La puerta que abrió la salvaje
represión del 10 de junio

Jaime Avilés

Como desechos humanos que eran a fin de cuentas, llegaron escondidos en camiones de basura del Departamento del Distrito Federal. Se distribuyeron por la Alameda de Santa María la Ribera, el pórtico del cine Cosmos y la entrada al panteón francés. Llevaban envoltorios de periódicos que ocultaban carteles con la imagen de Ernesto Che Guevara, bastones de bambú reconvertidos en picanas eléctricas y metralletas calibre M-1. Entre la ropa, bajo la playera, muchos disimulaban la cacha de una pistola.


El fotógrafo Armando Lenin Salgado firma una de sus fotos sobre la represion, durante la inauguracion de la escultura y la develacion de la placa conmemorativa del 40 aniversario de la matanza del jueves de Corpus de 1971. FOTO: Carlos Cisneros

Tenían el pelo moderadamente largo, eran tan jóvenes como los estudiantes que iban a reprimir, y quienes los armaron y entrenaron desde el gobierno de Luis Echeverría, les impusieron para siempre el misterioso nombre de los halcones. Aunque hay elementos para probar que ese grupo de choque fue creado, a instancias de Echeverría, por el coronel Manuel Díaz Escobar, e integrado por mandos de la Brigada de Fusileros Paracaidistas, su origen jamás fue esclarecido. ¿Quiénes eran? ¿A quién respondían? Bien dice la sabiduría popular que si Jesús hubiera sido crucificado en México, la policía seguiría investigando la pista de Poncio Pilatos.

El pasado viernes, durante la breve ceremonia que las autoridades capitalinas llevaron a cabo a la puerta de la Escuela Normal Superior –donde hace cuatro décadas se inició la matanza–, mirando las cabezas blancas de Jesús Martín del Campo, Salvador Martínez della Rocca, Raúl Jardón e Ignacia Rodríguez, La Nacha, o las sienes entrepeladas del senador Pablo Gómez Álvarez y otros veteranos de las luchas estudiantiles de 1968 y 1971, me pregunté si entre el reducido número de espectadores reunidos junto a la entrada de la estación Normal del Metro no se encontraría por lo menos uno de aquellos asesinos, atraído por el morbo o la curiosidad de presenciar el homenaje a sus víctimas.

Entonces, como ahora, ser joven era un crimen. El régimen autoritario había ahogado en sangre la inconformidad de los estudiantes en Tlaltelolco. Tres años después de la matanza del 2 de octubre, y en solidaridad con los alumnos de la Universidad Autónoma de Nuevo León –cuyo rector había sido sustituido por un general–, los sobrevivientes de 1968 querían volver a marchar por las calles de la capital del país. Pero Echeverría les recordó que la posibilidad de incorporarse a la vida política fuera de las instituciones era nula. Y la salvaje represión del 10 de junio les abrió una sola puerta: la de la lucha armada, que en el curso de los próximos años trajo consigo la pérdida de miles de vidas, la derrota aplastante de las organizaciones político-militares y casi al final del decenio la legalización de los partidos de izquierda.

Ahora, hecha gobierno de la ciudad de México desde hace 14 años, esa izquierda inauguró anteayer un tótem de bronce pintado de rojo, que a decir de su autor, el inextricable Enrique Carbajal González, mejor conocido como Sebastián, representa en su base “un crucifijo en recuerdo del jueves de Corpus Christi”, cuando Echeverría soltó a más de mil Halcones para que asesinaran a decenas de jóvenes, algunos de los cuales, después de caer heridos y ser recogidos por las ambulancias de la Cruz Roja –según los testimonios de la época– fueron sacados del hospital Rubén Leñero y rematados en la calle.


Imagen del archivo personal del escritor Paco Ignacio Taibo II, de la llegada de los Halcones a la zona de la Escuela Normal Superior

Encima del crucifijo, y de acuerdo con su propia explicación, Sebastián colocó una X –la misma, dijo, que “Benito Juárez agregó al nombre de nuestro país, en lugar de la J para quitarle lo afrancesado”– y sobre ésta otros símbolos que “reproducen la imagen de la flor en distintas culturas autóctonas”. Como toda la obra del creador chihuahuense, para bien o para mal –en gustos se rompen géneros–, esta nueva pieza tampoco podrá pasar desapercibida, pero quién sabe si avive en alguien el recuerdo de la matanza de 1971.

Sentado entre el público que miraba al presídium –donde Marcelo Ebrard estaba flanqueado por José Ángel Ávila Pérez, secretario de Gobierno, y Mario Delgado, secretario de Educación, ambos de luto riguroso– había un testigo de calidad excepcional: el fotógrafo Armando Salgado. Las imágenes que captó aquel sangriento jueves de Corpus –un francotirador disparando con una rodilla en tierra; un paramilitar en pleno embate, retratado a la mínima distancia; un estudiante agonizando sobre un montón de trapos– probaron desde el primer momento, a pesar de la censura, que los autores intelectuales de aquella carnicería eran el presidente Luis Echeverría Álvarez, el regente Alfonso Martínez Domínguez, el jefe de la policía capitalina, general Daniel Gutiérrez Santos, así como el capitán Luis de la Barreda Moreno y el matarife Miguel Nazar Haro, quienes, entre otros, administraban la represión política desde la Dirección Federal de Seguridad.

Las fotografías de Armando Salgado echaron por tierra la versión oficial de que la muerte de decenas de estudiantes fue ocasionada por el choque entre dos grupos rivales. Las denuncias gráficas, así como los testimonios que poco a poco salieron a la superficie, pusieron de relieve algo que Echeverría jamás aceptó: su responsabilidad absoluta en aquellos hechos, tanto en la matanza de Tlaltelolco como en la del Jueves de Corpus. Aunque la ley prohíbe ya que sea juzgado por su participación en ambos episodios, el ex presidente ha sido condenado irrevocablemente por esos crímenes. Su nombre pasará a la posteridad teñido por la sangre de cientos de jóvenes que asesinó porque intentaron cambiar el país.