Opinión
Ver día anteriorMartes 7 de junio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ídolos y cultura
U

na idea simple pretende que la cultura es el terreno reservado de las artes, literatura, filosofía, música y otros. Concepto elemental de la cultura limitada a creaciones emanadas de lo más elevado del espíritu. Evidencia, cierto, que no por ello deja de ser una elaboración mental simplista. Cada quien puede reconocer que la evidencia y la simpleza no son suficientes para atribuir a una idea la calidad de verdadera.

Me cruzaron por la mente estas ideas al mirar las imágenes de los tenistas Roger Federer y Rafael Nadal, quienes se enfrentaron en París en el torneo final de Roland Garros. El encuentro, seguido por millones de espectadores, se presentó como un simple acontecimiento deportivo. Me pareció, al contrario, que, en tal circunstancia, el deporte era rebasado de lejos por un juego mucho más enigmático al que depende de la trayectoria de una pelota de tenis de uno a otro lado del rectángulo de terreno cubierto de rojiza tierra batida.

Si millones de individuos siguen con pasión tal match –reconozco no ser sino una persona de más entre tantas otras sometidas a la fascinación del espectáculo–, este hecho debe bien significar algo más complejo que admitir una conducta de borrego en el ser humano. Sucede, por completo, otra cosa.

En un mundo como el nuestro, tan uniformado y desesperante sea, cada individuo guarda en sí el deseo y la necesidad de poder querer y admirar. ¿Un jefe de Estado, un político? No es necesario responder: poca gente atrae más la desconfianza que los poderosos. Esta desconfianza se extiende a otros sectores. Casi todas las celebridades son, hoy día sospechosas. ¿Quién sigue siendo, así, aún digno de suscitar la admiración? Nadie, acaso. Es aquí donde el espectáculo del deporte tiene correspondencias con la cultura.

Si una mujer, como la campeona china Li Na, si un hombre como Rafael Nadal logra ganar, sin posibilidad alguna de hacer trampa, en combates leales, frente a frente, uno contra otro, un partido que otorga al vencedor la corona de una reina o un rey, esta entronización se acepta e incluso se aclama por todos. ¿Quién podría pretender, en esta época, a tal unanimidad?

Esta cuestión deja atrás de lejos el territorio del deporte. Nos interroga a todos.¿Cómo es posible que los únicos héroes reconocidos de nuestros tiempos sean algunos admirables campeones deportivos? Hace algunos siglos, el poeta griego Píndaro cantaba ya la gloria de los atletas que competían en los Juegos Olímpicos.

Los griegos, pensadores inigualables de su época, producían a la vez Artistóteles, Platón y los Juegos Olímpicos. El más alto nivel del espíritu no se encuentra jamás, para ellos, separado del óptimo estado del cuerpo. Los dos son dignos objetos de sus elogios. Pueden admirar uno y otro sin siquiera llegar nunca a imaginar una separación posible de estas dos configuraciones: cuerpo, espíritu, es un todo único. Desde estos antiguos tiempos, han pasado muchas cosas y, como se dice, mucha agua ha pasado pasado bajo los puentes. Así, por ejemplo, la separación del cuerpo y el alma han llevado a cabo su obra.

Esta divagación parecería alejarnos de los campeones que expresaron su talento en los terrenos de tenis hace unos días. Nada menos seguro. La relación del cuerpo y del espíritu sigue siendo la cuestión más profunda, no sólo del mundo occidental, sino también de ese otro mundo que llamamos oriental, el cual habla y piensa en una lengua y en términos que no dejan de asombrarnos, tanta es su proximidad a un lenguaje físico del cuerpo que no olvidan un solo momento.

¿Qué es pensar?, pregunta la filosofía. Todos podemos observar que el jugador, quien no se expresa sino con su cuerpo, actúa en tal forma que vuelve evidente, flagrante, al menor de sus gestos físicos como el resultado de una inteligencia y un pensamiento. Como para preguntarse si, acaso, los reportajes deportivos no deberían aparecer en la sección filosófica, si ésa existiera, de los periódicos.