Opinión
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Murió la Pintora de lo Eterno
La Casa Azul
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La pintora con Max Ernst en Francia, en 1939Foto Lee Miller
C

apítulo 36

La casa Azul

En la calle Río Lerma 71, en la colonia Cuauhtémoc, encuentra una casa de tipo europeo: la embajada.

–No pueden pasar sus perros.

–Yo soy inglesa.

–Se ve a leguas que sus animales son mexicanos.

Es tan bonita que el portero la retiene y manda llamar a un secretario que le hace muchas caravanas.

–Dígame su domicilio y le enviaremos una invitación a las distintas actividades de la Gran Bretaña en México.

En la madrugada, las mujeres salen a barrer la calle con una escoba de varas. En ninguna ciudad del mundo ha visto Leonora que cada quien barra con ese esmero su pedazo de calle. Las mujeres lo hacen despacio, a conciencia, y con un recogedor toman el montoncito de hojas, la basura que dejan otros, y lo meten a su casa para que al día siguiente o dos días más tarde se lo lleve un camión que anuncia su llegada a campanazos. Decide escribirle a Maurie y darle también su nueva dirección. Ya desde Nueva York le había enviado varias postales del Empire State y de la Estatua de la Libertad.

–Mientras Max ande por allí, imposible visitarte –respondió Maurie, con su letra picuda de alumna de escuela católica.

En la embajada de Gran Bretaña Leonora conoce a Elsie Fulda, una anglosajona de carácter fuerte que le simpatiza de inmediato. Esposa de un empresario mexicano, Manuel Escobedo, su casa en la calle Durango es un oasis. Elsie canta acompañada por una amiga pianista porque le gusta compartir. También toca la viola y cuando su hija Helen le pregunta: ¿Por qué no el violín, mamá? Es más chico y manejable, responde: No, porque violas hay pocas y violines, muchos. Con su fuerza de carácter y su capacidad de convocatoria, logra que gire en torno a ella toda una vida cultural. De inmediato reconoce el talento de Leonora. Los artistas que vienen de Europa la buscan. Sus problemas se van a resolver, dice con voz fuerte. Ayuda a que Sandor Roth, maestro del violonchelo, Joseph Smilovitz y Janö Léner se instalen y formen el Cuarteto Léner. También le encuentra salida a la angustia de los refugiados de la Guerra Civil española. Voy a organizar una serie de conferencias. Su dinamismo levanta los ánimos. Hay que empezar de nuevo, nada de sentarse a llorar, México tiene mucho que ofrecer. Hasta la muerte es una vuelta de hoja. Mira, si tú no lo haces nadie lo va a hacer por ti.

En su casa, Leonora vuelve a encontrarse con Catherine Yarrow, recién llegada de Londres, a quien los Escobedo llaman Cath. Las tres inglesas se sienten en familia.

Alice Rahon y Wolfgang Paalen visitan la casa con frecuencia, se instalan en el gran sofá de la sala y no vuelven a moverse. Sus temas: la pintura, México y el arte precolombino. Después de comer, Alice embelesa a todos porque recita su poesía en voz alta. Paalen los hace modelar pequeñas figuras con plastilina. Hablan hasta altas horas de la noche y se despiden porque Leonora comienza a repetir una y otra vez que le inyectaron Cardiazol.

–Tu amiga la pintora es un poco excéntrica, ¿no te parece? –le dice Escobedo a su mujer.

—No te preocupes por sus arranques. Prefiero su locura a la pasividad de tus amigos empresarios, cuyas mujeres sólo hablan de niños y de nanas.

A pesar de su desconfianza, Manuel Escobedo toma a Leonora bajo su protección:

–Mira, si tienes cualquier problema, yo te oriento.

–Tengo que escribirle a Maurie, mi madre; no tengo un centavo.

Cuando Leonora regresa en la noche al tercer piso de la calle Artes, ya no le importa la tardanza de Renato. Estoy haciendo mi vida, se conforta, y se duerme pronto con Kitty acostada en su cuello.

Renato la lleva a la calle Londres en Coyoacán, a una fiesta que dan Diego y Frida. Atraído por su belleza, Diego le dice:

–Tienes algo de Paulette Goddard.

–¿Ah, sí? ¿Y quién es ella?

–Fue mujer de Charlie Chaplin.

–Chaplin es un genio. Lo tomo como un cumplido.

Diego, vestido de overol, se sienta junto a ella y la divierte. La Casa Azul, atiborrada de gente que camina de la sala a la cocina con un tequila en la mano, tiene algo de rodeo y de feria popular. Algunos invitados vestidos de mezclilla, con un paliacate al cuello, rodean a un hombre de traje y corbata: Fernando Gamboa. Las mujeres son un espectáculo: enaguas floreadas, largos aretes de oro y trenzas tejidas con lanas de colores. Muchas doblan el cuello por el peso de sus collares de piedras precolombinas.

Vestirse de tehuana y usar rebozo está de moda.

–¿Así se visten todos los días? –pregunta Leonora a Diego, azorada.

