Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de junio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Una semana en Nueva York
E

n Nueva York llovía, un gran consuelo es refugiarse en el cine y los museos. La oferta cultural, enorme hace 40 años cuando estuve viviendo allí, aunque disminuida, sigue siendo todavía muy atractiva. Numerosas pequeñas exhibiciones –algunas bastante modestas– pueden verse a lo largo y lo ancho del museo Metropolitano: daría la impresión de que la crisis financiera ha alcanzado obviamente a la cultura. Una pequeñísima está escondida en un rincón entre algunos objetos de arte medieval y renacentista: la Haggadah de la Biblioteca del Congreso, en Washington, un libro litúrgico bellamente miniado por Joel ben Simeón, autor judeo-alemán muy conocido a finales del siglo XV en las comarcas del Rin y en el norte de Italia, recuerda las oraciones que deben recitarse para los niños durante la fiesta de la Pascua judía, relativos a la historia del Éxodo. Otra curiosa muestra se intitula Los héroes de la guitarra, exhibida también en un recodo del museo con guitarras hechas en Nueva York por artesanos de origen italiano, herederos de ilustres antepasados en el arte de hacer instrumentos de magnífico sonido y hermosa catadura, como en otros tiempos los violines de Stradivarius.

El escultor inglés Anthony Caro ocupa ampliamente el techo del museo; Rooms with a View, las ventanas con paisaje del siglo XIX, donde casi todas las figuras, principalmente mujeres, están de espaldas al espectador; los grabados y dibujos del gran escultor inglés Richard Serra, al lado de la exposición que más público atrae –hay que hacer una cola inmensa para visitarla– la de Alexander McQueen: belleza salvaje.

Son ya famosas las exhibiciones de moda en el Metropolitano, he visto varias, recuerdo por ejemplo las de Nina Ricci, Yves Saint Laurent y Jackie Kennedy, la más visitada después de la de Alexander McQueen, me comenta uno de los guardias de este instituto de la moda. La moda se ha convertido en una de las ramas más importantes de la cultura y la economía globalizada y, aunque siempre fue fundamental, este dato nunca ha sido tan evidente como en las pasadas tres décadas: quizá esta verificación fue más flagrante para mí cuando vi una exposición de Armani que ocupaba casi en su totalidad el museo Guggenheim de Nueva York, en octubre de 2001.

En algunos museos muy representativos existe una gran ala destinada a los grandes diseñadores o a la historia de la moda, el Albert y Victoria de Londres, donde hace unas semanas admiré la exposición de Yohji Yamamoto, el diseñador japonés que ha colaborado, entre otros, con varios artistas alemanes: el dramaturgo Heiner Müller, la bailarina Pina Bausch y el cineasta Wim Wenders y, quien como McQueen, ha revolucionado los cánones de la alta costura y de la realidad.

El diseñador inglés asumió la dirección de la casa Givenchy de 1996 a 2001, sustituyendo a John Galliano –antes de Givenchy era yo sastre en Saville Row, con él aprendí las sutilezas de la alta costura, dicen que dijo– y a partir de ese año hasta su muerte, en febrero de 2010, creó su propia marca. McQueen nació en 1969 en un barrio popular de Londres, hijo de un taxista, estudió en una academia de diseño célebre, donde también se graduaron John Galliano y Stella McCartney; abierta y orgullosamente homosexual, contrajo matrimonio con el documentalista George Forsyth y, varios días después de la muerte de su madre, se ahorcó en su elegante departamento de Mayfair.

La muestra es fascinante, combina con gran armonía y audacia la estética y la política: entre sangrienta y romántica su visión nos retrotrae a otras épocas, la de la novela gótica inglesa, la de la novela histórica a la Walter Scott, la de la obscena personalidad del marqués de Sade. Cuerpos delgados y finos contrastan con vestidos hechos para abultar el trasero o subrayar las caderas: Para mí, escribió, esa parte del cuerpo, y no tanto las nalgas, sino la parte baja de la espalda, es la parte más erótica del cuerpo de cualquiera, hombre o mujer.