Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Peticiones sintomáticas; virajes necesarios
A

sólo unas horas de la histórica resolución de la Suprema Corte de Justica de la Nación (SCJN), en el sentido de ordenar que sean jueces civiles los que procesen a efectivos castrenses involucrados en violaciones a los derechos humanos, altos mandos militares solicitaron –en reunión con la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional del Congreso– aprobar un marco jurídico que defina y legitime su participación en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado, y pidieron, a renglón seguido, que el Legislativo acelere la aprobación de la cuestionada y polémica Ley de Seguridad Nacional.

A primera vista, la petición de los uniformados podría pasar como producto de una inquietud surgida a raíz de la citada determinación del máximo tribunal, la cual acota el uso discrecional del fuero castrense –pese a que la Constitución, en su artículo 13, lo restringe claramente a casos de delitos y faltas contra la disciplina militar– y reduce, con ello, el margen de impunidad para los soldados y marinos responsables por atropellos contra la población.

Sin embargo, si se atiende a la consideración de que la presencia misma del Ejército y la Marina en las calles constituye, con independencia del citado fallo de la SCJN, un acto violatorio del espíritu y la letra constitucionales en lo que concierne a las tareas de las fuerzas armadas, los planteamientos de los mandos castrenses –más allá de una reacción meramente coyuntural– son sintomáticos del grado de confusión y de riesgo intrínsecos en la estrategia de seguridad del gobierno federal: al fin de cuentas, si a los soldados se les ha ordenado desplegarse en territorio nacional para desempeñar funciones que les son ajenas a su mandato constitucional, lo menos que podrían esperar a cambio es que los responsables de dicha decisión –es decir, los mandos civiles– les otorguen algún tipo de cobertura jurídica.

Sin soslayar la gravedad de las vejaciones y atropellos cometidos por efectivos militares y policiales en el contexto de la estrategia de seguridad vigente, y sin poner en duda la pertinencia ni la obligatoriedad del esclarecimiento y de la imputación de las responsabilidades a que haya lugar en esos casos, es claro que tales episodios se repiten al recurrir a las fuerzas armadas para hacer frente a la delincuencia, por lo que no puede esperarse que sean evitados con resoluciones como la adoptada anteayer por la Corte: al fin de cuentas, la tarea del Poder Judicial no es evitar delitos, sino garantizar la correcta impartición de justicia.

Lo sorprendente, en todo caso, es que la administración actual se empecine en defender el uso de la fuerza militar para hacer frente a un problema de seguridad pública y de legalidad, a sabiendas de que el mismo se traduce, de manera inevitable, en violaciones a los derechos humanos, en impunidad y en desprestigio para las fuerzas armadas, fenómenos que debilitan aún más al gobierno y que minan la de por sí desgastada credibilidad institucional.

Si es verdad que en el país se desarrolla una guerra –como se empeñó en llamarla desde un inicio el discurso oficial, aunque ahora lo niegue–, resulta obligado reconocer que la sociedad se enfrenta cotidianamente a la perspectiva indeseable de la violación de sus garantías y del quebrantamiento generalizado de la legalidad. Ante tal perspectiva y tras el referido fallo de la SCJN –festejado ayer por académicos, constitucionalistas, organizaciones civiles y por el conjunto de la clase política–, lo procedente y necesario no es pedir ni aprobar reformas que podrían acabar por dar cobertura jurídica a la situación irregular en que los mandos civiles han colocado a las fuerzas armadas, sino adecuar el marco legal vigente de conformidad con lo decidido por el máximo tribunal y demandar que el gobierno cumpla con su tarea irrenunciable de combatir a la delincuencia organizada por vías distintas a la riesgosa militarización de la vida pública.