Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de junio de 2011 Num: 849

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Entre el corrido y
la lírica popular

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Margit Frenk

Un muralista en la UAEM
Óscar Aguilar

Borges y el jueves
que fue sábado

Ricardo Bada

Con Borges en Ginebra
Esther Andradi

Borges en catorce versos
Ricardo Yáñez

Los halcones, cuatro décadas
Orlando Ortiz

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Rogelio Guedea
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El vendedor de mandarinas

El otro día me quedé dentro del carro para esperar a mi mujer, que había bajado a comprar un pastel. No podía quedarme con la ventanilla cerrada y el aire acondicionado encendido porque tenía la garganta congestionada y eso me mataría, así que apagué el aire acondicionado y dejé la ventanilla abierta. El sol me pegaba de lleno como un golpe en la nuca. Mi mujer empezó a tardarse y yo a desesperar. En ese instante pasó por mi lado un anciano llevando un diablito con dos rejas de mandarinas. Se detuvo a mi puerta ofreciéndomelas. Volteé un poco atribulado y lo vi. Vi el sol, todo el sol, sobre sus casi ochenta años, y aunque parecía que lo sepultaría hasta el fondo de la tierra, el pobre hombre ni se atribulaba, impertérrito como estaba frente a mí, esperando un gesto de consentimiento. Primero le dije que no, pero, cuando apenas había avanzado dos pasos en retirada, cambié de opinión. Entonces le hice una seña con la mano y, arrepentido de mi prepotencia, le compré dos bolsas de mandarinas. El hombre cogió los veinte pesos y se dio la media vuelta, yéndose. Una vez que me cercioré de que ya no podía verme, puse firmemente el brazo sobre la base de la puerta, ladeé el rostro hacia la ventanilla y dejé que el sol, sobre mi piel, terminara de imprimirme su enseñanza.