Durante la batalla en Girón, Fidel Castro salta de un tanque Foto: AP/Revista Bohemia


Kennedy, el “dientes fríos”, a punto de ser quemado


Juárez y Martí, iconos latinoamericanos


En las calles, por Cuba, se operó el “milagro” de la unidad de las izquierdas

Adolfo Sánchez Rebolledo

Cuba en el amanecer de la década

A Óscar González, omnipresente

Durante unos minutos, el Zócalo se transforma en un auditorio lleno de jóvenes sentados en el piso. La ruidosa multitud que ha recorrido Juárez y Madero cantando a todo volumen “Fidel, Fidel que tiene Fidel que los americanos no pueden con él” es ahora un grupo de gente ordenada, atenta a las palabras de Lázaro Cárdenas que habla subido en un automóvil. Captada por la cámara de Rodrigo Moya en el último arrastre del rollo fotográfico, la imagen del ex presidente en la semipenumbra de la tarde coincide con la que guardo como el recuerdo más vivo de la manifestación del 21 de abril de 1961.

A los 19 años, en el silencio atento de los asistentes, me resulta un privilegio inesperado ser parte de ese acto, oír las palabras del general, unirme a ellas y compartir con todos los que viven ese momento singular el éxito de la marcha en defensa de Cuba. La presencia de Cárdenas, luego de los forcejeos del gobierno para impedirle volar a la isla, le confiere al momento ese aire histórico que, junto a la fecha y su significado para Cuba, bien vale la pena rememorar, aunque a medio siglo de distancia las luces, los contornos del recuerdo, los rostros y los nombres, las vestimentas, los matices, se desvanezcan en los registros incompletos de la memoria.  

Antes del mitin final en el Zócalo, la enorme columna desfila en paz, sin el acoso habitual de los granaderos, exigiendo con vehemencia respeto a la dignidad del pueblo cubano y el cese de las agresiones en su contra. A esas alturas, la victoria aplastante contra la invasión mercenaria patrocinada por la CIA, convierte la indignación en una mezcla de alegría colectiva que, sin embargo, no baja la guardia. “¡Cuba sí, yanquis, no!” es el grito unificador de los sentimientos reunidos en la jornada, la voz que refuerza la identidad de la izquierda que, por una vez, desfila unida:

Allí van los ferrocarrileros que exigen la liberación de Demetrio Vallejo, de Valentín Campa y sus compañeros, encarcelados por el delito de disolución social; los normalistas, maestros de la sección IX que tienen en Othón Salazar al líder inquebrantable; los artistas gráficos que luchan por la liberación de David Alfaro Siqueiros, figura intocable del muralismo mexicano detenido en Lecumberri por criticar al presidente de la República en el extranjero; los lombardistas que reciclan viejas figuras del nacionalismo intelectual y la ortodoxia estalinista bajo las banderas solferinas; el grupo de asilados centroamericanos; los orgullosos representantes de la Revolución de Jacobo Árbenz, a su tiempo destruida por la CIA en una operación semejante a la que en 1961 se despliega en Playa Girón; los intelectuales que descubren en el Escucha yanqui, de Wright Mills, el saludable punto de modernidad que resulta indispensable para desafiar con eficacia al imperio; los periodistas independientes, fotógrafos, redactores –Manuel Marcué Pardiñas y el equipo de Política–, más otros que trabajan con dignidad en otros medios sin doblegarse al “cuarto poder” entregado a la calumnia y la desinformación. Junto a ellos, están los mejores hombres del progresismo profesional, los cardenistas de cepa agrupados en el Círculo de Estudios Mexicanos, al que pertenecen, por citar sólo dos nombres, el gran cardiólogo Enrique Cabrera, quien dedicará su vida al servicio de la naciente medicina popular cubana y el entonces joven ingeniero Heberto Castillo, en ruta hacia la militancia en el Movimiento de Liberación Nacional. Y allí está, concentrado bajo sus siglas o disperso entre los contingentes más numerosos, el Partido Comunista Mexicano (PCM), que sale de la larga noche de la lucha interna y vive un momento de franca recuperación, sobre todo entre los campesinos y los estudiantes que entran al Zócalo compartiendo el escenario con las numerosas fracciones de la comarca grupuscular marxista, siempre confrontada entre sí, pero también con las juventudes priístas que ante la anunciada participación de Cárdenas (de la que sabemos gracias la omnipresencia de Óscar Gonzalez) deciden marchar con la izquierda, disputando ser los primeros en llegar a la plaza. Por las calles del centro también se hacen presentes los viejos refugiados antifranquistas y los más jóvenes republicanos del Movimiento Español 59, al que pertenecen Pepe Azorín y algunos otros amigos de Imprenta Madero, cuya colaboración desinteresada sirvió para aumentar en grande las capacidades de volanteo por toda la urbe. Pero sobre todo, están los estudiantes, columna vertebral de la parada y alma de la solidaridad con la Revolución Cubana: ellos han nacido a la vida pública a la hora de la represión contra el vallejismo y la victoria fidelista, justo en el amanecer de la década que los verá convertirse en los más genuinos protagonistas del cambio democrático que bajo la ilusión del “milagro mexicano” ha venido madurando.