–No, qué va, sólo para las fiestas. Los demás días visten como tú; yo las desvisto y las pinto desnudas.

Leonora se mantiene alejada de Frida Kahlo y su cabello trenzado con listones de colores. Le disgusta su forma estruendosa de hablar y el coro apretado de mujeres que la celebran. Creo que fumar es lo único que tenemos en común, piensa.

En cambio, Alice Rahon, bellísima con su largo cabello negro coronado de flores y sus brazos, que emergen de un pareo tahitiano, se identifica con Frida.

–Yo la quiero, ambas sabemos lo que es estar clavada en una cama y lo que es perder un hijo.

A Leonora la atosigan los gritos, iguales a los de la cantina, las carcajadas, las sonoras palmadas a la hora de los abrazos. ¡Cuánto ruido! Las guitarras nunca se callan. De pronto algún huésped entequilado grita: Ay, qué bonito es volar a las dos de la mañana. Ay, qué bonito es volar. ¡Ay, mamá! Apenas los ven vacíos, los meseros rellenan los caballitos de tequila, traen otra cerveza sin que se les pida, corren de un lado a otro, la sed es insaciable, nadie bebe agua. A algunos se les pasan las copas; buscan a su mamá. Un bigotón vestido de negro llora dentro de su paliacate, otro se peina con el tenedor y una más, cubierta de cadenas de oro, le da gracias a la bendita revolución.

Leonora no aguanta el continuo chirriar de las guitarras y los ¡Ay, ay, ay!, y recuerda que Napoleón exclamó: Detengan ese ruido infernal.

–Aquí no es precisamente la inteligencia lo que sobresale, veo sentimentalismo por todas partes.

–Es que todos son prometeos sifilíticos –responde Renato.

Al día siguiente, Leonora va a ver los frescos de Diego Rivera:

They are not exactly my cup of tea –le dice a Renato.

Un mes después, Renato vuelve a llevarla a la Casa Azul y Leonora, cigarro en mano, para en seco a Diego cuando le dice que él come carne humana:

–Mire, Diego, no chingue, no soy una turista, soy inglesa e irlandesa.

–Y yo soy indio.

–No tiene cara de indio.

–¿Ah, no, y de qué tengo cara?

–De panadero, de zapatero; mi marido es mucho más indio que usted.

–¿Y quién es tu marido?

–Renato Leduc.

–Ah, hubieras empezado por ahí.

A Diego le intriga la inglesita malhablada. Óyeme, ¿de dónde la sacaste? Es divina. Ya me di cuenta de que eres su maestro de español. A Leonora la fiesta le parece un carnaval, todos giran como los jarritos de barro llenos de aguardiente. Las vociferaciones y los brindis le ponen los nervios de punta. El tema recurrente es la Revolución mexicana. Esa noche Frida no sale de su recámara porque atiende a una amiga, le dicen.

–Deberías ver su cama con dosel.

En el jardín un venado tiembla, un loro verde de ojos amarillos grita: Perico-perro, perico-perro, y un invitado informa: Se lo enseñó a decir Frida.

También hay monos que no abandonan a su ama y viven colgados de su cuello como collares negros.

Leonora ve a Orozco una vez, le repelen sus trazos rojos de cólera y Frida –que podría gustarle más– siempre está convaleciente o a punto de entrar al hospital.

–Mira, Renato, salí de Nueva York para no ser parte del séquito de Peggy; en México no voy a serlo del de Diego y Frida.

La mayoría de los mexicanos, Diego incluido, presumen de pistola al cincho.

–Yo sí viví sentada en una bomba y sé lo que es la guerra, ¡no tolero esas bravuconerías!

En las calles de la ciudad se desatan balaceras. Los cohetes estallan en el atrio de la iglesia, en las bodas de vecindad, en las fiestas patrias. La pólvora es una constante y a la menor provocación los mexicanos gritan: ¡Te va a cargar la chingada, cabrón!

Renato invita a Francisco Zendejas y a Juan Arvizu a la casa. Arvizu canta Santa y Concha Nácar. Leonora la pasa muy bien y a los tres días vuelven y Arvizu entona, guitarra en mano: Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, y Leonora repite: “Tres cosas hay en la vida: Dicky, Daisy y Kitty.” Cuando Leonora llama Pendejas a Zendejas, Renato la excusa:

–Es que es inglesa y no puede pronunciar tu apellido.

La inglesa hace reír a Arvizu al preguntarle si quiere un chingado tequila.

–Oye, Renato, ¿es eso lo que le enseñas?

–Tiene una memoria prodigiosa –responde Renato.

Leonora canturrea en inglés: London Bridge is falling down, falling down, falling down..., y piensa que también el puente está cayéndose para ella.

Con motivo del fallecimiento de Leonora Carrington, La Jornada reproduce para sus lectores –con autorización de Seix Barral— el capítulo 36, La Casa Azul, incluido en Leonora, libro con el cual Elena Poniatowska fue distinguida con el Premio Biblioteca Breve 2011 de esa editorial. En La casa azul la escritora y periodista narra cómo se asentó la artista surrealista en México