Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de mayo de 2011 Num: 845

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Justicia de la poesía
Ricardo Venegas entrevista
con Ámbar Past

Irvine Welsh, el mudo irreverente
Ricardo Guzmán Wolffer

Kavafis, Arlt y la imposibilidad de huir
Sonia Peña

Temple y temblor de Onetti
Rodolfo Alonso

Arlt y Onetti: los siete locos y el viento
Matías Cravero

El interés vuelto asombro
Miguel Ángel Muñoz entrevista con Ana María Matute

Leer

Columnas:
Galería
Alejandro Michelena

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Infinitivos amorosos

Caminar con un brazo rodeando su cintura. Saber con el tacto que ahí, en las crestas de su pelvis, ondea, se abre y se cierra el umbral entre lo sólido y lo aéreo, la trama ósea de la música que es.

Los labios un poco pálidos, una mano abierta sobre el pecho, la otra extendida, sola, a un costado, mientras duerme. Ese espacio suyo, todo y toda sueño, tan cerca su distancia. Seguir sus ojos que se mueven bajo los párpados. Quedarse quieto cuando se quedan quietos.

Acostada boca abajo, los brazos extendidos, el cabello tibio sobre los hombros desnudos. Subir los peldaños de su espalda sin tocarla todavía. Anticipar en los labios y la punta de la lengua los relieves de su columna vertebral. El impulso de ese vuelo.

El poder de los talones y las ingles, el suave nicho detrás de las rodillas, el hueco delicado en la base del cuello, la secreta humedad de la nuca... Tener en la memoria no sólo de las manos las fuentes de esa sed que ella despierta.

Rozar con la yema del índice el borde de una vena de su frente. Seguir su ruta bajo la piel. Presionar a veces, sólo apenas, su volumen, el cauce de su tiempo azul y minucioso. Cerrar los ojos y callar. Ser ese niño.

En un momento trivial, inesperado, descubrir de pronto en su rostro el rostro de su infancia, la niña que fue, y en la cima de ese instante vislumbrar también las arrugas que tendrá, su memoria anticipada. El calor de su persona en las cimas de su cuerpo.

En un abrazo frente a frente, sonreír primero con los ojos y luego con los labios. Sostener su cuerpo que se arquea hacia atrás. Oír despacio y una a una todas las notas de su risa.

Sentir en los oídos la sutil presión de su silencio indescifrable. Ver cómo destella en su mirada, cómo delinea su boca. Intuir que desde ahí y hacia adentro agua, tierra, viento, fuego y los otros elementos –los suyos– se articulan en un orden propio que la ampara y a la vez la pone en evidencia. Creer que las claves de ese orden están en su cabello y en su vientre. Descubrir que sí. Y también que no.

Ver en el ritmo y el acento de sus manos mientras habla los puentes de sentido que tiende en el caos su pensamiento; los surcos que abren en la tierra y en el aire sus ideas. Disimular el asombro y evitar así que se detenga.