Cuba es, para una parte de mi generación, el espejo en que se reconoce el futuro deseable, pero es también, y sobre todas las cosas, un desafío de orden ético contra los convencionalismos políticos de la época. Y es que el apoyo a Cuba –intenso y esperanzador–, reactiva los sentimientos antimperialistas adormecidos, nutre a las organizaciones de izquierda y vuelve a plantear la urgencia de reinterpretar la naturaleza excepcional del régimen presidencialista, sus alcances y limitaciones, la necesidad del cambio. Entender a Cuba significa releer la Revolución Mexicana a través del presente, aunque dicha revisión deje saldos negativos. Eso es lo que sostiene Cárdenas. Y ese es uno de los temas que más molestan al Presidente López Mateos, quien desde 1959 observa con disgusto los movimientos del ex mandatario en favor de la Revolución Cubana. Le preocupa la amistad que une a Cárdenas con Fidel Castro y, claro, la discreta pero continua insistencia en la libertad de los presos políticos en México. La figura de Cárdenas estorba al Presidente, pero no tanto porque ésta pudiera hacerle sombra a su propia imagen como jefe de la política exterior de México, sino porque López Mateos advierte en la actitud de Cárdenas un gesto de desobediencia que podría derivar en cuestionamientos más profundos al orden político que el Presidente administraba con acentos desarrollistas y mano firme contra la disidencia.

La manifestación, empero, aún está lejos de cruzar la línea entre la “vieja” y la “nueva izquierda”, el culto al Estado soviético que sigue siendo su raíz y destino, pero es tal la influencia ejercida por la Revolución Cubana que aún dentro de la “izquierda tradicional” penetra la sensación fresca, irremplazable, de que Cuba es otra cosa, un movimiento capaz de convertir sus pasos en un dilema moral que exige de la política respuestas claras y acciones decididas. Cuba pasa, sin detenerse, de la revolución política contra la dictadura a la revolución nacional, de la resistencia a la agresión exterior a la declaración del socialismo y, al conseguirlo, ofrece una lección que los viejos códigos no asimilan. Allí está, pues, una revolución viva y radical, rebelde, una experiencia a la que era posible aproximarse (y en el extremo, imitar) sin graves teorías de por medio, una revolución heterodoxa “tan cubana como la Palma Real”, que el 16 de abril, en nombre de los humildes, se declara socialista a las puertas del imperio, sin prefiguraciones doctrinarias, para a continuación derrotar con las armas a su prepotente enemigo. Esa es la novedad cubana, la que suscita en el imperio la fobia anticomunista al contagio, la que en definitiva le permitirá a la revolución sobrevivir a todas las agresiones imperialistas.

En términos mexicanos, la Manifestación de Cárdenas sería el último acto unitario de masas de la época en que la izquierda se expresa en la calle sin sufrir la represión del gobierno. El Presidente y Mr. Thomas Mann (desde su impúdica inmunidad diplomática), que ya le habían declarado la guerra al comunismo, no tolerarían un segundo acto. Por eso, la siguiente manifestación de apoyo a la Revolución Cubana, ya sin Cárdenas, fue reprimida antes de llegar al Zócalo, convertido a partir de entonces por la fuerza de las cosas en el lugar mítico inaccesible de toda posible protesta popular. No volvimos a salir en manifestación hasta 1965. Pero ya entonces soplaban nuevos vientos en el mundo y las costuras del viejo y autocomplaciente régimen se comenzaban a romper. Inadvertido, se preparaba el 68. Y recuperaríamos el Zócalo.


