Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Una historia de amor

D

espués de 40 años de no vernos, Miguel y yo nos encontramos a las puertas de un molino de café. Enseguida reconocí a mi antiguo compañero de escuela porque aún tenía el lunar que le abarca la sien y parte de la mejilla izquierda. Esa marca había sido motivo de burlas y causa de muchos pleitos salvajes con sus acosadores. La situación llegó a ser tan grave que Miguel pensó en abandonar los estudios. Su abuelo consideró otra alternativa: someterlo a una cirugía plástica. La operación no se realizó y gracias a eso me resultó más fácil reconocer a quien había sido mi mejor amigo en la primaria y en la secundaria.

Fue una de las muchas cosas que Miguel y yo recordamos mientras permanecíamos a media calle con nuestras bolsas de café entre las manos, haciéndonos preguntas y observándonos para rescatar nuestra facciones infantiles sepultadas bajo las huellas del tiempo.

Lo puse al tanto de mi divorcio de Carmen y de mi actividad como ingeniero. Miguel me habló de su mujer, Leticia, y de su hija Ivana, y me dijo que había cumplido su sueño de ser médico homeópata como su abuelo Marcos. Miguel me hablaba mucho del viejo, de sus hábitos, de sus manías, de su afán por conservar la inmensa jaula que doña Elisa, su esposa años atrás fallecida, había colocado a mitad del patio con el propósito de alojar a los pájaros del rumbo, pero sin ánimo de retenerlos y sólo por el gusto de darles comida y abrigo.

Una tarde, al salir de la escuela, Miguel me confesó que a la muerte de su esposa, don Marcos había adquirido la costumbre de levantar las plumas que dejaban caer los pájaros para meterlas entre las páginas de sus libros. ¿Y por qué lo hace? Miguel me respondió con absoluta naturalidad: Mi abuelo piensa que esas plumas son mensajes que mi abuelita le manda desde el cielo y que cuando él muera las palabras y las plumas se irán con él hasta donde está ella.

Le creí. Yo era entonces un niño. Dejé de serlo cuando les concedí menos importancia a los domingos y califiqué la costumbre de don Marcos como la manía de un hombre que ha perdido a la compañera de sus mejores años.

Le pregunté a Miguel si aún ocupaba la casa de su abuelo. Me dijo que sí. Él y su mujer habían procurado mantenerla idéntica a como estaba en vida de don Marcos. Cuando Ivana se casó y se fue a vivir a Cancún, a Leticia le pareció que la casa era demasiado grande para ellos dos solos. Miguel no aceptó que se mudaran a un departamento. No quería alejarse del ambiente en donde había crecido junto a sus abuelos y además, no iban a encontrar un lugar con espacio suficiente para tantos libros.

Ante la insistencia de su mujer, Miguel accedió a que rentaran los cuartos en donde había estado la biblioteca del abuelo. Ahora los volúmenes ocupaban la recámara de Ivana y los pasillos de la planta alta. Fuera de eso todo seguía igual. Le recordé a Miguel nuestros juegos en el patio y las súplicas de su abuelo para que no fuéramos a matarle a pelotazos las plantas que doña Elisa tanto había amado.

Sentí inmensos deseos de volver a aquella casa. Miguel me dijo que Leticia estaría encantada de conocerme. Me pidió mi teléfono y me entregó el suyo en su tarjeta de presentación. Cuando la guardé en mi cartera pensé que ocurriría lo mismo que en otros casos semejantes: la tarjeta iba a perderse y el proyectado rencuentro quedaría postergado para siempre.

II

Me equivoqué. El lunes siguiente Miguel me llamó para invitarme a su casa el viernes por la noche. Acepté emocionado, ansioso de conocer a su esposa, pero sobre todo de entrar una vez más en aquella casa tan llena de recuerdos para mí.

Miguel acudió solo a recibirme. Leticia había tenido que viajar a Cancún porque el marido de Ivana estaba a punto de comprarle un departamento y ella quería la opinión de su madre antes de firmar el contrato. Desde luego me hubiera gustado mucho conocer a Leticia, pero su ausencia me alegró. Miguel y yo estábamos en absoluta libertad de hablar de nuestras aventuras durante los años de escuela sin riesgo de que ella se sintiera excluida de la conversación.

