Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de junio de 2011 Num: 850

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gonzalo Rojas revisitado
Juan Manuel Roca

Un café en España con Enzensberger
Lorel Manzano

Juan Rulfo en Cali
Eduardo Cruz

El Guaviare. ¿Dónde concluye y comienza
La vorágine?

José Ángel Leyva

Con los ojos del paisaje
Ricardo Venegas

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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con Jorge Cázares

Casi todos conocimos los paisajes de Jorge Cázares (Cuernavaca, Morelos, 1937) en una cajetilla de cerillos de La Central. Con una obra ampliamente reconocida, el pintor Roberto Montenegro dijo sobre el artista: “En Cázares Campos se cifran nuestras esperanzas dentro del paisajismo nacional contemporáneo. Fiel seguidor de Velasco, denota en su obra la madurez y dominio del dibujo y del color de una manera muy personal."

Con los ojos del paisaje

Ricardo Venegas

–¿Cómo llega al paisaje y al color?

–Cuernavaca es una ciudad de aromas, de luz espléndida, de aguaceros salvajes en las noches. El olor a tierra de los empedrados, de la tierra que teníamos. Todo eso influyó para que amara el paisaje, que uno caminaba dos o tres cuadras y se estaba en el campo. ¿Quién no conocía el tipo de fauna que había aquí? Los armadillos, los tejones, los zorrillos, las iguanas, los zopilotes. Hay las semillas, los quebrantahuesos… Había una barbaridad enorme de flora, de fauna. Todo eso le penetra a uno de la manera más natural, de la manera más sencilla. Por eso empiezo a crecer y a pintar más en serio con acuarela, con lo que aprende uno en la primaria. Tuve la suerte, en la misma vecindad –era una de diez departamentos en la calle de Las Casas–, ahí vivía Luis Betanzos, pintor. Hacía tarjetas de Navidad con figuras de indígenas y vestidos. Después entro a trabajar ahí, pues era una cosa que no me gustaba porque era muy metódica y brutal, era hacer miles de tarjetas, miles de cosas todos los días. Yo quería pintar y después me rebelo a esto, aunque era lo que me daba de comer. Alejo Jacobo y Guillermo Monroy (uno de los últimos discípulos de Frida Khalo) eran maestros en el Instituto Regional de Bellas Artes, pero de figura y otras materias. Yo me iba al campo solo con el caballete, con mis telas, iba a enseñarme porque no había manera de que alguien me enseñara. Compré libros, me acuerdo que costaban una fortuna. Libros de toda índole: de geología, sobre el conocimiento de las nubes, sobre perspectivas, sobre casi todo. Incluso había la posibilidad de ser médico, yo quería estudiar medicina, pero no tanto como la pintura. Estudié anatomía con libros del doctor Quiroz. Más adelante di clases en la universidad del estado como primer catedrático joven. Yo era huérfano, había sido papá de mis hermanos. Tenía ciertas experiencias y eso me fue orillando a la juventud y a la enseñanza.

–De alguna manera muchos nos relacionamos con su obra paisajística por los cerillos, por las cajetillas que estaban en casa, muchos creen que forma parte de la memoria colectiva, ¿cómo surgió esta relación con la Cerillera?

‑Eran mis clientes. Cuando regreso de Europa de inmediato me ofrecen el contrato. Era simpático porque don José Barroso era un tipo bonachón, muy bien intencionado, de familia buena. Me decía, en una ocasión: “Oiga maestro, ¿no le gustaría que apareciera una de sus obras en la cajetilla de cerillos?” “Sería un honor”, contesté, porque anteriormente aparecían trabajos de los grandes maestros, pero europeos. Y claro, ahí se colaban Velasco –José María– y Diego Rivera. Iban poniendo cuatro, cinco pintores mexicanos de gran nivel, Orozco mismo. Montoya estaba entre los grandes, precioso. Cada vez que me decían que fuera iba más nervioso, hasta que en una ocasión me dijeron: “Maestro, lo quieren ver los abogados de la compañía en México.” Lo que encontré fueron varios abogados ahí y se me cuestionó: “Maestro, ¿estaría usted dispuesto a trabajar para la Cerillera?” “De acuerdo”, dije. Me pasó un contrato que decía, a vuelo de pájaro: “La Compañía de la Cerillera Central contrata al maestro Jorge Cázares para la creación de cien cuadros…” Cuando leí eso me impresioné. “¡Cien cuadros! ¿En qué tiempo?”, pregunté. “No se preocupe. Ahorita hagamos esto”, contestaron. El precio por mi trabajo también fue improvisado. Después firmé el contrato, pedí a Dios que fuera una buena decisión, con temor. Y de repente, abajo, encontré otro contrato y dije: “¿Es el mismo?” “Léalo, me dijeron.” Decía: “Por otros cien cuadros.” Entonces eran doscientos. Cuando leí el segundo contrato me puse sumamente nervioso, al grado de preguntar ¿qué va a pasar?, a lo mejor no puedo cumplir. Entonces tuve una idea y le dije: “¿No pueden incluirle otra cláusula que diga: ‘Opcional para ambas partes?’” Así empecé a pintar.

–Usted ya tenía una trayectoria, ¿cómo fue comenzar en grande?

–Tenía algunos cuadros con los que inicié, veintitantos del estado de Morelos, básicamente. Me dije voy a aprovechar, voy a incluir a mi estado; comenzaron las agencias publicitarias, los compromisos con Zabludovsky, Barrios Gómez y todos esos comunicadores. Empecé a hacer circuitos por el sureste y el litoral del Pacífico. Comenzó la promoción de conocer México a través de los paisajes de Jorge Cázares; la sorpresa fue que hubo tanta demanda, que se imprimieron tres millones de cajetillas diarias. Había tal demanda que hicieron un álbum para coleccionarlo. Tenían costales de cartas en unos cuartos. Entonces decían: “Oiga maestro, apúrese”, pero yo decía: “Cómo que apúrese, trabajo veinte horas, ya no puedo más, tengo que dormir dos, tres horas.” Ferrer dijo: “Esto no puede seguir así, el maestro no acaba.” No son fotos ni son enchiladas. Es viajar por todo el país, es estar en Chihuahua para después ir a Yucatán, luego a Baja California, a San Luis Potosí, no es fácil. Me decían: “Apúrese.” Había tanta presión, que la que ellos recibían se la querían mandar al artista. “¡A volar! Ya no pinto más, exclamé.” “No, cómo cree maestro”, contestaron. “Entonces no estén moliendo”, dije. Mi carrera de promotor cultural la empecé en los años cincuenta y siete, cincuenta y ocho, porque era amigo de Alfonso Reyes, de Carlos Pellicer, de todos ésos que ya eran viejos, pero eran unos señorones. Entonces me dije: Tengo que hacer de mi estado un estado culto. ¿Cómo? Metiendo esta gente en una licuadora con la sociedad. Tenemos tantos artistas en Morelos, que tenemos derecho a ser un estado culto.