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Ver día anteriorDomingo 10 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Violencia: mensajes inadmisibles
E

n días recientes, diversos organismos defensores de derechos humanos han denunciado el atentado sufrido por Oralia Villaseñor Vázquez, esposa de uno de los 15 ciudadanos desaparecidos por presuntos elementos de la Secretaría de Marina en Nuevo Laredo, Tamaulipas, entre el primero y el 23 de junio, y cuya casa fue baleada con armas de alto poder la madrugada del pasado domingo. El episodio empata con un panorama en que se multiplican las denuncias por acciones de intimidación o de represalia cometidas por elementos de las fuerzas armadas o por funcionarios públicos contra las víctimas de la violencia que se desarrolla en el país: por citar algunos, recientemente el sacerdote Alejandro Solalinde señaló que miembros de la Procuraduría General de la República han intimidado a testigos del secuestro de migrantes ocurrido en Medias Aguas, Veracruz, a finales de junio pasado, y a ello han de sumarse las acusaciones de diversos activistas de derechos humanos en Ciudad Juárez, quienes han afirmado ser objeto de hostigamiento por parte del Ejército.

El hecho es que hay indicios claros y preocupantes, en este y en otros episodios, de un designio por silenciar las voces que se atreven a denunciar los abusos que involucran a servidores públicos supuestamente encargados de salvaguardar el estado de derecho en el territorio. Tales indicios agravan un panorama particularmente devastador, marcado por la falta de esclarecimiento de crímenes como el cometido por supuestos integrantes de la Marina en Nuevo Laredo, y por la consecuente ausencia de castigo para los responsables. Si resulta grave y alarmante el involucramiento de soldados o marinos en episodios de desapariciones forzadas o ejecuciones extrajudiciales, ahora, con la situación de riesgo en que se encuentran quienes denuncian esos crímenes, se pone en perspectiva la colocación de la población en general, empezando por los deudos de las víctimas, ante un doble agravio: el que sufren con la pérdida de sus familiares y conocidos, y el que padecen cuando se atreven a exponer ante la opinión pública esos atropellos.

La circunstancia descrita configura, en el entorno cercano de las víctimas de la violencia, pero también en la población en general, un mensaje terrible: que los asesinatos, las desapariciones forzadas y en general las violaciones graves a los derechos humanos que involucran a funcionarios públicos son sucesos soslayables e incluso aceptables en aras del fin supremo de combatir al crimen organizado, y que los afectados por estos sucesos pueden enfrentar la disyuntiva de persistir en sus demandas de justicia y esclarecimiento o salvaguardar su propia integridad física.

Desde hace más de cuatro años, cuando se pusieron en marcha los espectaculares operativos policiaco-militares en contra del crimen organizado, el gobierno federal ha demandado el respaldo irrestricto y acrítico de la población y la participación de ésta en la tarea de denunciar actos ilícitos. Al parecer, el discurso oficial omite que un factor principal de agresión y violencia en contra de la población es la propia fuerza pública y que el Estado debe garantizar ante todo los derechos de las víctimas de los delitos, principalmente de aquellos cometidos por los propios servidores públicos. Sin embargo, episodios como el comentado no hacen sino alimentar el sentir generalizado de zozobra, temor e incertidumbre que enfrenta la población en general, y la desconfianza de ésta en los cauces institucionales de procuración de justicia, y tales condiciones son las menos propicias para conseguir el respaldo y consenso social que el gobierno tanto demanda.