Fue abundante el contingente femenino en la marcha

Rodrigo Moya

La agresión a un país hermano era una afrenta para todos

A Javier Sicilia, en su dolor y en su lucha.

Con rabia y horror, el 15 de abril de 1961 escuché en la radio que la ciudad de La Habana había sido bombardeada y su anticuada fuerza aérea destruida en tierra. Estaba sucediendo lo esperado desde el mismo triunfo de la Revolución Cubana, que no se plegó a las exigencias imperiales que pensaban en un simple cambio de actores en el escenario de la isla.

La anunciada intervención estaba pues en marcha, y el bombardeo había sido sólo el preámbulo de una invasión en forma, planeada, dirigida, ejecutada y financiada por la CIA, es decir, por el gobierno de Estados Unidos encabezado por John F. Kennedy.


El carrito de las paletas antiimperialistas

Quienes rechazábamos la política estadunidense, con su cauda de gorilas, intervenciones, crímenes y saqueos, habíamos seguido durante años la epopeya de los revolucionarios cubanos, ahora luchando solos contra un adversario que imponía sus designios a trasmano, o directamente bajo las botas de su infantería de Marina. La invasión, a cargo de mercenarios cubanos de Miami, era una afrenta contra millones de hombres y mujeres que percibían la opresión reinante en nuestro continente bajo la sombra de Washington, contra la cual Cuba fulgía como un faro de esperanza.

En ese tiempo vivía uno de mis esporádicos alejamientos de la fotografía de prensa, y ese día pospuse mi trabajo en una dirección del Instituto Nacional de Antropología e Historia, de fotografiar santos o fachadas virreinales, para estar presente en la confluencia de Reforma y Bucareli, a la sombra de El Caballito de Tolsá. Acudí como manifestante y no como representante de periódico o revista alguna, pero busqué el punto de reunión de los colegas de prensa, a un lado del abandonado edificio Corcuera.

Allí estaban Rosa Castro, de la revista Siempre, acompañada de Froylán Manjarrez, ambos sosteniendo una pancarta contra la agresión. Estaba también el jovencísimo Carlos Monsiváis y el siempre afable Alberto Domingo, ex compañero de reportajes al alimón en la revista Impacto. Estaban Ricardo Toraya, Raúl Rangel y El Gordo Valdés, junto a muchos maestros de los grandes diarios. Mientras, los jóvenes reporteros y reporteras entrevistaban a toda clase de gente y captaban el panorama para sus notas.

Sin embargo, en los días transcurridos para la organización de la marcha las noticias habían cambiado de rumbo. La expedición mercenaria estaba fracasando, y los pocos aviones cubanos sobrevivientes al ataque habían levantado el vuelo y hundido barcos, como el Liberty –desechos de la Segunda Guerra Mundial– que transportaban pertrechos, equipos de comunicación, hombres y armamento pesado, y habían derribado o hecho huir a la escasa fuerza aérea que Kennedy permitió actuar a trasmano de pilotos mercenarios. La indignación persistía, pero también se filtraban las buenas nuevas y en la multitud la alegría se mezclaba con la ira contra la intervención.

Aunque hacía pocos años había cubierto las grandes marchas del Movimiento Revolucionario del Magisterio, la que ahora desfilaba ante mi lente no tenía parangón. Reunía a todas las organizaciones estudiantiles y muchas sindicales, sin distinción de signo político, sólo se echaba en falta la presencia de la siempre anglófila y clerical Acción Nacional.

Diversos comités de voluntarios convocaban y aceptaban inscripciones para ir a combatir a Cuba, como si no existiera de por medio el Caribe, y el gobierno de Adolfo López Mateos no fuera más proclive a cuidar las relaciones con las trasnacionales yanquis, que con el ya demonizado y cercado gobierno revolucionario de Fidel Castro.

Conforme la columna avanzaba por avenida Juárez y la prolongada tarde de abril se hacía noche, corrió la voz de que el general Lázaro Cárdenas se sumaría en algún punto a la vanguardia y haría un discurso. Esto insufló más ánimo a la marcha, de manera que llegó casi intacta al Zócalo. Cárdenas no aparecía, pero persistían los rumores de su proximidad.


Rosa Castro, de la revista Siempre!,
acompañada por Froylán Manjarrez

Ya noche y a un lado del edificio del desaparecido Departamento del Distrito Federal, resonaban consignas y cánticos. Un auto fue subido a la plataforma de la plaza y colocado en la esquina surponiente, por el lado de 16 de Septiembre. La multitud, como siguiendo una orden, se sentó ordenada-mente alrededor del vehículo. Como surgido milagrosamente de la noche, apareció el general trepado en el techo del automóvil. Un apagón dejó la plancha del Zócalo en una oscuridad casi total. Hubo ruidosos abucheos al percibirse la intención, burda por cierto, de sabotear el acto. La respuesta fue una multitudinaria consigna: “¡Cárdenas, Cárdenas!”, entreverada en un estremecedor contrapunto con la rítmica de “Cuba sí, yanquis no”. Apareció un micrófono que alguien sostenía para que se escuchara la voz del general. Tomé las dos placas finales de mi último rollo de 35 mm con una luz imposible. De pronto se encendieron fogatas alrededor del auto desde el cual el ex presidente se dirigía a la multitud. Los destellos del fuego confirieron a la escena una atmósfera casi ritual, mágica. Desesperado, arrastré la película hasta que se rompió y se desprendió del carrete; pero una sola placa, los últimos cuatro centímetros del rollo, quedaron en el plano focal con la película lista para recibir la luz del obturador. Así capturé, con la rojiza iluminación de aquellos fuegos improvisados, ese instante memorable de la política y la historia mexicanas, cuando la agresión contra un país hermano era una agresión contra todos.


En la vocación latinoamericanista, todos con Cuba

Pablo González Casanova (izquierda), con Raúl Roa, canciller de Cuba,
afuera del auditorio de la Facultad de Economía de la UNAM,
durante la visita a México del comandante Juan Almeida, en junio de 1960