónico) es garantía ineluctable de la justicia (divina).

Iturbide es el abuelo ético/pragmático de la creciente cofradía de los actuales trapecistas políticos. Los Ángel Aguirre, los Malova, deberían adoptarlo como su santo patrón. Demetrio Sodi se cuece aparte, sólo Tony Curtis o Burt Lancaster (véase Trapecio, 1956) con su triple salto mortal, podrían enfrentar la cuádruple marometa que hasta la fecha lleva el rectilíneo delegado de Miguel Hidalgo: IP/PRI/PRD/PAN).

El realista Iturbide rechazó el llamado de Hidalgo para apoyar el movimiento independentista y ascendió gracias a la saña con la que persiguió a los insurgentes, en especial, a las guerrillas indígenas. Para mayor identidad con la pasada familia real panista, fue acusado por el clero y la IP de Guanajuato de corrupción, malversación y abuso de autoridad. Al cuarto para las doce, se le ocurrió una estrategia que el círculo rojo de entonces pensó que no tendría futuro: La coalición. Gracias al Plan de Iguala, don Agustín se hizo de la regencia primero, y luego, gracias al activismo de un reconocido intelectual orgánico, desinteresado defensor de la sacra libertad de expresión, el sargento Pío Marcha, se coronó emperador.

Míster Poinsett, era un soberbio tecnócrata de su tiempo. Tenía estudios de física, botánica y medicina. El prestigiado Instituto Smithsoniano lo considera uno sus promotores iniciales. En el gobierno estadunidense llegó a ocupar la Secretaría de Guerra. Tampoco era una perita en dulce: participó destacadamente en la Guerra Seminola y en la brutal cacería de los amerindios del oeste del Misisipi. Su desempeño complacía sobremanera al presidente Andrew Jackson, pues además de empecinarse en la compraventa de Texas, Coahuila, Sonora, Alta y Baja California, Nuevo México y parte del Nuevo reino de León, se permitió, durante los sucesivos gobiernos de Guadalupe Victoria, Guerrero y Anastasio Bustamante, algunas pequeñas libertades de las que hablaremos más adelante, y que mucho contribuyeron al separatismo texano y a la invasión de 1846-1848.

No quisiera dejar de mencionar un dato que delinea la personalidad de míster Poinsett. Incansable viajero, recorrió gran parte de nuestro territorio y elaboró mapas que le fueron de suma utilidad al ejército invasor años después. En uno de sus recorridos encontró una flor que lo entusiasmó de tal manera, que a su regreso llevó con él semillas, cogollos o no se que cosa, para trasplantarla en su tierra.

Por ahora me llevo la flor –debe haber dicho– en unos cuantos años vendremos por las tierritas. A esa flor los aztecas la conocían como cuetlaxóchitl. Pero los poderosos, los conquistadores, tienen derecho de nombrar o desnombrar a su antojo todo aquello de lo que se apropian. La cuetlaxóchitl, ya con visa de residente, pasó a llamarse, quien lo creyera: poinsettia. Sólo nosotros, obcecados que somos, a esa flor que nos habla de paz, fraternidad y amor, le seguimos llamando Nochebuena.