Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de junio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cortesía en París
A

l salir del consulado mexicano en París, Jacques Bellefroid me señaló, con un dejo de asombro, la gentileza del personal y, sobre todo, de Pedro Muñoz, quien me ayudó incluso a llenar papeles para renovar el pasaporte.

–No lo conozco mayormente, lo veo cuando vengo al consulado. ¿Olvidas la amabilidad de los mexicanos?

Como París es una ciudad donde se puede caminar, regresamos a pie. Cerca de mediodía, la mañana era aún fresca. El calorcillo y los aromas de los restaurantes nos dieron ganas de sentarnos en una terraza.

La situación del consulado, entre la Bolsa y el Museo del Louvre, nos hizo atravesar algunas calles salpicadas de pequeños bistrôts, cafés que sirven un menú a esas horas.

Miramos los escaparates: vestidos, bolsas, trajes, zapatos, máquinas de coser antiguas. Sin darnos cuenta, caemos frente a Pied du cochon, uno de los raros restaurantes que abren las 24 horas, pues la ley los obliga hoy a cerrar a las dos de la madrugada sin un pago a las autoridades.

La terraza, protegida de los pasantes por una hilera de plantas, es tentadora. Sin contar que los árboles crecidos en el jardín alrededor del foro de los Halles, demolido por completo para construir un nuevo proyecto, son invitadores.

La joven que nos recibe sonríe con gracia. La mesera que trae los aperitivos y una botana, cosa rara en los establecimientos parisienses, esboza una sonrisa.

Comento la actitud de ambas. Nos sentimos a gusto al pensar en la frialdad de los meseros de muchos cafés, quienes parecen sobajarse al servir y miran al cliente contentos de sí mismos cuando ponen con brutalidad en la mesa los platos pedidos. Los que embolsan con desdeño la propina cuando ésta no es grande y con más desprecio los billetes del turista, su principal víctima, muerta de miedo de ser mal vista. O la insolencia de algunos de estos personajes, quienes apenas responden a un saludo, decididos a convencer al cliente de la molestia que representan.

La arrogancia de otros más, los cuales, al ver a un parroquiano, le brindan la gracia de sus opiniones sobre cualquier tema. Avisos perentorios, juicios inapelables de pedagogos que, sin esperar ni querer una respuesta, se sienten obligados a dar lecciones.

¿Para qué hablar de la impertinencia de muchos de los expertos de la televisión o lo descomedido de algunos intelectuales que pretenden enseñar a los chinos China y la democracia a todo mundo?

Dejamos el Pied de cochon, satisfechos de la amabilidad del servicio, rodeamos el agujero que queda del Foro, ladeamos restaurancillos y tiendas, hoteles y oficinas.

Cruzamos el Sena contra el viento, pasamos frente a Notre-Dame, nuevo paso sobre el Sena, al otro lado de la isla. Pienso que preparé albóndigas, pero no su salsa verde. Sin creer conseguirla, un deseo inexplicable: la nostalgia, me obligó a dirigirme a un restaurante mexicano en París, que tiene el nombre del museo precolombino de Diego Rivera: Anahuacalli.

Su visión, entre pirámide azteca y construcción estalinista, me cruzan la mente cuando entro al restaurante.

El chef, Tony, veracruzano de excelente humor, me entrega una gran lata de tomate verde, diciéndome que no sabe el precio, que pase después. Una confianza total, pues no me conoce. Cuando paso a pagar, el patrón me dice que otra vez será.

Laffont, el difunto dueño de La Coupole, me ofreció una botella de champaña una tarde. En numerosos cafés me han ofrecido una bebida, un postre. Grandes señores de otra época.

Existen otros, y no pocos: personas con grandeza que saben regalar.

La mayoría de comerciantes de mi barrio son amables, me ayudan a cargar mis compras, me ofrecen un obsequio, aunque no sea sino una sonrisa cuando son sólo los vendedores y no los dueños.

La arrogancia en Francia no se extiende a todo el país. Los mexicanos, también numerosos por fortuna en una era de pelea y carrera por el dinero, agigantadas por la mundialización y el miedo derivado, poseen aún esa grandeza ajena al sometimiento ajeno.