Nos quedamos un buen rato en el patio. De niño me parecía inmenso y ahora lo encontraba reducido, un poco triste pese a la abundancia de plantas que lo invadían todo, inclusive la jaula. Pregunté por don Marcos. Miguel me dijo que en los últimos tiempos su abuelo se había ido deteriorando físicamente, pero sin perder jamás ni la lucidez ni sus hábitos. Hasta muy poco antes de su muerte, en el 90, mantuvo la costumbre de abrir su consultorio a las 10 de la mañana y cerrarlo a las 3 de la tarde. A esas horas regresaba a la casa caminando y por la tarde, después de la siesta, se ponía a recoger las mejores plumas que los pájaros habían dejado en el patio. Luego se iba a la biblioteca para meterlas entre las páginas de los libros.

Recordé el motivo de aquella extraña costumbre y volví a considerarla como el recuerdo desesperado de un viejo que perdió a la compañera de sus mejores años.

Al entrar al comedor miré la vitrina. Tras sus vidrios relucientes estaban las copas champañeras en las que don Marcos acostumbraba servirnos, en ocasiones especiales, el mejor de sus postres: las copas nevadas con polvo de canela y briznas de limón, según la receta de doña Elisa. Miguel y yo comíamos aquella delicia lo más despacio posible y metiendo apenas la punta de la cuchara con que pescábamos copos ligeros y deliciosos.

La cena fue muy agradable, pero yo sólo pensaba en terminar y subir a la planta alta para ver la biblioteca de don Marcos. Según Miguel, reunía toda clase de libros, incluso los primeros que su abuelo había leído: Corazón, diario de un niño, La isla del tesoro y Viaje al centro de la Tierra. Recordó que en las tardes de verano sus abuelos salían al patio y mientras doña Elisa bordaba don Marcos leía para ella en voz alta.

Cuando su esposa murió, don Marcos siguió realizando aquellas sesiones de lectura que a partir de aquel momento hicieron tan feliz a Miguel, aunque a veces se le quebrara la voz a su abuelo y él tuviera que estrecharle la mano como para decirle: no estás solo.

III

Terminada la cena nos levantamos y subimos a la planta alta. Nunca antes había estado allí. Lo blanco y estrecho del pasillo me hizo sentir como si me encontrara en un monasterio. En las paredes abundaban los retratos. Miguel empezó a explicarme la identidad de los personajes cuando sonó el teléfono. Debe de ser Lety. Voy a contestar. Mientras, sigue viendo las fotos. Hay algunas muy bonitas, sobre todo las que tomaron mis abuelos en los mercados a los que iban.

Me bastó una mirada rápida para comprobar que Miguel estaba en lo cierto respecto de la calidad de las fotografías, pero a mí sólo me interesaba la biblioteca y entré. Nunca olvidaré ese cuarto oloroso a papel y a madera, invadido del techo al piso por estantes llenos de libros. Al centro, una lámpara de prismas arrojaba una luz mortecina, de otro tiempo. En el único espacio disponible estaba colgado un retrato a lápiz de don Marcos, hecho por un paciente agradecido.

Estuve mirándolo todo sin atreverme a tomar los libros en ausencia de Miguel. Vencí mi resistencia al descubrir La isla del tesoro. Al abrirlo noté que la primera página estaba en blanco. Seguí hojeando y comprobé que las demás también se encontraban vacías. Al cerrar el libro cayó una pluma diminuta y azul. Recordé la explicación que Miguel me había dado hace muchos años: Mi abuelo piensa que esas plumas son mensajes que mi abuelita le manda desde el cielo y que cuando él muera las palabras y las plumas se irán con él hasta donde ella lo espera.

No me atreví a tomar ningún otro libro. Tal vez encontraría sus páginas desiertas. Salí de la habitación y bajé a la sala en el momento en que Miguel terminaba de hablar por teléfono con su esposa. Se me quedó mirando, pero no dije nada y tampoco le confesé que había entrado en la biblioteca. Aceleré la despedida. No sé si Miguel y yo volveremos a reunirnos. Sea como fuere nos une una poderosa amistad y saber que en la biblioteca de su abuelo, repleta de libros con las páginas en blanco, está escrita con plumas de pájaro una hermosa historia de amor.