La policía, igualitaria: no importaba el género
a la hora de la macana

Ortiz Tejeda

De manifestaciones y procesiones

Debo confesarlo: soy, sin remedio, un manifestamaniaco. La primera ocasión que recuerdo haber participado en una “reunión pública o procesión, que se celebra para hacer patente algún propósito o sentimiento”. lo hice de la mano de mi madre, para acompañar unos kilómetros a los heroicos mineros que realizaron la llamada Caravana del Hambre. Eterna caminata desde la región minera de Coahuila hasta la capital del país en la que, ilusamente ellos creían, estaba el asiento del gobierno de los mexicanos.

Hay en mi haber algunas procesiones previas, inolvidables por los cantos, las flores y el aroma envolvente del incienso que, todavía a estas fechas, me trastorna.

Aun mi traslado inicial a la capital fue dentro de la peregrinación que los coahuilenses anualmente realizan a la Basílica de nuestra Señora de Guadalupe, aunque ya entonces contaba más la economía que la devoción: 35 pesos costaba un boleto de segunda, desde Saltillo al Tepeyac, si viajaba como peregrino.

En la Facultad de Derecho (1958) organizamos el llamado Movimiento Camionero. La bandera inicial fue impedir el aumento de 10 o 15 centavos, al costo del transporte a Ciudad Universitaria. Esta revuelta estudiantil tuvo una repercusión masiva sin precedente por una muy entendible razón: surgió en medio de la más importante movilización obrera, popular y profesional que en muchísimos años conociera la ciudad de México.


López Mateos y Kennedy, durante la visita de
Estado del presidente estadunidense, en 1962

La consigna “La universidad al pueblo; el pueblo a la universidad” que habíamos convertido en nuestro grito de guerra, se hizo realidad: en piquetes de dos o tres estudiantes visitábamos las zonas fabriles de la periferia y volantéabamos a las horas de salida, hacíamos pintas y mítines relámpago. Nos integrábamos a las marchas de los trabajadores y ellos engrosaban las nuestras. Eran los grupos de petroleros que comandaban aquellos líderes conocidos como Los Chimales, los telegrafistas de Villavicencio, los electricistas encabezados por el inolvidable Rafael Galván o por los troskos Álvaro y Agustín Sánchez Delint. La efervescencia llegó a su clímax con los indiscutibles y apabullantes triunfos democráticos del maestro Othón Salazar, del ferrocarrilero Demetrio Vallejo y de la impresionante movilización de médicos y enfermeras de las instituciones públicas de salud. En este crispado clima social terminó el año 58. El primero de enero de 1959, los latinoamericanos llegamos a pensar que vivíamos el primer día de la nueva Historia.

Pienso que, como los Misterios del Santo Rosario, las manifestaciones pueden catalogarse en: gozosas, gloriosas, luminosas y dolorosas. La mayor parte de ellas, sin duda, corresponden a esta última clasificación. El 2 de octubre y el 10 de junio, son el referente más preciso.

Dentro de las tres primeras categorías caben en este siglo y el pasado, unas cuantas fechas. Dentro de ellas inscribiría la manifestación de aquel abril del 61 en la que, por vez primera, marchamos con una relativa tranquilidad y muchos buenos deseos. Justificadamente ariscos, escamados, entramos a ese embudo mortal que es, para todo manifestante protestatario, la avenida Madero. Antes de ese día (y después también), las expresiones populares de apoyo a Cuba corrían la más variada suerte. La política gubernamental hacia la isla tenía sus variantes al exterior (para mí con momentos estelares), pero hacia adentro, la constante era el control y la represión. El gobierno era el administrador único de la solidaridad y el apoyo.
Pero esa tarde del 17 de abril todo se sentía diferente. Los rumores filtraban los grupos: “Que el general Cárdenas iba a encabezar la marcha, pero no llegaba”. “Que como un gesto simbólico se incorporaría en el Hemiciclo”. “Que el general ya está en el Zócalo”, nos gritó un cuate desde su bicicleta. Los que no teníamos información privilegiada entramos a la plaza bastante mosqueados: ¿sería una trampa, una provocación?


Los manifestantes entraron en el “embudo mortal” de Madero

No recuerdo si hubo algunos oradores teloneros, pero sí que no llegamos al centro de la plancha ni frente a Palacio, y nos ubicamos, extrañamente, por la calle de Monte de Piedad, cerca del ahora Hotel de la Ciudad. Me parece que nos quitaron la luz, pero puedo confundirme con otra manifestación. Nadie había previsto un sonido profesional y se usaba un pequeño altavoz para arengar y dar confusas instrucciones.

Si digo que apareció, que surgió de pronto, no exagero: en un pequeño vehículo, sentado en el cofre, no en el techo, sin una avanzada, ni valla, ni mayor protección, de pronto, Lázaro Cárdenas estaba entre nosotros.

Tampoco recuerdo nada de lo que dijo, pero resulta innecesario. La emoción, la seguridad, el arrojo, el compromiso que nos provocaba la presencia del Presidente de América no necesitaba palabras. Si nos ha convocado a tomar Palacio, a ir al aeropuerto, a quemar la embajada, muy pocos hubieran dejado de hacerlo. Su madurez, experiencia, sabiduría. Su conocimiento de la realidad y su visión de futuro, desterraron la menor posibilidad de un desaguizado. Pienso que esa cercanía, esa identificación, esa vivencia nos marcó a profundidad. Qué fregonería tener un Presidente de ese tamaño.

A 50 años de distancia, estoy convencido que todos los que esa noche allí estuvimos, con voz cascada y un esfuerzo de memoria infinito seguimos, desde nuestra quinta edad: “cantando con emoción a la solitaria estrella. ¡Que viva Cuba la Bella! ¡Viva su Revolución!.