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Díaz Ordaz: disparos en la oscuridad
A

sí que, desde la toma de posesión, Díaz Ordaz se sintió inseguro. Un movimiento en falso y se destaparían las ambiciones, los juegos dobles y triples, las conjuras, las burlas. Visualizaba un mundo de dolor para él. Sus primeras palabras con su gabinete fueron:

–Aunque no lo crean, desde hoy van a empezar a candidatearlos para ser los próximos presidentes de México. Les pido que no se me adelanten.

–Como le digo, licenciado –respondió Echeverría a solas en la oficina de Palacio Nacional–, hay que atacar lo que se apoya y apoyar a lo que se ataca.

–O como digo yo –terció Díaz Ordaz–: primero, chíngate a quien quiera quitarte la silla, luego, a quien te la dio.

Baja la escalera esa mañana de domingo en que decide que no quiere morir solo. Tiene que decírselo a alguien. A sus hijos, no a sus muertos. Mira el sol pegando en el comedor. Fue en esta misma casa de Ajijic donde se relajaba para tomar decisiones como Presidente. Ahí decidió, por ejemplo, cómo eliminar al regente de la ciudad de México, una vez que le hubiera entregado las obras de los estadios y la Villa Olímpica para los XIX Juegos de 1968. Ernesto Peralta Uruchurtu se había encargado de la ciudad de México durante 14 años. El 29 de mayo de 1966 iban a inaugurar juntos el Estadio Azteca, pero el Presidente llegó hora y media tarde, a propósito. Cuando quiso hablar, los asistentes sentados desde las ocho de la mañana le chiflaron.

–Usted es el responsable de esta rechifla, don Ernesto –le dijo el Presidente a Uruchurtu.

–¿Yo por qué? Yo no les dije que lo abuchearan.

–Usted es el responsable del chingado tráfico en la ciudad.

Díaz Ordaz nunca lo perdonó. Y, cuatro meses después, el regente Uruchurtu fue al Palacio Nacional a pedirle permiso para desalojar a los pobres que vivían en casas de cartón, lodosos, con gallinas, puercos y perros callejeros, en las inmediaciones del Estadio Azteca: Santa Úrsula, se llamaba el asentamiento. Díaz Ordaz supo que lo tenía en un puño. No le aprobó el uso de la fuerza, sólo le dijo:

–¿Pero desde cuando el señor regente ha tenido un problema?

El 13 de septiembre de 1966 entraron los bulldozers a tirar las casas de los miserables del Estadio Azteca. Díaz Ordaz telefoneó al líder de la Cámara de Diputados, Alfonso Martínez Domínguez:

–Le llegó la hora al regente Uruchurtu. Mándelo muy lejos.

Y la sesión de esa mañana fue para criticar la falta de sensibilidad del Canciller de Cemento. La CTM lo acusó de hacer obras de adorno que no mejoraban en nada la vida de los trabajadores. En las gradas de la Cámara, pululaban los pobladores de Santa Úrsula, con sus cajas de cartón, sus cobijas, sus gritos. El 14 de septiembre, Uruchurtu presentó su renuncia. Y el día 15, durante la ceremonia del Grito de Independencia en el Zócalo, Díaz Ordaz fue recibido, de nuevo, con una rechifla.

–Ésta es la venganza de Uruchurtu –le dijo al oído a su esposa Lupita que hacía esfuerzos por no caerse por el balcón presidencial: también padecía vértigo.

Pero no. La ciudad de México estaba harta del Partido y de sus Presidentes. Eso nunca lo supo ver Díaz Ordaz, metido en sus intrigas de corte barroca. Solía repetir un dicho de la mafia italiana: si algo se mueve, tiene un líder. Fuera de la mafia, no era necesariamente cierto.

Pero había sido ahí, en el estudio de la casa de Ajijic, que Díaz Ordaz había valorado a quién poner en la ciudad de México. Se tardó una semana. Corona del Rosal estaba resentido porque, sintiéndose dueño de la Presidencia, lo habían nombrado en otro puesto distinto a la Secretaría de Gobernación. Carlos Madrazo había dejado la presidencia del Partido porque propuso que los candidatos a puestos de elección los eligieran asambleas. Díaz Ordaz le dijo:

–Hemos funcionado bien desde Ruiz Cortines así: a la base del Partido le dejas la elección de los presidentes municipales; al gobernador, la de los diputados de su Estado; y a mí, al Presidente: los gobernadores, los diputados y senadores federales. ¿Tú qué haces metiendo a la indiada en decisiones tan complejas?