La multitud estaba indignada, alegre, iracunda

II

Todo comienza el 15 de abril de 1961. Las informaciones, confusas, manipuladas, provocan entre los estudiantes de izquierda una sacudida de indignación más que de sorpresa: Cuba había denunciado hasta el cansancio los planes imperialistas para derrocar al gobierno revolucionario, que iban desde las incursiones terroristas hasta las campañas de desprestigio inauguradas poco después de la victoria fidelista. En México, la derecha, con la Iglesia católica a la cabeza, repite el mantra de la guerra fría: “¡Cristianismo sí, comunismo no!”

Si la memoria no me traiciona, las primeras noticias sobre el bombardeo a distintos aeropuertos cubanos las escucho por radio el 15 de abril en la casa de mi amigo Balo, hijo del ingeniero Jorge L. Tamayo, distinguida figura de la izquierda progresista que había puesto sus mejores esfuerzos en la exitosa preparación de la Conferencia Latinoamericana por la Soberanía, la Emancipación Económica y la Paz, celebrada en marzo de 1961, que anticipa la unidad de diversas fuerzas para actuar con un programa común.

Impacientes por ver qué se decía y cómo nos integrábamos a las acciones de solidaridad, nos fuimos a Ciudad Universitaria, donde ya se advierte la movilización, sobre todo en el ala de Humanidades y la Facultad de Ciencias. La invasión es inminente. Los días siguientes, convocados por los grupos Linterna, Prometeo, César Vallejo y otros frentes amplios del PCM, acudimos a las asambleas, pintamos mantas y volanteamos la ciudad. La tarde del 16, pegados a la onda corta o agolpados en la cabina de Radio Universidad, escuchamos a Fidel Castro declarar el carácter socialista de la revolución y el inicio del combate contra las fuerzas invasoras.

Ya en ese momento, improvisadas reuniones acuerdan sacar la protesta a la calle, a pesar de la ilegal disposición que prohíbe los actos públicos sin “permiso” oficial previo, cuya falta, como era previsible, nos hizo habituales clientes de los macanazos y los gases lacrimógenos lanzados por los granaderos que así interpretaban el “derecho de reunión” consagrado por la Constitución. La preparación de una gran respuesta unitaria de masas sigue un curso acelerado en sintonía con las noticias provenientes de la isla. Mientras, se avanza en el diálogo para asegurar la asistencia del ex presidente Lázaro Cárdenas que, finalmente, desarticuló las intenciones represivas del gobierno y nos permitió tomar las calles.

La sensación de emergencia es real y se intenta cualquier cosa para estar a la altura de los acontecimientos. Muchos de los estudiantes –no todos los que protestan por el ataque, por cierto– creemos que la Revolución Cubana marca el camino hacia la verdadera libertad y el progreso de nuestros países, frustrados por las revoluciones inconclusas y los golpes de Estado imperialistas que convierten a las dictaduras más atroces del continente en la mejor defensa del “mundo libre democrático”. Ese es el estado de ánimo que nos reclama mayores compromisos. Por eso, quizá, retengo hasta hoy la vista del auditorio Narciso Bassols, de Economía, convertido en cuartel general del Comité de Voluntarios que, imitando al internacionalismo antifascista que defendió a España en 1936, planea mandar a la isla una fuerza solidaria integrada por jóvenes dispuestos a seguir el ejemplo de Lázaro Cárdenas quien, sin conseguirlo debido a la obstrucción de la Presidencia, intenta viajar a la isla para reafirmar en el territorio cubano la decisión inconmovible de defender a la Revolución con los medios que fuesen necesarios.

Para alistarse, los potenciales brigadistas debíamos llenar un sencillo formulario donde se preguntaba acerca de las habilidades prácticas de los aspirantes (si tenía licencia de manejo, si contaba con experiencia en el uso de maquinaria diversa o si poseía conocimientos de primeros auxilios, etcétera) sin hacer referencia alguna al uso de armas, lo cual habría levantado el escándalo en la llamada gran prensa. Por fortuna, la evolución de los hechos hizo innecesaria la movilización de esa improvisada columna, pero, a pesar de la sorna o el escepticismo con la que algunos observan el ritual, para mí estaba claro que la mayoría de aquellos estudiantes habían hecho una elección moral que de alguna manera cambiaria sus vidas.

Al final, cuando termina la gran marcha con la presencia del general Cárdenas nos sentimos legítimamente satisfechos de que al fin la solidaridad resonara en el corazón de México. Habíamos cumplido. Estábamos vivos. Tenía 19 años y el mundo giraba en nuestro favor.