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Ver día anteriorLunes 18 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La tormenta
P

rimero fueron las gallinas. Se pusieron inquietas, más locas de lo habitual, que ya es decir. Se guardaban en el gallinero, compulsivas, y volvían a salir, se metían en los matorrales, no se estaban quietas, mudas de miedo. Delfina dijo va a llover. No parecía. Y además qué tenía de raro, si en tiempo de aguas llueve todo el tiempo. No así nomás, agregó, deveras fuerte, pobres pollos. Hasta fue a sacar a sus niños del río, que andaban retozando en las piedras. Como si supiera que ya estaba lloviendo en la montaña. Las crecidas pueden ser canijas, bajan troncos, vacas y hasta casas, llevan de todo.

No andaba errada Delfina, como de costumbre. Antes de una hora el cielo, hasta entonces claro, se puso intensamente gris, tirando a negro en plena tarde veraniega. Ya no sólo las gallinas buscaron cobijo. Perros, niños y gente se pusieron a tiro de las casas, y el aire, extrañamente seco, cálido, como succionado en la inminencia del tormentón. Los que fueron a la milpa regresaban apuradamente, se les veía bajar las laderas arreando el burro, abandonando parte de la leña para avanzar ligero. A lo lejos, los relámpagos acuchillaban la grisura. Su rugido se hacía cada vez más próximo.

Fue entonces que don Matías me propuso algo absurdo. Vente, vamos a dar una vuelta en la camioneta. Le brillaron los ojos, como saboreándose de lo que a mí me pareció una mala idea. Pero dócil, o sea intrigado, lo seguí a la desvencijada Nissan alguna vez blanca y ocupé el lugar del copiloto. La manija estaba atorada con un alambre, pero me las arreglé para cerrar bien. Nada es más ridículo que mojarse dentro de un carro. Cuando dejamos el caserío chispeaba en finísimas gotas diminutas, algo así como una violenta brisa de mar. Pero en el monte, encendió los faros porque estaba oscuro. Manejó cosa de un kilómetro y viró en una brecha de faena que, traqueteando (nosotros), nos sacó a una loma donde sólo crecía zacate. Don Matías apagó las luces y el motor.

Para entonces el aguacero era intenso. Frente a nosotros, cañada de por medio, se veían los picos más altos de la sierra. Antes de que empezara a preguntarme qué hacíamos allí, se desencadenó una tormenta eléctrica que literalmente incendió el cielo y pronto pareció quemar las montañas. Don Matías estaba exultante, feliz como criatura, tamaños los ojos admirando tras el parabrisas el formidable espectáculo. Gritaba, aplaudía, reía. El suelo retumbaba, yo sentía la camioneta brincar. Dos Matías cogía y soltaba el volante, pataleaba el tapete de hule.

La lluvia llegaba en oleadas, bloqueando la visión a ratos, y los relámpagos entonces se difuminaban en un resplandor impreciso. La sensación era intensa. Me entró el temor, yo siempre tan prudente, de que nos cayera un rayo allí donde estábamos, una loma desnuda sitiada por los truenos. Tuve una instantánea, como alucinación, o la fotografía de un sueño, de la Nissan calcinada con nosotros dentro.

Enseguida se me pasó. Fuera de mi control caí presa de la misma euforia de don Matías. No lo podía creer. En una danza de líneas quebradas, blancas, doradas o enrojecidas, el cielo echaba chispas rápidas. La Nissan se cimbraba, ¿o éramos nosotros, brincoteando en la cabina? No decíamos nada, para qué, el estruendo era ensordecedor, un trueno se desplegaba varios segundos y de inmediato lo alcanzaba el siguiente. ¿Qué símil será bueno? ¿Tambores, bombas, portazos, terremotos? El mundo conocido dejó de existir. No había horizonte, ni bosques, ni nubes. Con trabajos distinguíamos el cofre. Estábamos inmersos en una nebulosa universal, con inesperados momentos de seca claridad.

No sabría decir cuánto duramos en la nave espacial. Y de súbito todo terminó. Los resplandores, los tronidos, la lluvia. El suelo mismo se detuvo. La niebla era veloz, igual que el viento; se abría y cerraba acicateada por el sol que quería pasarle a través sin conseguirlo. Don Matías y un servidor estábamos exhaustos. Abrí la portezuela y salté al zacatal para recuperar los sentidos, que me habían sido arrebatados por la tormenta. Cerca, el bosque tenía el suelo cubierto de hojas húmedas que brillaban rojas, como un espejo de sangre.

Desde la camioneta don Matías me gritó vámonos y regresé a mi asiento. No hablamos en el trayecto. El camino era un río achocolatado que las llantas hacían salpicar a los lados y enlodaban el parabrisas. Los limpiadores nos abrían escotillas para los ojos, cubierta como estaba la Nissan de fango. Cuando llegamos a las casas la gente ya había vuelto a salir, y los niños corrían sobre los torrentes y los charcos. Los perros también salieron. No las gallinas. Esas no asomarían antes de mañana. Así son.