Se pelearon. Carlos Madrazo había renunciado al liderazgo del Partido el 7 de noviembre de 1965 y, desde entonces, andaba hablando de la democratización del Partido en cuanto auditorio lo aceptara. Hasta con Elena Garro, la ex esposa de Octavio Paz. Una forma de tenerlo controlado era nombrarlo regente de la ciudad de México. A los amigos cerca, a los enemigos más cerca. Pero Díaz Ordaz decidió que el nuevo regente de la ciudad de México fuera el general Alfonso Corona del Rosal. Sólo un militar podría controlar los Juegos Olímpicos de 1968 que se le presentaban a Díaz Ordaz como la ocasión para avergonzar al país, tal como se lo decía Sabina, su madre: no invites a tus amigos a la casa de nuestras pobrezas. Los invitas cuando nos mudemos a la casa de nuestra abundancia.

De eso se acuerda Díaz Ordaz mirando el sol por la ventana en su casa. De cómo Uruchurtu se presentó sin invitación a la boda de su hijo Gustavo en Los Pinos en 1969. El misterio de la sumisión. De cómo el 4 de junio de ese mismo año, el avión en que viajaba Carlos Madrazo se estrelló cerca de Monterrey y se mató.

–Nos van a echar la culpa, Señor Presidente –le dijo Echeverría cuando se confirmó que no quedaban sobrevivientes de un avión que, se decía, había explotado en el aire.

—Sí, claro. Es cuestión de Díaz –bromeó y le cerró la puerta del despacho en la cara porque estaba con La Tigresa.

***

Había escuchado balazos por la tarde. No podía llamar al presidente López Portillo porque le debía una explicación por haberle aventado una embajada. Decidió llamar al regente de la ciudad, Carlos Hank González. Línea ocupada. Los telefonistas lo acosaban. Llamó al jefe de la policía en la ciudad, Arturo Durazo. Éste se presentó con una escolta de no menos de 30 personas que recorrieron el callejón de Risco, tocaron en las puertas de los vecinos, trataron de abrir un automóvil estacionado en la esquina y, como no pudieron, le rompieron el parabrisas:

–Sin novedad, licenciado –Durazo se cuadró ante él.

Díaz Ordaz lo conocía desde que era comandante de la policía política en 1958. Era uno de los interrogadores de los ferrocarrileros, junto con Nazar Haro y Sahagún Baca. Les gustaba intimidar a sus presos presentándose a los interrogatorios en ropa interior. Durazo había estado con Fernando Gutiérrez Barrios en los desvelones entre agosto y octubre de 1968, cuando sólo esperaban el momento adecuado para acabar con el movimiento estudiantil.

Ahora se saludaron marcialmente, con la mano a la altura de la sien.

–¿No tiene algo para la garganta? –le preguntó Durazo desabrochándose el saco de general. No era general, pero se disfrazaba de uno, con galones y condecoraciones. Llegaría a ser doctor honoris causa por el Tribunal de Justicia del Distrito Federal, aunque no había terminado ni la secundaria.

–¿Como un jarabe para la tos? –preguntó Díaz Ordaz viendo cómo se sentaba, sudoroso, el jefe de la policía en el sillón de su sala.

–No, más bien como un ron con Coca-Cola y un hielo –le respondió Durazo.

(…)

–¿Sabe, no, mi Lic? –comenzó Durazo después de darle un trago a su cuba libre–. Hace dos meses, cuando usted andaba hasta la Madre Patria, yo entré a Ciudad Universitaria a romperles toda su madre a los universitarios.

–¿Y a mí qué? –le respondió Díaz Ordaz sorbiendo su jaibol.

–Pues que hice lo que usted: entré a disolver una huelga, nomás que ésta era de sindicaleros.

–¿Y se entretuvo, general?

–Bastante. Aunque es más divertido cuando están armados… las balaceras, los sometimientos, los interrogatorios… –a lo que se refería era a que Durazo había tomado parte en los exterminios de guerrilleros que sucedieron después del 68. La guerra sucia de Luis Echeverría.

Díaz Ordaz le da otro trago al jaibol, hasta casi la mitad, el hielo taladrándole los dientes le llega, como una descarga eléctrica, al ojo. Deja que Durazo se regodee en los detalles de las golpizas, las violaciones, las humillaciones a los trabajadores universitarios que quieren sindicalizarse fuera del Partido. Díaz Ordaz piensa en otra cosa. En 1968: En política no hay principios. Hay sólo acontecimientos.

(…) Durazo es espantoso, da miedo, con su nariz aplastada como un pedazo de bolillo chamuscado, los cachetes que le cuelgan como a un bulldog, los ojos rojos. Habla y habla de cómo rompió la huelga de los trabajadores de la universidad.

–Pero fíjese usted, general Durazo –le dice Díaz Ordaz desde la mesita donde están las botellas y el hielo–. No sólo es entrar a romper madres. Se debe contar con una estrategia de conjunto.

