Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de abril de 2011 Num: 842

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

México, el país y sus miedos
Alejandra Atala

La revolución
somos nosotros

Claudia Gómez Haro entrevista
con Octavio Fernández Barrios

La narrativa mexicana: entre la violencia
y el narcotráfico

Gerardo Bustamante Bermúdez

Erasmo: necedad
y melancolía

Augusto Isla

Un vicio como otro
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Un vicio como otro

 

 

 

 

Vilma Fuentes

Ilustración de Juan Gabriel Puga

Ayer por la mañana asistí al entierro de Jeanne B., víctima de su vicio: aplastada por los diccionarios que le cayeron de los libreros sobre su raquítica constitución. Me encontré con Bernard, un amigo común, quien insistió en hablarme de la adicción de Jeanne. Con un tono engolado, pontifical, me dijo que Jeanne se lo había buscado. Era una adicta, insistió. Adicta del cigarro, de la heroína o de los diccionarios, la enfermedad es la misma, obsesión mórbida que conduce a la muerte. Porque la dependencia lleva a olvidar el paso del tiempo y, con él, los deberes diarios, las citas, los horarios, el sueño y hasta el insomnio. Cuando una ocupación, me aclara por si no lo hubiese entendido, para llamar con este despreocupado eufemismo un vicio, persigue a su víctima en los linderos del adormecimiento, obligándola a levantarse para satisfacer ese deseo, más fuerte que el instinto de sobrevivir, más tenaz que el miedo de morir, debe reconocerse que se ha caído en una trampa fatal.

Una verdadera adicta, diagnosticó Bernard: la escuchó confesar que, durante los minutos que seguían a su despertar, durante los fugaces fulgores de memoria o lucidez, se prometía, insegura de su debilitada voluntad, no volver a caer en tal vicio, cuando veía las ruinas, esos restos imposibles de callar, de su demencia. Para otros, me dice con su displicencia de dandy de cementerios, deben ser los ceniceros desbordantes de colillas, los envoltorios de fritangas o dulces que ya no envuelven nada, las botellas de alcohol vacías, las jeringas sucias, la náusea y el vómito. Para ella eran los libros deshojados.

Esparcidos en una mesa, en un sillón, por el suelo, Jeanne contemplaba esas pruebas de su afección. El Petit Robert, la voz de Bernard aún más baja, con una ronquera que debe subrayaba su indignación, le inspiraba una compasión extrema cuando veía sus últimas páginas, a partir de la “v”, caídas aquí y allá, descosidas de su lomo, arrugadas. Los volúmenes de una antigua edición completa del Larousse se empilan en desorden: ocupan buena parte del espacio de la pieza y de su cabeza. Esa verdadera joya, compuesta de tres diamantes prístinos, que es la edición de 1942 del Diccionario general de americanismos, de Francisco J. Santamaría, regalo de María Luisa, la China Mendoza, quien lo recibió a su vez como un trofeo del diario donde trabajaba en esa época, y que quién sabe cómo Jeane obtuvo. El Diccionario del español usual en México, del Colegio de México, al cual vio gestarse gracias a las conversaciones con Aurora Diez-Canedo, parte del equipo lexicográfico. El Larousse français-espanol. Sin contar, ahora, con el dios cibernético Google, el cual la extraviaba por completo, pues le brindaba cuanto diccionario podía ocurrírsele, y tantas y nuevas palabras que le permitían viajar a través de los siglos y de las galaxias sin salir de casa. Porque una palabra, me dijo ya en su agonía, lleva a otra, cuando una palabra no me hunde en ella misma al ofrecerme su etimología, su historia, su nacimiento, sus transformaciones, sus significados múltiples, provocadores, insinuantes, imantándome con la atracción de estrellas que despuntan o que alcanzan su esplendor culminante de supernovas.

Cierto, ya tenía el gustillo desde chica, cuando una palabra la obsesionaba durante días y noches, fascinada por su sonoridad o sus significados que no cesaban de envolverla como boas. Pero, como todos los delirios, el suyo se agravó con los años. Durante las horas del día –Bernard manotea en el aire el retrato una Jeanne maniática–, lograba forzarse a cumplir tareas cotidianas indispensables a una vida “normal”. Pero, cuando caía la noche, cuando intentaba adormecerse, surgía una palabra, insistente, tentadora, que se le volvía un disparate en la mente. No le quedaba más que levantarse y buscarla en uno de los diccionarios, cuanto antes, en forma compulsiva. A sabiendas de que esa búsqueda la llevaría a otra –me pregunto cómo sabe Bernard tantos y tan íntimos detalles–, maravilla tras maravilla, encantamiento y hechizo.

La palabra más simple, evidente en apariencia, por ejemplo cena o sueño, le proponían intrigas y enigmas cuando le sonaban extrañas recipientes abismales de nuevos misterios. Disparates que se veía obligada a aclarar en los diccionarios que sacaba de sus sitios con rapidez, ansiosa, hojeando aún con más efervescencia sin inquietarse por el desgaste que hacía sufrir a las páginas de esos volúmenes. Date cuenta, querida, ¿no fue a perseguir al pobre Jorge Luis, Borges evidentemente, para preguntarle qué palabras le venían a la mente al adormecerse? Iba de una palabra a otra, de esas etimologías que le permitían soñar en tiempos que creía recuperar a través de significados de antaño.

De palabra en palabra, de significados, etimologías, transformaciones, la riqueza que se le ofrecía era digna de la caverna de Alí Babá: los ojos le quedaban hipnotizados, como la imaginación. Por eso, cuando leía, cada año, que la Academia de la Lengua Francesa ha suprimido de su diccionario algunas palabras “en desuso”, me telefoneaba, me dice Bernard con tristeza, para expresarme un enojo que le arrancaba las lágrimas: “Me mutilan la memoria. Y cuando leo que en México, la Academia española o mexicana o de todos los países de lengua española, se ponen de acuerdo y en desacuerdo para cambiar la ortografía, es decir las huellas que nos regalan cada uno de sus recuerdos, defiendo mis viejos diccionarios que aún contienen la memoria de las palabras, la única: esas puertas que, acaso, se abren por igual al infierno y al paraíso, lo que debe ser lo mismo.”

Bernard, escéptico, me pregunta si creo en el infierno.