Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de junio de 2011 Num: 849

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Entre el corrido y
la lírica popular

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Margit Frenk

Un muralista en la UAEM
Óscar Aguilar

Borges y el jueves
que fue sábado

Ricardo Bada

Con Borges en Ginebra
Esther Andradi

Borges en catorce versos
Ricardo Yáñez

Los halcones, cuatro décadas
Orlando Ortiz

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Con Borges en Ginebra

Esther Andradi

En 1914 los Borges viajan a Europa. Apenas llegan estalla la primera guerra mundial y la familia busca refugio en Suiza, en Ginebra. Jorge Luis tenía entonces quince años. Hace su bachillerato en el famoso Collège Calvin, una de las escuelas más antiguas del mundo, fundada por el reformador Calvino en 1559. Estudia francés, alemán y latín, descubre el budismo y el taoísmo, toma contacto con el expresionismo, lee a Joseph Conrad y a Schopenhauer... y tiene intensas nostalgias de Buenos Aires. Del idioma de esa ciudad, diferente al que se habla a menudo en su casa. Y del que aprende en la escuela. Cuando regresa en 1921, comienza a escribir. Ni en francés ni en inglés, sino en esa lengua del Río de la Plata que él transforma como ninguno.

Y, sin embargo, Ginebra marca el alma del Borges adolescente. Acaso porque la recorre en la edad del amor, de la amistad, de la búsqueda de respuestas a todos los misterios. De hecho, visita siempre que puede esta ciudad suiza. También en 1986 está allí, esperando la muerte, que llega el 14 de junio. Y en Ginebra está su tumba. ¿Qué tatuaje dibuja esta ciudad en su corazón? Algo sin duda muy especial, porque en su libro Atlas confiesa sin dudar: “Creo que siempre voy a regresar a Ginebra. Aun después de la muerte del cuerpo.”

Con esta letanía en mis oídos llego un día a Ginebra a principios de los noventa. Hace poco más de un lustro que Borges ha partido. Aunque no definitivamente, como sería su deseo. “Amenácenme con la inmortalidad, ésa sí que es una amenaza”, le gusta decir.

Decido caminar por esta ciudad que desconozco, provista de su Antología personal y un aparato de grabación. Todavía no hay celulares para tomar fotos espontáneamente, y es mejor así. Prefiero prescindir de lo visual y registrar prioritariamente con los otros sentidos, como se deja llevar alguien que no ve.

“Ginebra tiene una ventaja. Cuando pienso en Buenos Aires, me imagino una ciudad que ya no existe, porque desde 1955 estoy ciego. En cambio, la ciudad vieja de Ginebra sigue siendo la misma de mi juventud, incluso más protegida que entonces, porque los suizos conservan su pasado. Entonces, es una ciudad que conozco.”

En el límite de la ciudad vieja está el pequeño Cimetière des Rois y sé que ahí está la tumba de Borges. ¿Pero dónde? Ingreso a las cinco y media de esa tarde nublada de abril, aunque sé que en media hora van a cerrar. Apenas doy unos pasos, veo la tumba de Alberto Ginastera, el compositor argentino de música contemporánea que murió en 1983, también en Ginebra. Siento que Borges está cerca. No hay un alma caminando en este cementerio que es un parque infinitamente verde. De pronto siento un frío en la nuca, un ruido de metales entrecruzándose; me doy vuelta como un resorte. No son los cuchilleros de la esquina rosada ni los del sur. Parece que estoy en “continuidad de los parques”, pero eso es Cortázar y quien está aquí es sólo el guardián del cementerio, acaso inofensivo, jugando con sus tijeras de podar. Como si yo no lo supiera me avisa que en pocos minutos va a cerrar la puerta. Contengo las ganas de salir corriendo, pero me acerco raudamente a la puerta de salida.

La mañana siguiente en la Oficina de Turismo me dan el lugar exacto de la tumba: “Bel Air, número 1.” Es decir Buen Aire, número 1. Borges, que disfruta con las cábalas, se está riendo. Lo sé.

Estoy junto a su tumba, es una tarde tranquila y silenciosa. Muy cerca de ahí descansa también Juan Calvino. “Un honor para Borges y para los argentinos”, opina el exiliado chileno que vive en Ginebra. No tengo dudas de que Borges tiene que haber preferido, para estos trotes del alma, la escueta piedra sobre el césped, tan diáfana como su prosa. Y sin embargo, un gran número de notables de mi país preferirían que descansara en un pomposo panteón de la Recoleta, entre esculturas de mármol rodeado de angelitos y vírgenes, y acaso alguna Atenea junto a los próceres de la patria.

Sobre la austera piedra, una inscripción en sajón antiguo. Y la dedicatoria: De Ulrica a Javier Otárola. Aquí está escrito el amor de ese cuento de El libro de arena. El amor de Ulrica y Javier para revivir a Sigurd y Brynhild se eterniza.

¿Qué tiene Ginebra que tanto fascina a Borges? Un laberíntico y antiguo casco céntrico donde a él le gusta pasear. El silencio de los parques, el aroma de la vegetación en primavera, el rumor de las fuentes sorprendiendo al visitante en cada esquina. Es una ciudad para percibir con los sentidos.

“Me siento ginebrino porque pasé aquí una parte de mi vida, aquí me fueron dadas muchas cosas: el francés, el latín, la amistad. Con esfuerzo aprendí alemán, leí a Schopenhauer. Siempre que vengo a Europa paso todo el tiempo que puedo en Ginebra: esta ciudad es esencial para mí.”

En una foto se ve a Borges sentado frente al monumento de la Reforma, en la Promenade des Bastions, uno de los más hermosos parques de Ginebra. Sobre un muro de unos cien metros, está representada la historia de la Reforma. Me siento allí, como él, cierro los ojos. Viajeros de todo el mundo se quedan un momento de espaldas a mí, mientras un guía va relatando la historia de Calvino y los reformadores suizos. Una Babel de lenguas me alcanza los oídos, un niño llora, el agua de una fuente hace su viaje una y otra vez, suavemente.

Me levanto y apenas unos pasos más allá, al lado de una cafetería, me encuentro con el borde de un enorme tablero de ajedrez dibujado sobre el suelo. Las piezas, de unos cincuenta centímetros de altura, son de plástico. El silencio sólo es interrumpido por los pasos de los jugadores que avanzan o retroceden moviendo sus piezas. Un grupo de curiosos los observa.

“Cuando los jugadores se hayan ido/ cuando el tiempo los haya consumido/ ciertamente no habrá cesado el rito...”

No voy a contar ahora mi paso frente al Collège Calvin ni el momento en que me detengo junto al hotel L´Arbalète donde Borges se hospedaba siempre que venía a Ginebra. Ni tampoco mi visita a la Catedral, donde aquel día caluroso de verano lo velan bajo el rito católico y protestante, a él, que es agnóstico. Ni del restaurante de la Emperatriz Sissi, nada del otro mundo, pero que tanto le gusta por la calidad del arroz blanco, el manjar que más aprecia. Las voces de sus entrevistas, las risas, el humor y su aire, todo eso se agolpa en este instante en que siento que toda Ginebra es Borges como Borges es Buenos Aires y está en Palermo. Es que las páginas de la Antología personal comienzan a brotar entre mis dedos como en El libro de arena.

Sin principio ni fin.