–La estrategia es llegar bien servidos, casi inconscientes con coca y golpear a todos –le responde Durazo.

Díaz Ordaz no está de acuerdo. En la violencia del Estado hay una estética. Para él es, todavía, un tipo de barroco, contiene un enigma que, al descifrarse, es un mensaje. La intimidación es sólo una forma de restaurar la sumisión.

***

El 27 de agosto los intentos porque los estudiantes tomen Palacio Nacional se ven recompensados: después de que una señora subida en el camión del Politécnico llama a parir más hijos para que los mate el Presidente, un dirigente del Consejo Nacional de Huelga, Sócrates Amado Campus Lemus –contactado por Gutiérrez Barrios días antes para que tratara de venderle armas y dinamita a los demás dirigentes–, secuestra el micrófono, fuera del programa –los oradores debían entregar por escrito y con antelación sus discursos para que el Consejo Nacional de Huelga los aprobara– para decir:

–Queremos el diálogo público con Díaz Ordaz el primero de septiembre, día de su informe de gobierno. ¿Dónde quieren que sea el diálogo?

–Aquí –responde el medio millón–. Zócalo. Zócalo.

–Aprobado –dice Campos Lemus confundiendo el mitin con la asamblea de universitarios–. Aquí nos quedamos a esperarlo. Hasta el primero de septiembre a las 10 de la mañana.

Algunos estudiantes han arriado en el asta bandera un trapo –como decía Maximino Ávila Camacho– rojinegro. Es otro incidente fuera del programa aprobado por el consejo de los estudiantes: unos jóvenes de provincia se pasan sobre el hombro de Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca y suben la bandera de huelga en el Zócalo de la capital. Saben cómo amarrarla, cómo jalar el cordón.

Es justo lo que necesita Díaz Ordaz: los agitadores quieren el poder y lo quieren para cambiar la bandera nacional por una de huelga. Tras leer los reportes, Díaz Ordaz se desata en llamadas telefónicas y por radio.

–Van a tomar el Palacio Nacional –le dice al jefe de su Estado Mayor, Gutiérrez Oropeza–, desalójalos.

Del Palacio Nacional salen los tanques apostados por Hernández Toledo desde el 30 de julio en el patio de Palacio Nacional. Arrasan con las fogatas improvisadas de 40 mil estudiantes (…)

–Han insultado a la bandera nacional poniendo un trapo de huelga en el asta central –le dice por la red Díaz Ordaz a Luis Echeverría y a Alfonso Corona del Rosal–. Mañana quiero a todo el gobierno en las calles. Nosotros también podemos llenar el Zócalo. Que cada burócrata venga a desagraviar la bandera nacional, a riesgo de su trabajo. Quiero a los nuestros apoyando.

A la mañana siguiente sucede algo que nadie imaginó: los burócratas de la Secretaría de Hacienda marchan, obligados, como todos los que pertenecen al Partido, pero salen de sus oficinas gritando:

–Somos borregos. Nos llevan. Beeeee. A dóóóónde nos lleeeeevan.

Díaz Ordaz, que está recién bañado y cafeteado para salir al balcón de Palacio Nacional a saludar a los auténticos mexicanos, a los que sí responden a su mano tendida, baja al patio, sin lentes, los ojos refulgentes, y le ordena a su Estado Mayor que vuelva a salir, ahora a desalojar a los empleados de su propio gobierno. No le cabe la ira. Los tanques arrasan con los propios trabajadores de su sexenio, al que le faltan dos años, una Olimpiada y un Mundial de Futbol, pero que parece desvanecerse en el aire. Él ya no lo ve, pero los burócratas comienzan a jugar a torear a los tanques. Los estudiantes, que no se han ido del todo, se sacan los suéteres y se unen a la corrida. El jefe del Estado Mayor Presidencial, José Luis Gutiérrez Oropeza, parado en la puerta del Palacio Nacional mira eso y le dice a Francisco Quiroz Hermosillo, otro general:

–Esto ya valió madres. No sólo no nos tienen miedo, sino que ahora, hasta somos su burla.

Cuando Díaz Ordaz recibe los informes del fracaso del desagravio a la bandera, no da manotazos, ni insulta a nadie. Le da cuerda a su reloj. Ha llegado el tiempo de renovar el miedo.

La editorial SUMA de letras ha puesto en circulación Díaz Ordaz: disparos en la oscuridad, biografía novelada del responsable de la matanza de Tlatelolco en 1968, escrita entre la crónica y la ficción por Fabrizio Mejía Madrid. Su punto de partida es una amplia investigación bibliohemerográfica. Presentamos un fragmento del libro, con autorización de la casa editora