Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de julio de 2011 Num: 854

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Patrick Modiano: esas pequeñas cosas
Jorge Gudiño

Memorias de Jacques Chirac
Vilma Fuentes

La sal de la tierra
Sonia Peña

Flann O’Brien, el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

Aute a la intemperie
Jochy Herrera entrevista con Luis Eduardo Aute

Ramón en la Rotonda
Vicente Quirarte

Vicente Quirarte y los fantasmas de Ramón López Velarde
Marco Antonio Campos

Kubrick, el ajedrez y el cine
Hugo Vargas

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

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Cabezalcubo
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Los beneficios de la memoria

Antonio Soria


La mirada de los estropeados,
Gustavo Ogarrio,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2010.

Ganador del quinto Concurso de Crónica Urbana Salvador Novo hace un lustro, el capitalino Gustavo Ogarrio da testimonio, en este conciso volumen que forma parte de la colección Tezontle del FCE, al menos de dos vigencias irrebatibles: en primera instancia, la de la crónica como género literario mayor, ámbito propicio a la polifonía y a la feliz mixtura e incorporación de recursos escriturales que solamente una visión de limitante ortodoxia querría exclusivos de géneros adyacentes o en apariencia contrapuestos; en segunda instancia, y como necesariamente coincidirá quien concluya la lectura de los cinco apartados que conforman esta obra, la misma testifica que Ogarrio es, hoy en día, uno de los más destacados ejecutantes de la crónica contemporánea.

No sólo practicante sino acucioso lector, analista y compilador de la escritura cronista generada en México desde sus orígenes, Ogarrio ha reivindicado y hecho suyos –y con esto último, desde luego, también de los lectores– los beneficios de la memoria que, habiendo nacido forzosamente individual, torna en colectiva en virtud del tránsito que, literariamente, hace de los recuerdos personales materia pública susceptible de operar, a su vez, como detonador de nuevas evocaciones, esta vez de quienes se hayan apropiado, vía la lectura, de todo aquello que el cronista comparte.

Un fragmento de “Los estropeados”, texto que rubrica el libro, da buena cuenta de qué y sobre quiénes versan estas crónicas: “Niños, niñas y jóvenes de la calle, vagabundos, locos y locas, limpiavidrios, indigentes, drogadictos, flaneras, mendigos, ancianas vencidas por la demencia senil, alcohólicos terminales, seres humanos que flotan en las aguas negras de la imaginación de la Ciudad de México.” Pero no sólo ellos sino, inevitablemente, también quienes asistimos –la mayoría de las veces como meros testigos pétreos– al espectáculo de su suerte indeseable y, a partir de la cohabitación en un mismo espacio y un mismo tiempo, la compartimos, pues no únicamente la memoria es colectiva sino igualmente los hechos y las condiciones que van dándole forma.

Ogarrio sabe que, para ser un auténtico “testigo de su tiempo” –dicho con una frase de urgente reivindicación–, no basta simplemente consignar el qué y el cuándo, sino que es preciso hacerlo transmitiendo en la escritura el espíritu, la tensión emocional que anima cada hecho humano, bien sea éste luminoso u oscuro, y requisita dicha condición con la eficacia estética de una prosa que soslaya de plano los lugares comunes al uso, así como el recurso a muletillas contemporáneas chocantemente lelas tipo “y es que…”, proponiendo en cambio una inteligencia acuciosa, cuidados de orfebre en el uso de la palabra y, en el plano conceptual más que temático, una notable capacidad para destacar, entre aquello que sólo en apariencia es trivial o fugaz, lo universal y permanente.


La intuida altura del árbol

Ricardo Yánez


Colección La Ceibita de la Revista Tierra Adentro,
México, 2010 y 2011.

Acaso inspirada en una propuesta hace años puesta en práctica por la revista Casa del Tiempo de la Universidad Autónoma Metropolitana, anexar en cada una de sus entregas una plaquette literaria, la revista Tierra Adentro ha lanzado un proyecto similar, la Colección La Ceibita, cuadernos muy breves (alrededor de 30 cuartillas) de poesía joven. Con un diseño atractivo, limpio, y un formato “manualito”, bajo el sello hasta ahora han visto la luz trabajos de Adriana López, Luis Eduardo García, Sergio Ernesto Ríos, Nadia Escalante y Daniel Wence, originarios de diversos estados de la república –correspondientemente: Chiapas, Jalisco, México, Yucatán y Michoacán– y todos ellos nacidos en los primeros años de los 80 y con algún tipo de reconocimiento en su haber. A la lista pronto se agregará el defeño Javier Raya, algo más joven que sus compañeros. El tiraje por título es de (nada menos que) 6 mil ejemplares. Los títulos publicados hasta el momento de escribir esta nota son, siguiendo el orden en que arriba se enlistó a sus autores, Naetik/ Hilos, Pájaros lanzallamas, Mi nombre de guerra es Albión, Adentro no se abre el silencio y Nada de incrustaciones.

Naetik/Hilos es un librito bilingüe originalmente escrito en tzetzal que incluye, a manera de espejo,  la versión en español de cada poema. Una probadita: “Bebo té verde en noches de insomnio/ hasta embriagar mis manojos de hebras.” Equivalencia de: “Kuch’bey yalel xyaxal wamal k’alal ma’ x-och jwayel/ jato k’alal jyakubtes te yomoyon sit jnaul.” Del texto final, “Huipil”: “Con hileras de recuerdos/ pinté la vida en el telar de la luna, /bordé los colores del sueño/ y floreció mi huipil entre mis dedos.”

“Algo sospechoso”, de Pájaros lanzallamas: “La anciana que  recoge ropa me dijo/ que una vez tocó a Dios con su mano derecha./ Creí que estaba loca/ hasta que me mostró las marcas/ que le dejaron sus púas agudísimas.”

De Adentro no se abre el silencio este pequeño fragmento: “el corazón se encoge de sal/ el corazón se ensancha de sal/ mi pie izquierdo recoge sus latidos/ mi planta derecha lo cubre para que no tiemble/ lo cubre para que no se caiga/ debajo de las sábanas sal endurecida/ cierro los ojos no cierro los ojos/ el mar me cubre para que no tiemble/ el mar me cubre para que no me caiga”.

Tres líneas de  “Remembranza de mala muerte”, poema al centro de Nada de incrustaciones: “el miedo es negro y transparente/y después a veces siempre llega borracho/inclinándose sobre las fotos que conforman tus dedos”. Más adelante, “La vuelta de V”, bajo el epígrafe “Muerto el perro, se acabó la rabia”: “Son estas las esquinas, ¿recuerdas?/¿Recuerdo?/Éstas son. Creo que rumoran./Rumoran. ¿Qué dirán?/¿Rumoran?/ Hablan de nosotros./A mí me pareció un disparo.”

Y de Mi nombre de guerra es Albión: “Fue triste cuando los choques eléctricos desmoronaron mis dientes; primero fue el tartamudeo, la leche tibia, el pan remojado. Luego vendría mi amistad con aquel doctor que acertaba sólo a llamarme ‘mezquino’ y ‘labio de conejo’. Era un pacato lector de Dickens”